LA TERCERA DE SÍ MISMA

Antonio Mira de Amescua

Texto basado en el manuscrito, no autógrafo, con fecha del 7 de agosto, 1626 (Biblioteca Nacional, Madrid, #17.149). Fue preparado por Vern G. Williamsen para un curso dictado en el año 1984.


Personas que hablan en ella:

JORNADA PRIMERA


               Salen LUCRECIA de hombre y FABIO, criado 
 
FABIO:         En tu mismo arbitrio dejo
            mi razón, que eres discreta.
LUCRECIA:   Grande amor no se sujeta
            a la razón, ni al consejo.
               Los tuyos, Fabio son vanos,      
            que tienen valor pequeño
            cuando el amor se hace dueño
            de los afectos humanos.
FABIO:         En hábito de hombre, sola,
            y amante, tres cosas son      
            que más parecen ficción
            hecha en comedia española.
LUCRECIA:      Injustamente condenas
            mi osadía y mi despecho.
            De mujeres que esto han hecho      
            están las historias llenas.
FABIO:         Duquesa de Amalfi eres.
LUCRECIA:   Duquesa de Amalfi soy,
            pero yo sola no doy
            este ejemplo a las mujeres;   
               reinas hicieron lo mismo.
FABIO:      Con esa resolución,
            a tu obstinada opinión
            no habrá fuerte silogismo;
               mas ya que a Mantua has llegado,     
            ¿qué determinas hacer?
LUCRECIA:   Sufrir y amar, hasta ver
            tan inmenso amor premiado.
FABIO:         ¿Dónde nació tanta fe? 
            ¿Dónde nació ese deseo?  
LUCRECIA:   Nápoles hizo un torneo
            muy grandioso.
FABIO:                   Ya lo sé.
LUCRECIA:      Fue el duque de Mantua a ver
            esta fiesta singular.
            Mal dije, pues fue a matar    
            una mísera mujer.    
               Vile allí.  ¡Nunca lo viera!
            Y arrebatóme de modo
            la libertad, que del todo
            quiso amor que me perdiera.   
FABIO:         Hablástele?
LUCRECIA:                No.
FABIO:                        Ese amor
            flaco accidente sería.
LUCRECIA:   ¿No ves que en la fantasía
            cobra fuerzas y valor?
FABIO:         Mucho temo que ha de ser   
            tanto amor, amor perdido.
LUCRECIA:   ¿Qué imposibles no ha vencido
            la industria de una mujer?
 
                             Sale RICARDO 
 
RICARDO:       Buen lance habemos echado.
            Buen camino habemos hecho.    
LUCRECIA:   ¿Qué hay Ricardo?
RICARDO:                     Sin provecho
            te fatigas.  Ya es casado
               el duque.
LUCRECIA:                ¿De quién lo sabes?
RICARDO:    No corre por la ciudad
            otra voz.
LUCRECIA:           Si eso es verdad,     
            llegarán mis penas graves
               a crecer más que mi amor.
            ¿Y supiste quién ha sido  
            la que tal dicha ha tenido?
RICARDO:    La condesa de la Flor.   
LUCRECIA:      ¿La condesa Porcia?
RICARDO:                         Sí.
LUCRECIA:   ¿No es pobre?
RICARDO:                 Y con hermosura.
LUCRECIA:   Di, Ricardo, con ventura,
            que es la que me falta a mí.
            En hora infelice vi           
            aquellas trágicas fiestas,
            que desdichas como éstas
            no serán desdichas breves.
            ¡Ay, duque, lo que me debes!
            ¡Ay, duque, lo que me cuestas!     
               La que aventura el honor
            como yo, mísera, hice,
            cierto está que es infelice,
            cierto está que tiene amor.
            Difícil parece el error     
            de venir de aquesta suerte.
            Si llegara a Mantua a verte
            sin esta alegre mudanza,
            que un amor sin esperanza
            ya no es amor sino muerte.    
               ¡Ay, qué rigurosa estrella! 
            Dime, Ricardo, ¿has sabido
            si la condesa ha venido?
RICARDO:    Pienso que han ido por ella.
LUCRECIA:   ¡Cuántas honras atropella   
            un mal nacido deseo!
            ¡Perdida, ay de mí, me veo!
            ¡Mi desdicha es inmortal,
            que remedio a tanto mal
            ni lo tengo ni lo espero!     
               ¡Cuánto mejor me estuviera
            a ver mi mal declarado
            en Nápoles, y excusado
            el venir de esta manera!
            ¡Y mi silencio no fuera       
            mi desdicha y mi pesar!
            No tengo bien que esperar
            si en efeto vengo a ser
            yo la primera mujer
            que se perdió por callar.  
               Ame, pues, desesperada,
            la que nunca amó atrevida,
            ame y pene, aborrecida
            la que se precia de honrada.
            Callé mi mal confïada,     
            hablar quise y llegué tarde.
            El alma entre celos arde
            que nunca dieron favor
            la Fortuna y el Amor
            al que ha nacido cobarde.    
RICARDO:       A la ribera del río
            el duque ha salido agora.
            Sufre y sosiega, señora.
LUCRECIA:   ¿Por qué amando desconfío?
            Si no llega el amor mío    
            a otro humano pensamiento,
            porque máquinas intento
            que ninguna las iguale.
RICARDO:    Ya de la carroza sale.
LUCRECIA:   Dame, Amor, atrevimiento.    
               ¿Tendréis los dos osadía
            para ayudarme a una acción
            que, por dicha, a mi pasión
            será remedio algún día?
FABIO:      En nuestros ánimos fía.  
LUCRECIA:   Mete mano sin recelos,
            que los astros de los cielos,
            aunque adversos, han de ver
            lo que puede una mujer
            con ingenio, amor y celos.   
 
