VALOR, AGRAVIO Y MUJER

Ana Caro Mallén de Soto

Texto basado en varios textos tempranos de VALOR, AGRAVIO Y MUJER (manuscritos de la Biblioteca Nacional en Madrid, 16.620 y 17.377), una suelta (s.l., s.f.) colocada en la colección de la New York Public Library, otra suelta publicada (s.f.) en Sevilla por Leefadael, y en la edición de Manuel Serrano y Saenz en su APUNTES PARA UNA BIBLIOTECA DE ESCRITORAS ESPAÑAS... (Madrid: RAE, 1903), tomo 1. Fue preparado por Vern Williamsen y María José Delgado para una producción teatral en 1990. Por esa razón, algunos pequeños cambios se han hecho en el texto original. Aquí todos los pasajes donde hay tales cambios, por ligeros que sean, se han indicado en el texto por medio de corchetes cuadrados.


Personas que hablan en ella:

JORNADA PRIMERA


Han de estar a los dos lados del tablado escalerillas vestidas de murta, a manera de riscos, que lleguen a lo alto del vestuario. Por la una de ellas bajen ESTELA y LISARDA, vestidas de cazadoras, con venablos. Fingiránse truenos y torbellino al bajar.
LISARDA: Por aquí, gallarda Estela, de ese inaccesible monte, de ese gigante soberbio que a las estrellas se opone, podrás bajar a este valle en tanto que los rigores del cielo, menos severos y más piadosos, deponen negro encapotado ceño. Sígueme, prima. ESTELA: ¿Por dónde? ¡Qué soy de hielo! ¡Mal hayan, mil veces, mis ambiciones! Van bajando poco a poco y hablando ¡Y el corzo que dió, ligero, ocasión a que malogren sus altiveces, mi brío, mi orgullo bizarro, el golpe felizmente ejecutado! Pues, sus pisadas veloces persuadieron mis alientos y repiten mis temores. ¡Válgame el cielo! ¿No miras cómo el cristalino móvil de su asiento desencaja las columnas de sus orbes? Y, ¿cómo turbado el cielo, entre asombros y entre horrores, segunda vez representa principios de Faetonte? ¿Cómo, temblando sus ejes, se altera y se descompone la paz de los elementos, que airados y desconformes granizan, ruidosos truenos fulminan, prestos vapores congelados en la esfera ya rayos, ya exhalaciones? ¿No ves cómo, airado Eolo, la intrépida cárcel rompe al Noto y Boreas, porque, desatadas sus prisiones, estremeciendo la tierra en lo cóncavo rimbomben de sus maternas entrañas con prodigiosos temblores? ¿No ves vestidos de luto los azules pabellones, y que las preñadas nubes, caliginosos ardores que engendraron la violencia, hace que rayos se aborten? Todo está brotando miedos, todo penas y rigores, todo pesar, todo asombro, todo sustos y aflicciones. No se termina el celaje en el opuesto horizonte. ¿Qué hemos de hacer? LISARDA: No te aflijas. ESTELA: Estatua de piedra inmóvil me ha hecho el temor, Lisarda. ¡Que así me entrase en el bosque! Acaban de bajar LISARDA: A la inclemencia del tiempo, debajo de aquestos robles, nos negaremos, Estela, en tanto que nos socorre el cielo, que ya descubre al occidente arreboles.
Desvíanse a un lado, y salen TIBALDO, RUFINO y ASTOLFO, bandoleros
TIBALDO: ¡Buenos bandidos, por Dios! De más tenemos el nombre, pues el ocio o la desgracia nos está dando lecciones de doncellas de labor, Bien se ejerce de Mavorte la bélica disciplina en nuestras ejecuciones. ¡Bravo orgullo! RUFINO: Sin razón nos culpas. Las ocasiones faltan, los ánimos, no. TIBALDO: Buscarlas porque se logren. ASTOLFO: ¡Por Dios, que si no me engaño no es mala la que nos pone en las manos la ventura! TIBALDO: ¡Quiera el cielo que se goce! ASTOLFO: Dos mujeres son, bizarras, y hablando están. ¿No las oyes? TIBALDO: Acerquémonos corteses. ESTELA: Lisarda, ¿no ves tres hombres? LISARDA: Sí, hacia nosotras vienen. ESTELA: ¡Gracias al cielo! Señores, ¿está muy lejos de aquí la quinta de Enrique, el Conde de Belfor? TIBALDO: Bien cerca está. ESTELA: ¿Queréis decirnos por dónde? TIBALDO: Vamos. Venid con nosotros. ESTELA: Vuestra cortesía es norte que nos guía. RUFINO: (Antes de mucho, Aparte con más miedos, más temores, zozobrará nuestra calma.)