          Vanse.  Salen el DUQUE de Mantua y OCTAVIO, criado 
 
OCTAVIO:       No atribuye tu alteza a atrevimiento,
            sino a fuerza de amor y maravilla
            lo que quiero decir.
DUQUE:                        Ya, Octavio, sabes
            que conozco tu amor y lo agradezco.
OCTAVIO:    Señor, en Mantua dicen que te casas  
            con la condesa de la Flor, y muchos
            afirman que Fisberto y que Camilo
            partieron a traerla.  Y que se diga
            esto por la ciudad, y los criados
            no lo sepamos, confusión nos causa,  
            debiendo ser nosotros los primeros
            sabidores de acciones semejantes.
DUQUE:      Convínome el secreto.  No te espantes.
            Mas, ¿cuándo al vulgo, vario y novelero,
            secreto se encubrió?  Siempre adivina     
            las razones de estado más ocultas.
            Octavio, verdad es.  Con la condesa
            de la Flor me desposo yo, y la espero.
            Señora es de un estado pobre y corto,
            pero estando tan rica de virtudes,     
            de sangre ilustre y de belleza rara,
            a la reina más alta se compara.
OCTAVIO:    Pues, ¿cuándo vuestra alteza la vio?
DUQUE:                                      Nunca.
            La fama y relación de su hermosura
            me obligó a su elección aficionado.     
OCTAVIO:    Satisfecho me dejas y obligado.
 
                        Dentro LUCRECIA 
 
LUCRECIA:   Traidores, ¿dos a mí, sin tener culpa?
            ¿En Mantua no hay justicia?
DUQUE:                              ¿Quién da voces?
 
                             Sale LUCRECIA 
 
LUCRECIA:   Señora, amparad a un forastero
            a quien siguen la muerte y la desdicha.     
DUQUE:      Prended luego a esos dos.  ¡Seguidlos!
            ¡Mueran!
LUCRECIA:            Señor, aquí a tus pies halle acogida
            esta infeliz y mal segura vida.
            ¡Oh, mal haya el tener tan pocas barbas!
            Que aunque el valor del pecho grande sea    
            no respetan al hombre.
DUQUE:                        ¿Por qué causa
            se ofenden estos dos?
LUCRECIA:                     Son cuentos largos
            y el recelo me tiene todavía
            sin aliento.
DUQUE:                No temas, pues el duque
            te tiene en protección.
LUCRECIA:                       Déme, tu alteza,      
            los pies, que no le había conocido,
            como a extranjero, al fin, y perseguido.
DUQUE:      Gustaré de saber quién eres, dime
            la historia de tus trágicos sucesos.
LUCRECIA:   Si la vida me das, y yo he venido      
            a ampararme de ti, negar no intento
            lo que mandas, señor.  Estáme atento:
 
               Mi patria, famoso duque,
            en Nápoles la gentil,
            y en ella de nobles padres   
            si bien no ricos nací.
            Como la pobreza y honra
            peleaban contra mí,
            a la duquesa de Amalfi
            me fue forzoso servir.  
            Asenté por paje suyo
            y fuera estado feliz
            si no creciera en mi pecho
            el amor que conseguí.
            Tiene su casa grandeza  
            aunque no es muy rica, al fin.
            Desciende por línea recta
            del príncipe don Dionís.
            (La alabanza en boca propia,          Aparte
            dicen, que es cosa muy vil;  
            perdóneme la modestia
            que mi paz pretendo así.)
DUQUE:      Prosigue.
LUCRECIA:           Vestida de oro
            y de un celeste tabí
            por parecer más al sol,    
            y en su cielo de zafir
            al campo salí una vez
            y de su rostro el abril
            las colores aprendía
            para copiar el jazmín;     
            Y aunque rapaz sin discurso
            atentamente la vi
            enamorando las aguas
            y al céfiro más sutil.
            Quedéme sin libertad,      
            que no hacerte a discurrir
            quien soy yo y quien es ella
            con la ignorancia pueril,
            luché con mis pensamientos
            que tenían entre sí           
            una doméstica guerra,
            una batalla feliz.
            Llevado, pues, de mi afecto,
            oculto como infeliz,
            Argos fui de sus acciones,   
            lince de su pecho fui.
            Curioso y enamorado
            la escuché en su camarín,
            mezclando en perlas lloradas
            blandas razones así:  
            "Ay, duque de Mantua mío,
            si mío puedo decir
            a quien mal, y apenas, tiene
            noticia ninguna de mí,
            nunca tornear te viera,      
            vestido de carmesí,
            más gallardo que Medoro,
            más fuerte que un Paladín.
            Rayos de púrpura y nieve
            me dabas en un festín      
            con los reflejos que hacían
            los diamantes y rubís.
            Si me viste, no lo sé,
            sólo sé que he de vivir
            llorando la libertad    
            que con tu ausencia perdí."
            Estas palabras me abrieron
            el sentido y discurrí
            sobre el amor libre y loco
            que era forzoso sufrir.      
            Advertí que un ancho río,
            que consiente un bergantín
            en su espalda, fue al principio
            un arroyo sutil,
            y el ciprés, que con su punta    
            al cielo intenta subir
            al principio fue una vara
            con delicada raíz,
            consideré que el amor
            se debía resistir          
            cuando es vara y es arroyo
            en márgenes de alhelís.
            Pedí licencia, ausentéme
            y atravesando el país
            de España, que es del mundo     
            el admirable jardín,
            después de varios sucesos,
            que al caso no hacen aquí,
            llegué a Flor, ¿nunca tuvieran
            mis principios este fin!     
            Aquí empiezan mis desdichas,
            y pues que vos las oís,
            señor, con lástima y gusto
            todas las pienso decir.
            Es la Flor villa pequeña,  
            que entre la francesa Lis
            y las llaves de la iglesia
            sobre la dura cerviz
            de una montaña se asienta.
            Su dueño es una gentil     
            y hermosa dama, a tener
            fortaleza varonil.
            Llámase Porcia, y su casa
            fue mi amparo, y me acogí,
            peregrino a sus umbrales,    
            ya destinado a servir.
            Y aunque a veces el amor
            es un templado neblí
            que con vuelo infatigable
            se sube al cielo a rendir    
            la garza más remontada,
            a veces en baharí
            que se abate a presas bajas
            de una humilde codorniz.
            Esto digo, porque Porcia     
            puso los ojos en mí,
            haciendo al rostro del alma
            un transparente viril.
            En los ojos y la boca,
            en el mirar y el reír,     
            con néctar de amor brindaba.
            ¡Néctar no, veneno sí!
            Tales fueron sus afectos,
            aunque es la edad juvenil
            ignorante y divertida,  
            su oculto amor conocí.
            No confrontaba la sangre
            o porque vario cenit
            nuestras estrellas tenían
            su amor mismo aborrecí.    
            Pienso que fue la ocasión
            que la vi sin la varniz
            que las mujeres se ponen
            mezclando nieve y carmín.
            ¡Qué cosa para Lucrecia!   
            La duquesa a quien serví
            nunca en su rostro se ha puesto
            artificioso matiz.
            Esto no importa, prosigo:
            descubrióme Porcia a mí  
            su lascivo amor, y yo
            fui ignorante al resistir.
            Enlacéme como hiedra
            en sus muros de zafir
            y en dos hojas de clavel     
            toda el alma la bebí.
DUQUE:      ¡Calla, sirena crüel!
            Porque no te quiero oír
            voz y palabras que son
            muerte y rabia para mí.    
            (¡Válgame Dios! ¿Qué escucho? Aparte
            ¿Qué letargo y frenesí
            me arrebatan y suspenden
            alma y memoria infeliz?
            ¿La condesa Porcia es fácil?   
            ¿Porcia es mujer rüín?
            Ya no come Porcia brasas;
            ya no es Porcia.  Bruto fui.
            Huyendo dama de un rey
            vengo ignorante a elegir    
            amiga de un paje, ¡cielos!
            ¿Cómo mi mal no sentís?
            ¡Venga la muerte, venga contra mí,
            que no es para desdichados el vivir!)
            Ven acá, prosigue, acaba.  
            Llega de su historia al fin.
LUCRECIA:   (Ya le está mordiendo el áspid       Aparte
            que entre las flores le di.)
            Pienso que te doy disgusto
            y recelo proseguir.          
DUQUE:      Cuenta, acaba, loco estoy.
            Un rayo fatal sentí.
LUCRECIA:   Después de haber sido el olmo  
            de tan verde y fresca vid,
            me sucedió lo ordinario.   
DUQUE:      ¿Y fue?
LUCRECIA:           Que la aborrecí.
            Una pared vieja y fea
            cubre un hermoso tapiz
            y el áspid se disimula
            entre ameno toronjil.   
            La mujer que más parece
            mayo alegre y fresco abril
            es un enero, un demonio 
            con lejos de serafín.
            A la noche sigue el alba     
            de clavel y de jazmín
            y de este modo al pecar
            se sigue el arrepentir.
            Mas la mujer despreciada
            o con traza o con ardid      
            va a su venganza y ligera
            más que el águila y delfín.
            Ausentéme en fin y Porcia
            como envidioso Caín,
            contra mi inocencia envía  
            estos hombres contra mí.
DUQUE:      Calla, otra vez enmudece
            que es tu lengua serpentín
            que da fuego a los sentidos
            que escuchándote perdí.  
            (Incauta serpiente he sido            Aparte
            pues no tapé, por no oír
            tus encantos, mis orejas.
            ¿Si es aquesto verdad?  Sí.
            ¿Si miente aqueste rapaz?    
            Mas no, ¿por qué ha de mentir?
            Bien se ve su sencillez
            en hablar y discurrir.
            Amaba a Porcia, sin verla,
            porque la Fama es clarín   
            que sus virtudes pregona
            y por mujer la escogí.
            Engañéme, erré, no supe
            hacer elección.  Mentís,
            Fama vulgar, Fama necia,     
            no sabéis lo que os decís.
            La manzana más hermosa,
            con la cual [   ] el carmín
            cubre un corazón podrido.
            Un hipócrita es así;     
            mas ya en mi nombre Fisberto
            trae, sin duda, a Porcia.  Abrir
            quisiera el pecho en que cupo
            tan incauto frenesí.
            ¡Venga la muerte, venga contra mí!   
            ¡Qué no es para desdichados el vivir!)
 