Llévanlas, y baja Don JUAN de Córdoba, muy galán, de camino, por el risco opuesto al que bajaron ellas
JUAN: ¡Qué notables confusiones! ¡Qué impensado terremoto! ¡Qué tempestad tan disforme! Perdí el camino, en efecto. Y ¿será dicha que tope quién me le enseñe? Tal es la soledad de estos montes... Vaya bajando Ata esas mulas, Tomillo, a un árbol, y mientras comen baja a este llano. TOMILLO arriba, sin bajar TOMILLO: ¿Qué llano? Un tigre, un rinoceronte, un cocodrilo, un caimán, un Polifemo cíclope, un ánima condenada y un diablo, --Dios me perdone-- te ha de llevar. JUAN: Majadero, ¿sobre qué das esas voces? [Va bajándose TOMILLO] TOMILLO: Sobre que es fuerza que pagues sacrilegio tan enorme como fue dejar a un ángel. JUAN: ¿Hay disparates mayores? TOMILLO: Pues, ¿qué puede sucedernos bien, cuando tú... JUAN: No me enojes. Deja esas locuras. TOMILLO: ¡Bueno! ¡Locuras y sinrazones son las verdades! JUAN: ¡Escucha! Mal articuladas voces oigo. TOMILLO: Algún sátiro o fauno.
Salen los bandoleros con las damas, y para atarles las manos ponen en el suelo las pistolas y gabanes, y estáse don JUAN retirado
TIBALDO: Perdonen o no perdonen. LISARDA: Pues, bárbaros, ¿qué intentáis? ASTOLFO: No es nada, no se alboroten; que será peor. TOMILLO: Acaban de bajar. JUAN: ¡Escucha, oye! TOMILLO: ¿Que he de oír? ¿Hay algún paso de comedia, encanto, bosque o aventura en que seamos yo Sancho, tú don Quijote porque busquemos la venta, los palos y Maritornes? JUAN: Paso es, y no poco estrecho, adonde es fuerza que apoye sus osadías mi orgullo. TOMILLO: Mira, señor, no te arrojes. TIBALDO: Idles quitando las joyas. ESTELA: Tomad las joyas, traidores, y dejadnos. ¡Ay, Lisarda! JUAN: ¿No ves, Tomillo, dos soles padeciendo injusto eclipse? ¿No miras sus resplandores turbados, y que a su lumbre bárbaramente se opone? TOMILLO: Querrás decir que la tierra. No son sino salteadores que quizá si nos descubren nos cenarán esta noche --sin dejarnos confesar-- en picadillo o gigote. JUAN: Yo he de cumplir con quien soy. LISARDA: ¡Matadnos, ingratos hombres! RUFINO: No aspiramos a eso, reina. ESTELA: ¿Cómo su piedad esconde el cielo?
Póneseles don JUAN delante con la espada desnuda. TOMILLO coge en tanto los gabanes y pistolas y se entra entre los ramos, y ellos se turban
JUAN: Pues, ¿a qué aspiran? ¿A experimentar rigores de mi brazo y de mi espada? ESTELA: ¡Oh, qué irresistibles golpes! JUAN: ¡Villanos viles, cobardes! TOMILLO: Aunque pese a mis temores, les he de quitar las armas para que el riesgo se estorbe; que de ayuda servirá. TIBALDO: ¡Dispara, Rufino! RUFINO: ¿Dónde están las pistolas? TOMILLO: Pistos les será mejor que tomen. ASTOLFO: No hay que esperar. TIBALDO: ¡Huye, Astolfo! Que éste es demonio, no es hombre. RUFINO: ¡Huye, Tibaldo! Vanse, y don JUAN tras ellos TOMILLO: ¡Pardiez, que los lleva a lindo trote el tal mi amo, y les da lindamente a trochemoche cintarazo como tierra, porque por fuerza la tomen! ¡Eso sí! ¡Plégate Cristo! ¡Qué bien corrido galope! ESTELA: ¡Ay, Lisarda! LISARDA: Estela mía, ánimo, que bien disponen nuestro remedio los cielos.