                             Sale OCTAVIO 
 
OCTAVIO:    Como unos corzos huyendo
            se entraron en San Martín 
            y les dejamos de posta
            un cuidadoso alguacil.  
DUQUE:      ¡Octavio!
OCTAVIO:            Señor.
DUQUE                       Escucha:
            Pártete luego a decir
            a Fisberto que procure
            no traer a Porcia aquí.
            Dirásle que ya aborrezco   
            lo que a un tiempo apetecí.
            Dirás que no me conviene...
            mas ven, que quiero escribir.
            ¿Cómo te llamas?
LUCRECIA:                   ¿Yo?  César.
            Y te quisiera servir.   
DUQUE:      La luz de mi desengaño
            tendré delante de mí.
            Sírveme, pues.
 
                             Vase el DUQUE 
 
LUCRECIA:                (Vea el mundo            Aparte
            lo que saben conseguir
            amor, ingenio y mujer.  
            César soy pues que vencí.)
 
    Vanse.  Salen FISBERTO, CAMILO, PORCIA, MARCELA y FLORO criado 
 
 
FISBERTO:      Arrimad esa carroza
            a ese arroyo mientras vuelva
            la fresca tarde a esta selva
            que de eterno mayo goza.     
            La hierba aquí se remoza
            con la nueva primavera,
            y a la sombra lisonjera
            podrás, Porcia, descansar
            hasta que pare en el mar     
            el sol su ardiente carrera.
               Suspéndase su viaje
            mientras declina la siesta,
            ya la apacible floresta
            nos hace grato hospedaje.    
            Cantarte puede este paje
            si no quieres reposar
            a la voz del murmurar
            de ese arroyuelo, que en verte,
            alegre corre a su muerte     
            que es el piélago del mar.
               La mudanza del estado
            y el conocer gente nueva,
            sin duda, Porcia, te lleva
            con tristeza y con cuidado.  
            Alégrate en este prado
            en cuyas rústicas flores
            copió el cielo los colores
            que en tu rostro están sin precio.
 
                               A MARCELA 
 
PORCIA:     Poco le falta a este necio   
            para que me diga amores.
               No es burla, Marcela mía.
            Cánsame este hombre de suerte
            que en su presencia o la muerte
            no sé cual escogería.   
            Natural antipatía
            y adversión de estrella es.
FISBERTO:   Hierba y flores a tus pies
            son sitial y verde alfombra,
            y las plantas te dan sombra  
            porque hermosura les des.
PORCIA:        Fisberto, la soledad
            sueño infunde y da sosiego.
CAMILO:     Pues, retirémonos luego;
            duerma en esta amenidad,     
            Porcia, un rato.
 
                         Vanse CAMILO y FLORO 
 
FISBERTO:                   (¡Qué deidad!       Aparte
            ¿Qué fuerza y ley poderosa
            tiene una mujer hermosa
            contra el hombre que entorpece,
            acobarda y enmudece          
            la lengua más animosa?
               Para mujer de mi dueño
            llevo a Porcia, y el amor
            flechas saca de rigor
            de su semblante risueño.   
            Ya mi valor es pequeño
            para resistir mi mal.
            ¿Qué he de hacer; que soy leal?
            ¿Qué he de hacer; que amando muero?
            Uno huyo y otro quiero,      
            y así es mi pena inmortal.
               Ardo y lloro sin sosiego
            y mi grave mal es tanto
            que ni el fuego enjuga el llanto
            ni el llanto consume el fuego.    
            Lloro mi mal, pero luego
            ardo a los rayos que adoro,
            y como la causa ignoro,
            vuelvo al llanto, y porque veo
            que es inmortal mi deseo     
            ardo siempre y siempre lloro.
               Ya no tienes fuego, Amor,
            en tus ardientes extremos,
            que entre los dos lo tenemos
            tú la luz y yo el ardor.   
            Da, señora, el resplandor
            a mi fuego por si acaso
            quieres ver el mal que paso;
            o tome la luz süave
            la parte que a mí me cabe  
            y arde tú, pues yo me abraso.
               Si no sé nombre que dar
            a contrarios tan unidos,
            a mí el alma y los sentidos
            sepan sufrir y callar.  
            No quiero filosofar
            sobre mi dulce pasión.
            Llore y arda el corazón,
            ose y tema sin sosiego;
            que en los afectos de un ciego    
            está oscura la razón.)
 
                             Vase FISBERTO 
 
MARCELA:       ¿Cómo, yendo a tanto bien
            vas triste?
PORCIA:               Dame cuidado
            el pensar que me he casado
            sin haber visto con quién.      
            Cuando nuestros ojos ven,
            se quieta el alma, y así
            temo; que el duque no vi,
            ni él me ha visto, y ser pudiera
            que de su gusto no fuera,    
            o él no me agradara a mí.
MARCELA:       Mucho le alaba la fama,
            y al fin es un potentado.
PORCIA:     ¿Y qué importa un rico estado
            si no hay gusto ni se ama?   
            Cautiverio de oro llama
            uno al rico casamiento
            cuando en él falta el contento;
            y la fama puede ser
            que mintiese, y hasta ver    
            llevo el corazón violento;
               que si, por desdicha mía,
            el duque me pareciera
            como Fisberto, muriera
            de eterna melancolía.      
 
                        Salen FISBERTO y FLORO 
 
FISBERTO:   ¿Estás advertido?
FLORO:                      Fía
            en el ingenio de Floro.
 
                              Vase FLORO 
 
FISBERTO:   (Dame tu copete de oro,               Aparte
            hermosísima Ocasión,
            que busco mi perdición     
            y mi propio mal adoro.
               No consiente resistencia
            el ardiente amor que paso
            pues si resisto, me abraso
            con más furia y más violencia.     
            No hay discurso ni prudencia
            o resuelta voluntad.
            Sea gusto o sea maldad,
            ya yo estoy determinado
            porque en haberlo pensado    
            tengo hecho la mitad.)
               Porcia, de cuya hermosura
            toman resplandor los días,
            las ardientes penas mías
            han parado ya en locura.     
            En vano el alma procura
            amando disimular.
            Ya te vi, fuerza es amar;
            y es mi amor tan eminente
            que a tu beldad solamente    
            se pudiera comparar.
               No me culpes, Porcia, a mí.
            Culpa a tu gran perfección,
            porque en tan cuerda ocasión
            fuera el no amar frenesí.  
PORCIA:     Fisberto, ¿vienes en ti
            ¿Así tu dueño se estima?
FISBERTO:   En ti estoy y se lastima
            mi afligido corazón
            porque con el afición      
            tu voz a mi pecho anima.
 