Sale don FERNANDO de Ribera, GODOFRE, capitán de la guarda, y gente
FERNANDO: ¡Que no parezcan, Godofre! ¿Qué selva encantada, o qué laberinto las esconde? Mas, ¿qué es esto? ESTELA: ¡Ay, don Fernando! Rendidas a la desorden de la suerte... FERNANDO: ¿Qué fue? ¿Cómo? LISARDA: Unos bandidos enormes nos han puesto... FERNANDO: ¿Hay tal desdicha? Desátelas LISARDA: Mas un caballero noble nos libró. Sale don JUAN JUAN: Ahora verán los bárbaros que se oponen a la beldad de esos cielos, sin venerar los candores de vuestras manos, el justo castigo. FERNANDO: ¡Muera! Empuña la espada ESTELA: No borres con ingratitud, Fernando, mis tristes obligaciones. Vida y honor le debemos. FERNANDO: Dejad que a esos pies me postre, y perdonad mi ignorancia. TOMILLO: Y ¿será razón que monde nísperos Tomillo, en tanto? Estos testigos --conformes o contestes-- ¿no declaran mis alentados valores? FERNANDO: Yo te premiaré. [FERNANDO le da a TOMILLO una bolsa] JUAN: Anda, necio. Guárdeos Dios, porque se abone en vuestro valor mi celo. ESTELA: Decid vuestra patria y nombre, caballero, si no hay causa alguno que lo estorbe. Sepa yo a quién debo tanto, porque agradecida logre mi obligación en serviros, deseos por galardones. FERNANDO: Lo mismo os pido, y si acaso de Bruselas en la corte se ofrece en qué os sirva, si no porque se reconoce obligada la Condesa, sino por inclinaciones naturales de mi estrella, venid, que cuanto os importe tendréis en mi voluntad. [FERNANDO le da a TOMILLO la cadena] TOMILLO: Mas que doscientos Nestores vivas. ¡Qué buen mocetón! LISARDA: Tan justas obligaciones como os tenemos las dos, más dilatará el informe que juntos os suplicamos. JUAN: Con el efecto responde mi obediencia agradecida. FERNANDO: (¡Qué galán! ¡Qué gentilhombre!) Aparte JUAN: Nací en la ciudad famosa que la antigüedad celebra por madre de los ingenios, por origen de las letras, esplandor de los estudios, claro archivo de la ciencia, epílogo del valor y centro de la nobleza, la que en dos felices partos dio al mundo a Lucano y Séneca, éste filósofo estoico, aquél insigne poeta. Otro Séneca y Aneo Galïón, aquél enseña moralidad virtüosa en memorables tragedias y éste oraciones ilustres; sin otros muchos que deja mi justo afecto, y entre ellos el famoso Juan de Mena, en castellana poesía; como en la difícil ciencia de matemática, raro escudriñador de estrellas aquel Marqués generoso, don Enrique de Villena cuyos sucesos admiran, si bien tanto se adulteran en los vicios que hace el tiempo; Rufo y Marcial, aunque queda el último en opiniones. Mas porque de una vez sepas cuál es mi patria, nació don Luis de Góngora en ella, raro prodigio del orbe que la castellana lengua enriqueció con su ingenio frasis, dulzura, agudeza. En Córdoba nací, al fin, cuyos muros hermosea el Betis, y desatado tal vez en cristal, los besa por verle antiguo edificio de la romana soberbia en quien ostentó Marcelo de su poder la grandeza. Heredé la noble sangre de los Córdobas en ella, nombre famoso que ilustra de España alguna Excelencia. Gasté en Madrid de mis años floreciente primavera en las lisonjas que acaban cuando el escarmiento empieza. Dejéla porque es la envidia hidra que no se sujeta a muerte, pues de un principio saca infinitas cabezas. Por sucesos amorosos que no importan, me destierran, y junto poder y amor mil favores atropellan. Volví, en efecto, a la patria, adonde triste y violenta se hallaba la voluntad, hecha a mayores grandezas, y por divertir el gusto, --si hay alivio que divierta el forzoso sentimiento de una fortuna deshecha-- a Sevilla vine, donde de mis deudos la nobleza desahogo solicita en su agrado a mis tristezas. Divertíme en su hermosura, en su alcázar, en sus huertas, en su grandeza, en su río, en su lonja, en su alameda, en su iglesia mayor, que es la maravilla primera y la octava de las siete, por más insigne y más bella en su riqueza, y al fin... Sale el príncipe LUDOVICO y gente LUDOVICO: Don Fernando de Ribera, ¿decís que está aquí? ¡Oh, amigo! FERNANDO: ¿Qué hay, Príncipe? LUDOVICO: Que su alteza a mí, a Fisberto, a Lucindo y al duque Liseno, ordena por diferentes parajes que sin Lisarda y Estela no volvamos; y pues ya libres de las inclemencias del tiempo con nos están, vuelvan presto a su presencia, que al repecho de ese valle con una carroza esperan caballeros y crïados. ESTELA: Vamos, pues; haced que venga ese hidalgo con nosotros. FERNANDO: Bueno es que tú me la adviertas. ESTELA: (¡Que no acabase su historia.) Aparte FERNANDO: Con el Príncipe, Condesa, os adelantad al coche, que ya os seguimos. ESTELA: Con pena voy, por no saber, Lisarda, lo que del suceso queda. LISARDA: Después lo sabrás.
Vanse [las mujeres] con el príncipe [LUDOVICO, TOMILLO] y la gente
FERNANDO: Amigo, alguna fuerza secreta de inclinación natural, de simpatía de estrellas, me obliga a quereros bien. Venid conmigo a Bruselas. JUAN: Por vos he de ser dichoso. FERNANDO: Mientras a la quinta llegan y los seguimos a espacio, proseguid. --¡Por vida vuestra!-- ¿Qué es lo que os trae a Flandes? [¿Y por qué aquí no te quedas?] JUAN: (Dicha tuve en que viniese Aparte el Príncipe por Estela porque a su belleza el alma ha rendido las potencias y podrá ser que me importe que mi suceso no sepa.) Digo, pues, que divertido y admirado en las grandezas de Sevilla estaba, cuando un martes, en una iglesia, día de la Cruz de Mayo, que tanto en mis hombros pesa, vi una mujer, don Fernando, y en ella tanta belleza, que usurpó su gallardía los aplausos de la fiesta. No os pinto su hermosura por no eslabonar cadenas a los yerros de mi amor; pero con aborrecerla, si dijere que es un ángel, no hayas miedo que encarezca lo más de su perfección. Vila, en efecto, y améla. Supe su casa, su estado, partes, calidad, hacienda, y, satisfecho de todo, persuadí sus enterezas, solicité sus descuidos, facilité mis promesas. Favoreció mis deseos de suerte que una tercera fue testigo de mis dichas, si hay dichas en la violencia. Dila palabra de esposo. No es menester que advierta lo demás. Discreto sois. Yo muy ciego, ella muy tierna, y con ser bella en extremo y con extremo discreta, --afable para los gustos, para los disgustos cuerda-- contra mi propio disinio, cuanto los disinios yerran, obligaciones tan justas, tan bien conocidas deudas, o su estrella o su desdicha desconocen o chancelan. Cansado y arrepentido la dejé, y seguí la fuerza, si de mi fortuna no, de mis mudables estrellas. Sin despedirme ni hablarla, con resolución grosera, pasé a Lisboa, corrido de la mudable inflüencia que me obligó a despreciarla. Vi a Francia y a Ingalaterra, y al fin llegué a estos países y a su corte de Bruselas donde halla centro el alma porque otra vez considera las grandezas de Madrid. Asiento tienen las treguas de las guerras con Holanda, causa de que yo no pueda ejercitarme en las armas; mas pues ya vuestra nobleza me ampara, en tanto que a Flandes algún socorro me llega, favoreced mis intentos, --pues podéis con Sus Altezas-- porque ocupado en palacio algún tiempo me entretenga. Don Juan de Córdoba soy, andaluz; vos sois Ribera, noble y andaluz también. En esta ocasión, en ésta, es bien que el ánimo luzca, es bien que el valor se vea de los andaluces pechos, de la española nobleza. Éste es mi suceso. Agora, como de una patria mesma y como quien sois, honradme, pues ya es obligación vuestra. FERNANDO: Huélgome de conoceros, señor don Juan, y quisiera que a mi afecto se igualara el posible de mis fuerzas. A vuestro heroico valor por alguna oculta fuerza estoy inclinado tanto que he de hacer que Su Alteza, como suya, satisfaga la obligación en que Estela y todos por ella estamos, y en tanto, de mi hacienda y de mi casa os servid. Vamos juntos donde os vea la Infanta, para que os premie y desempeña las deudas de mi voluntad. JUAN: No sé --¡por Dios!-- cómo os agradezca tantos favores. FERNANDO: Venid. Sale TOMILLO TOMILLO: Señor, las mulas esperan. FERNANDO: ¿Y la carroza? TOMILLO: Ya está pienso que en la cuarta esfera por emular la de Apolo compitiendo con las selvas.