      Dice FLORO desde adentro y al primer verso, luego salga con una
                                 guitarra 
 
FLORO:         Al duque me he de quejar
            o romperos la cabeza.
            No permita vuestra alteza,
            pues venimos a cantar,  
            que nos quieran agraviar.
FISBERTO:   Insolente, vil, grosero,
            ¿no os he dicho que no quiero
            que sepa Porcia quién soy
            mientras sirviéndola voy   
            disfrazado de escudero?
               ¿No he dicho que Fisberto
            me llamen todos?  ¿Es justo,
            que yendo contra mi gusto,
            me hayáis así descubierto?    
            ¡Pues, vive Dios!
 
       Vale a dar FISBERTO a FLORO con la daga y FLORO se arrodilla
                       delante de él 
 
FLORO:                      ¡Yo soy muerto!
            Duque de Mantua, señor,
            perdóname aqueste error.
FISBERTO:   Por estar en la presencia
            de mi esposa, en la paciencia     
            envainaré mi rigor.
 
                              A FISBERTO 
 
FLORO:         (Goza bien de la ocasión;        Aparte
            que yo seré centinela.)
                
              Vase FLORO.  Habla PORCIA aparte a MARCELA 
 
PORCIA:     Ya mis desdichas, Marcela,
            eternas desdichas son.  
            Profeta fue el corazón.
            Bien a voces lo decía
            mi muda melancolía.
            Perdida soy, ¿qué he de hacer?
FISBERTO:   Ya, Porcia, me he de atrever      
            a daros hombre de mía.
               Perdonad si vuestro amante
            ser quise en este camino,
            que de un amor peregrino
            nació un error semejante.      
            Pero ya de aquí adelante
            pretendo vuestro favor
            con más piadoso rigor.
            Sueño soy de esa belleza.
PORCIA:     (¿Para qué quiero grandeza       Aparte
            si he de vivir con dolor?)
FISBERTO:      Pues, ¿de mis brazos huís?
            ¿Qué, señora, os acobarda?
 
                            Canta FLORO dentro 
 
FLORO:      Todos dicen, "Guarda, guarda,"
            los que asaltan a París;   
            huye, huye, flor de lis,
            porque viene Bradamante.
FISBERTO:   (El aviso es importante,              Aparte
            alerta en el retirar.)
 
                              Sale CAMILO 
 
CAMILO:     Si quisieras merendar,  
            en esa amena floresta
            te espera la mesa puesta.
FISBERTO:   Porcia mandará avisar.
CAMILO:        En hora buena.
 
                              Vase CAMILO 
 
FISBERTO:                    (¡Ay, Amor,          Aparte
            cómo me vas despeñando!)     
PORCIA:     (Segad, mis ojos llorando,            Aparte
            que eterno es vuestro dolor.)
MARCELA:    Un gran duque, un gran señor,
            ¿a agradar no es poderoso?
PORCIA:     El gusto no es ambicioso.    
FISBERTO:   (Ya lo intenté, prosigamos.              Aparte
            Ayuden selvas y ramos
            a un amor tan prodigioso.)
               Triste estáis, condesa mía.
            No sé la ocasión que sea.     
            ¿No correspondo a la ida
            que de mí formado había
            acaso la fantasía?
            O, como nadie merece
            este rostro que oscurece     
            al sol alegre y risueño,
            ¿de verse que tiene dueño
            con soberbia se entristece?
               Si esto es así, mi señora,
            el gozar de esta hermosura,  
            atribúyase a ventura
            de este pecho que te adora
            y no a méritos.  Y agora
            dadme los brazos.
PORCIA:                      Después.
FISBERTO:   ¿Cuándo, Porcia?
PORCIA:                  Cuando estés  
            en tu palacio, señor.
FISBERTO:   ¿Treguas no admite mi amor?
PORCIA:     No es amor el descortés.
FISBERTO:      ¿No eres mi propia elección?
PORCIA:     Aún no estamos desposados.      
FISBERTO:   ¿Cuándo amorosos cuidados
            llevan bien la dilación?
PORCIA:     Los que amores castos son
            obedecen a quien aman.
FISBERTO:   Y si en deseos se inflaman,  
            quien no los templa es crüel.
PORCIA:     No es amor honesto aquél
            que a gusto los hombres llaman.
 