Vanse. Sale doña LEONOR, vestida de hombre, bizarra, y RIBETE, lacayo. [En otro lugar más cerca del palacio]
LEONOR: En este traje podré cobrar mi perdido honor. RIBETE: Pareces el dios de amor. ¡Qué talle, qué pierna y pie! Notable resolución fue la tuya, mujer tierna y noble. LEONOR: Cuando gobierna la fuerza de la pasión, no hay discurso cuerdo o sabio en quien ama; pero yo, mi razón, que mi amor no, consultada con mi agravio, voy siguiendo en las violencias de mi forzoso destino, porque al primer desatino se rindieron las potencias. Supe que a Flandes venía este ingrato que ha ofendido tanto amor con tanto olvido, tal fe con tal tiranía. Fingí en el más recoleto monasterio mi retiro, y sólo ocultarme aspiro de mis deudos; en efecto no tengo quién me visite si no es mi hermana, y está del caso avisada ya, para que me solicite y vaya a ver con engaño, de suerte que, aunque terrible mi locura, es imposible que se averigüe su engaño. Ya, pues, me determiné, y atrevida pasé el mar. O he de morir o acabar la empresa que comencé. O, a todos los cielos juro que, nueva amazona, intente --¡Oh, Camila más valiente!-- vengarme de aquel perjuro aleve. RIBETE: Oyéndote estoy, y --¡por Cristo!-- que he pensado que el nuevo traje te ha dado alientos. LEONOR: ¡Yo soy quien soy! Engáñaste si imaginas, Ribete, que soy mujer. Mi agravio mudó mi ser. RIBETE: Impresiones peregrinas suele hacer un agravio. Ten que la verdad se prueba de Ovidio, pues, Isis nueva, de oro guarneces el labio. Mas, volviendo a nuestro intento: ¿matarásle? LEONOR: Mataré, ¡vive Dios! RIBETE: ¿En buena fe? LEONOR: ¡Por Cristo! RIBETE: ¿Otro juramento? Lástima es. LEONOR: Flema gentil gastas. RIBETE: Señor Magallanes, a él y a cuantos donjuanes, ciento a ciento y mil a mil, salieren. LEONOR: Calla, inocente. RIBETE: Escucha, así Dios te guarde: ¿Por fuerza he de ser cobarde? ¿No habrá un lacayo valiente? LEONOR: Pues, ¿por eso te amohinas? RIBETE: Estoy mal con enfadosos que introducen los graciosos muertos de hambre y gallinas. El que ha nacido alentado, ¿no lo ha de ser si no es noble? ¿Qué? ¿No podrá serlo al doble del caballero el crïado? LEONOR: Has dicho muy bien; no en vano te he elegido por mi amigo, no por crïado. RIBETE: Contigo va Ribete el sevillano, bravo que tuvo a laceria reñir con tres algún día y pendón rojo añadía a los verdes de la feria; pero tratemos del modo de vivir. ¿Qué has de hacer ahora? LEONOR: Hemos menester, para no perderlo todo, buscar, Ribete, a mi hermano. RIBETE: ¿Y si te conoce? LEONOR: No puede ser, que me dejó de seis años, y está llano que no se puede acordar de mi rostro; y si privanza tengo con él, mi venganza mi valor ha de lograr. RIBETE: ¿Don Leonardo, en fin te llamas, Ponce de León? LEONOR: Sí llamo. RIBETE: ¡Cuántas veces, señor amo, me han de importunar las damas con el recado o billete! Ya me parece comedia donde todo lo remedia un bufón medio alcahuete. No hay fábula, no hay tramoya, adonde no venga al justo un lacayo de buen gusto, porque si no, ¡aquí fue Troya! ¿Hay mayor impropiedad en graciosidades tales que haga un lacayo iguales la almohaza y majestad? ¡Que siendo rayo temido un rey, haciendo mil gestos, le obligue un lacayo de estos a que ría divertido! LEONOR: Gente viene hacia esta parte. Desvía. Salen don FERNANDO de Ribera y el príncipe LUDOVICO FERNANDO: Esto ha pasado. LUDOVICO: Hame el suceso admirado. FERNANDO: Más pudieras admirarte que su dicha, aunque es tanta, de su bizarro valor, pues por él goza favor en la gracia de la Infanta. Su mayordomo, en efecto, don Juan de Córdoba es ya. LEONOR: ¡Ay, Ribete! LUDOVICO: Bien está, pues lo merece el sujeto. Y, al fin, ¿Estela se inclina a don Juan? FERNANDO: Así lo siento, por ser de agradecimiento satisfacción peregrina. Hablan aparte los dos LEONOR: Don Juan de Córdoba --¡Ay, Dios!-- dijo. ¡Si es aquel ingrato! Mal disimula el recato tantos pesares. FERNANDO: Por vos la hablaré. LUDOVICO: ¿Puede aspirar Estela a mayor altura? Su riqueza, su hermosura, ¿en quién la puede emplear como en mí? FERNANDO: Decís muy bien. LUDOVICO: ¿Hay en todo Flandes hombre más galán, más gentilhombre? RIBETE: (¡Maldígate el cielo, amén!) Aparte FERNANDO: Fïad esto a mi cuidado. LUDOVICO: Que me está bien, sólo os digo: haced, pues que sois mi amigo, que tenga efeto. Vase LUDOVICO FERNANDO: ¡Qué enfado! LEONOR: Ribete, llegarme quiero a preguntar por mi hermano. RIBETE: ¿Si le conocerá? LEONOR: Es llano. FERNANDO: ¿Mandáis algo, caballero? LEONOR: No, señor; saber quisiera de un capitán. FERNANDO: ¿Capitán? ¿Qué nombre? [LEONOR va sacando unas cartas] LEONOR: Éstas lo dirán. Don Fernando de Ribera, caballerizo mayor y capitán de la guarda de Su Alteza. FERNANDO: (¡Qué gallarda Aparte presencia! ¿Si es de Leonor?) Haced cuenta que le veis. Dadme el pliego. LEONOR: ¡Oh, cuánto gana hoy mi dicha! FERNANDO: ¿Es de mi hermana? Dale el pliego LEONOR: En la letra lo veréis. Ribete, turbada estoy. Lee don FERNANDO RIBETE: ¿De qué? LEONOR: De ver a mi hermano. RIBETE: ¿Ése es valor sevillano? LEONOR: Has dicho bien. Mi honor hoy me ha de dar valor gallardo para lucir su decoro, que, sin honra, es vil el oro. FERNANDO: Yo he leído, don Leonardo, esta carta, y sólo para en que os ampare mi amor cuando por mil de favor vuestra presencia bastara. Mi hermana lo pide así, y yo, a su gusto obligado, quedaré desempeñado con vos, por ella y por mí. ¿Cómo está? LEONOR: Siente tu ausencia como es justo. FERNANDO: ¿Es muy hermosa? LEONOR: Es afable y virtüosa. FERNANDO: Eso le basta. ¿Y Laurencia, la más pequeña? LEONOR: Es un cielo, una azucena, un jazmín, un ángel, un serafín mentido al humano velo. FERNANDO: Decidme, por vida mía, ¿qué os trae a Flandes? LEONOR: Intento, con justo agradecimiento, pagar vuestra cortesía, y es imposible, pues vos, liberalmente discreto, acobardáis el conceto en los labios. FERNANDO: Guárdeos Dios. LEONOR: Si es justa ley de obligación forzosa --¡Oh, Ribera famoso!-- obedeceros, escuchad mi fortuna rigurosa, piadosa ya, pues me ha traído a veros. El valor de mi sangre generosa no será menester encareceros, pues por blasón de su nobleza muestro el preciarme de ser muy deudo vuestro. [Se abrazan los dos] Serví una dama donde los primeros de toda la hermosura cifró el cielo; gozó en secreto el alma sus favores, vinculando la gloria en el desvelo. Compitióme el poder, y mis temores apenas conocieron el recelo --y no os admire-- porque la firmeza de Anarda sólo iguala a su belleza. Atrevido mostró el marqués Ricardo querer servir en público a mi dama; mas no por ello el ánimo acobardo, antes le