                          Canta FLORO 
 
FLORO:         Otra vez vuelve la gente
            a impedir de Francia el paso.     
FISBERTO:   (Gente viene, y yo me abraso.         Aparte
            La Ocasión huyó la frente.)
FLORO:      Huye, huye diligente
            porque vienen contra ti.
FISBERTO:   (¡Qué templar no puedo así       Aparte
            amor tan desatinado!)
 
                              Sale CAMILO 
 
CAMILO:     Ya que el sol ha declinado
            partir podemos de aquí.
FISBERTO:      (Fuerza es que agora se entienda   Aparte
            mi amorosa alevosía.  
            Pero, no, la industria mía
            será la que me defienda.)
            Aunque pardas sombras tienda,
            Camilo, la fresca tarde,
            fuerza será que se aguarde,     
            aunque duerme en este prado,
            porque un frenesí le ha dado.
            (¿Cuándo el ingenio es cobarde?)    Aparte
               La tristeza que traía
            en locura se convierte,      
            porque siempre cuando es fuerte
            alguna melancolía,
            tiene ese fin si porfía.
CAMILO:     Pues, ¿en qué locura ha dado?
FISBERTO:   Duque y señor me ha llamado     
            porque da en decir que soy
            duque de Mantua, y que estoy
            perdido de enamorado.
               Una vez me favorece,
            otra con desdén me trata.  
            Se suspende y arrebata;
            ya se alegra y se entristece.
            Señal es de que enloquece.
PORCIA:     ¿Qué me aconsejas, amiga?
MARCELA:    ¿Quieres que verdad te diga?      
            Melindre me ha parecido,
            o liviandad, que un marido
            con el buen término obliga.
               ¿Cuándo fue necio un señor?
            ¿Qué mujer habrá que halle    
            hombre rico de mal talle?
            Después le tendrás amor
            con el trato.
PORCIA:                  De este error
            enmienda no habrá después.
            El mejor remedio es          
            dilatar mi casamiento,
            o impedirlo, que el contento
            no estriba en el interés. 
               Duque de Mantua, por quien
            daré, como agradecida,...  
 
                      Híncase de rodillas 
 
FISBERTO:   ¿No lo dije yo?
PORCIA:                  ...la vida,
            hacienda y honra también,
            sola una merced, un bien,
            pretendo de ti, señor.
            Aunque agradezco tu amor,    
            por agora es importante
            el no pasar adelante.
CAMILO:     (¡Qué lástima!)       Aparte
FISBERTO:                   ¡Qué dolor!
PORCIA:        Suspéndase algunos días
            la elección que has hecho en mí,   
            pues voy sin salud.
CAMILO:                       ¡Qué así
            con leves melancolías
            deliren las fantasías
            de los humanos!
FISBERTO:                ¿Qué haremos?
CAMILO:     Ir por sus mismos extremos;  
            seguirla su loco humor.
FISBERTO:   ¡Qué lástima!
CAMILO:                  ¡Qué dolor!
FISBERTO:   ¡Gentil duquesa tenemos!
CAMILO:        Como duque la responde.
FISBERTO:   Discretamente dijiste.  
            No estéis, mi señora, triste.
            Alzad, que no corresponde
            a quien sois, estar adonde
            mis ojos enamorados
            habían de estar postrados.      
            Lo que quisiéredes sea,
            aunque sin remedio vea
            mis amorosos cuidados.
CAMILO:        ¡Lindo socarrón!
FLORO:                        ¡Famoso!
PORCIA:     De nuevo estoy a tu alteza   
            obligada.
FISBERTO:           (¡Qué belleza!            Aparte
            ¡Qué serafín tan hermoso!
            Amor, franco y generoso,
            da fortuna a mi osadía.)
            Ésta fue melancolía           
            o fue desvanecimiento
            de tan alto casamiento.
FISBERTO:   Alguna hierba sería.
FLORO:         Por la posta llega Octavio.
CAMILO:     ¡Si nos trae algún aviso!  
FISBERTO:   (El perderme es ya preciso.           Aparte
            Ni temo muerte ni agravio
            porque no hay discreto sabio
            en el alma que desea.)
CAMILO:     Bien venido Octavio sea.               
 