aliento en una celosa llama. Presumiendo de rico y de gallardo perder quiso el decoro de su fama, inútil presunción, respetos justos, ocasionando celos y disgustos. Entre otras, una noche que a la puerta de Anarda le hallé, sintiendo en vano en flor marchita su esperanza, muerta al primero verdor de su verano, hallando en su asistencia ocasión cierta, rayos hizo vibrar mi espada y mano tanto que pude sólo retiralle a él y a otros dos valientes de la calle. Disimuló este agravio, mas un día asistiendo los dos a la pelota, sobre jugar la suerte suya o mía, se enfada, se enfurece y alborota; un "¡miente todo el mundo!" al aire envía, con que vi mi cordura tan remota que una mano lugar buscó en su cara y otra de mi furor rayos dispara. Desbaratóse el fuego, y los parciales, coléricos, trabaron civil guerra, en tanto que mis golpes desiguales hacen que bese mi rival la tierra. Uno, de meter paces da señales; otro, animoso y despechado, cierra; y al fin, entre vengados y ofendidos, salieron uno muerto y tres heridos. Ricardo, tantas veces despreciado de mi dama, de mí, de su fortuna, si no celoso ya, desesperado, no perdona ocasión ni traza alguna; a la venganza aspira, y agraviado, sus amigos y deudos importuna, haciendo de su ofensa vil alarde, acción, si no de noble, de cobarde. Mas yo, por no cansarte, dando medio de su forzoso enojo a la violencia, quise elegir por último remedio hacer de la querida patria ausencia. En efecto, poniendo tierra en medio. Objeto no seré de su impaciencia, pues pudiera vengarse como sabio, que no cabe traición donde hay agravio. Previno nuestro tío mi jornada, y antes de irme a embarcar, esta sortija me dió por prenda rica y estimada, de Victoria, su hermosa y noble hija. Del reino de Anfítrite la salada región cerúlea vi, sin la prolija pensión de una tormenta, y con bonanza tomó a tus plantas puerto mi esperanza. FERNANDO: De gustoso y satisfecho, suspenso me habéis dejado. No os dé la patria cuidado, puesto que halláis en mi pecho de pariente voluntad, fineza de amigo, amor de hermano, pues a Leonor no amara con más verdad. Esa sortija le di a la hermosa Victoria mi prima, que sea en gloria, cuando de España partí; y aunque sirve de testigo que os abona y acredita, la verdad no necesita de prueba alguna conmigo. Bien haya, amén, la ocasión del disgusto sucedido, pues ésta la causa ha sido de veros. LEONOR: No sin razón vuestro valor tiene fama en el mundo. FERNANDO: Don Leonardo, mi hermano sois. LEONOR: (¡Qué gallardo! Aparte Mas de tal ribera es rama.) FERNANDO: En el cuarto de don Juan de Córdoba estaréis bien. LEONOR: ¿Quién es ese hidalgo? FERNANDO: ¿Quién? Un caballero galán, cordobés. LEONOR: No será justo ni cortés urbanidad que por mi comodidad compre ese hidalgo un disgusto. FERNANDO: Don Juan tiene cuarto aparte y le honra Su Alteza mucho por su gran valor. LEONOR: (¿Qué escucho?) Aparte Y, ¿es persona de buen arte? FERNANDO: Es la primer maravilla su talle, y de afable trato, aunque fácil, pues ingrato, a una dama de Sevilla a quien gozó con cautela, hoy la aborrece, y adora a la condesa de Sora; que aunque es muy hermosa Estela, no hay, en mi opinión, disculpa para una injusta mudanza. LEONOR: (¡Animo, altiva esperanza!) Aparte Los hombres no tienen culpa tal vez. FERNANDO: Antes, de Leonor repite mil perfecciones. LEONOR: Y, ¿la aborrece? FERNANDO: Opiniones son del ciego lince, amor. Por la Condesa el sentido está perdiendo. LEONOR: (¡Ay, crüel!) Aparte Y ella ¿corresponde fiel? FERNANDO: Con semblante agradecido se muestra afable y cortés. Forzosa satisfacción de la generosa acción de la facción que después sabréis. ¡Fineo!... FINEO: Señor... [Sale FINEO] FERNANDO: Aderezad aposento a don Leonardo al momento. LEONOR: (¡Muerta estoy!) Aparte RIBETE: Calla, Leonor. FERNANDO: En el cuarto de don Juan. FINEO: Voy al punto. FERNANDO: Entrad, Leonardo. LEONOR: Ya os sigo. FERNANDO: En el cuarto aguardo de Su Alteza. Vanse [FERNANDO y FINEO por lados opuestos] RIBETE: (Malos van Aparte los títeres. ¿A quién digo? ¡Hola, hao! De allende el mar volvámonos a embarcar pues ya lo está aquel amigo. Centellas, furias, enojos, viboreznos, basiliscos, iras, promontorios, discos está echando por los ojos. Si en los primeros ensayos hay arrobos, hay desvelos, hay furores, rabias, celos, relámpagos, truenos, rayos, ¿qué será después? Agora está pensando, a mi ver, los estragos que ha de hacer sobre el reto de Zamora.) ¡Ah, señora! ¿Con quién hablo? LEONOR: ¡Déjame, villano infame! Dale RIBETE: Belcebú, que más te llame, demándetelo el dïablo. ¿Miraste el retrato en mí de don Juan? ¡Tal antubión...! ¡Qué bien das un pescozón! LEONOR: ¡Déjame, vete de aquí! Vase [RIBETE] ¿Adónde, cielos, adónde vuestros rigores se encubren? ¿Para cuándo es el castigo? La justicia, ¿dónde huye? ¿Dónde está? ¿Cómo es posible que esta maldad disimule? ¡La piedad en un aleve injusta pasión arguye! ¿Dónde están, Jove, los rayos? ¿Ya vive ocioso e inútil tu brazo ¿Cómo traiciones bárbaras y enormes sufre? ¿No te ministra Vulcano, de su fragua y de su yunque, armas de fuego de quien sólo el laurel se asegure? Némesis, ¿dónde se oculta? ¿A qué dios le substituye su poder para que grato mi venganza no ejecute? Las desdichas, los agravios, hace la suerte comunes. ¡No importa el mérito, no! ¿Tienen precio las virtudes? ¿Tan mal se premia el amor, que a número no reduce un hombre tantas finezas cuando de noble presume? ¿Qué es esto, desdichas? ¿Cómo tanta verdad se desluce, tanto afecto se malogra, tal calidad se destruye, tal sangre se deshonora, tal recato se reduce a opiniones? Tal honor, ¿cómo se apura y consume? ¿Yo aborrecida y sin honra? ¡Tal maldad los cielos sufren! ¿Mi nobleza despreciada? ¿Mi clara opinión sin lustre? ¿Sin premio mi voluntad? Mi fe, que las altas nubes pasó y llegó a las estrellas, ¿es posible que la injurie don Juan? ¡Venganza, venganza, cielos! El mundo murmure, que ha de ver en mi valor, a pesar de las comunes opiniones, la más nueva historia, la más ilustre resolución que vio el orbe. Y ¡Juro por los azules velos del cielo, y por cuantas en ellos se miran luces, que he de morir o vencer, sin que me den pesadumbre iras, olvidos, desprecios, desdenes, ingratitudes, aborrecimientos, odios! Mi honor, en la altiva cumbre de los cielos he de ver, o hacer que se disculpen en mis locuras mis yerros, o que ellas mismas apuren con excesos cuanto pueden con errores cuanto lucen valor, agravio y mujer, si en un sujeto se incluyen.

FIN DE LA PRIMERA JORNADA

Valor, agravio y mujer, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002