                             Sale OCTAVIO 
 
OCTAVIO:    Tú, Camilo, bien hallado.
FISBERTO:   ¿Qué traes de nuevo?
OCTAVIO:                      Cuidado
            de que esta carta se lea.
 
                             Lee FISBERTO 
 
FISBERTO:      Fisberto y Camilo, luego que recibáis 
            ésta, conviene que se suspenda el tratar 
            de este casamiento, y la venida de Porcia; 
            y si hubiere partido, volvedla a su casa, 
            que por agora no conviene.
                              El Duque
 
CAMILO:        Según eso, ¿ya ha sabido
            su enfermedad y locura?      
FISBERTO:   Según eso, ¿su hermosura
            el duque no ha conocido?
OCTAVIO;    Luego, ¿loca está?
CAMILO:                       Ha perdido,
            de melancolía, el seso.
OCTAVIO:    ¿Qué habemos de hacer en eso?   
CAMILO:     Fisberto lo ha de ordenar.
FISBERTO:   Que partáis los dos a dar
            cuenta al duque del suceso.
               Yo entretanto, poco a poco
            quiero volverla a su casa.   
OCTAVIO:    ¡Qué en efecto aquesto pasa!
            Con lástima voy.
 
                        Vanse CAMILO y OCTAVIO 
 
FISBERTO:                   (Y el loco            Aparte
            soy yo que abismos invoco
            de engaños.  ¡Oh, Amor injusto!)
MARCELA:    ¿Un melindroso disgusto      
            te aflige, te desconsuela?
PORCIA:     Si de ésta escapo, Marcela,
            yo me casaré a mi gusto.
 
                        Vanse PORCIA y MARCELA 
 
FISBERTO:      La condesa ha de ser mía.
            Alto, a su casa no vuelva.   
FLORO:      A la entrada de esta selva
            he visto una casería.
FISBERTO:   Allí estará, pues porfía,
            esta pasión que me abrasa.
            Iré a saber lo que pasa    
            a Mantua, y decir podré
            que a la condesa dejé
            con más locura en su casa.
 
                  Dicen COSME y GILA, pastores dentro 
 
COSME:         No la has de gozar.
GILA:                             ¿Temor
            de Dios ni del dueño has?  
COSME:      Crüel, no la gozarás.
FISBERTO:   ¿Quién da voces?
FLORO:                      Un pastor
            del monte baja.
GILA:                       ¡Ah, traidor!
COSME:      ¡Ah, comas malas zarazas!
GILA:       No se lograrán tus trazas.      
COSME:      No ha de ser tuya, enemigo.
FISBERTO:   (Parece que hablan conmigo,           Aparte
            ¿o son del cielo amenazas?
 
              Vanse FISBERTO y FLORO.  Salen COSME y GILA 
 
GILA:          Valiente lobo, feroces
            ganas de comer llevaba.      
COSME:      La burra se merendaba
            si no le diéramos voces.
               Jo, burra de aquella loca.
GILA:       ¿Qué dices?
COSME:                 Turbado estó
            que ni sé si es arre o jo  
            lo que arrojo por la boca.
GILA:          Dale, que pase adelante
            que no se puede mover.
COSME:      Es hembra y si da en caer,
            Bercebú, que la levante.   
GILA:          Entre unos verdes hinojos
            se cayó.  Dale una jurra.
COSME:      No quiero, que está otra burra
            en las niñas de mis ojos.
GILA:          ¿Y quién es?
COSME:                      Tú, cara hermosa.    
GILA:       Buen resquiebro.  ¿Estás sin tiento?
COSME:      ¿No dice que so jumento
            cuando digo alguna cosa?
               Pues asno so en el hablar,
            y tú has de ser mi mujer,  
            o burra tienes de ser
            o no me puedo casar.
GILA:          Dile a tío que nos case.
COSME:      ¿Por qué no dice ella?
GILA:       Es empacho a una doncella.   
COSME:      Pues, quien quiere pan, que amase.
GILA:          Siempre ha de pedir el macho
            a la hembra.
COSME:                   También
            soy yo un doncello de bien
            y sabe tener mi empacho.     
 
                        Sale LISARDO, labrador 
 
LISARDO:       ¡Mal ataúd os aparte!
            ¿Siempre juntos?  ¡Qué esto pasa!
            ¿Cosme y Gila siempre en casa?
            ¿Cosme y Gila en cualquier parte?
               ¡O en la iglesia a ver a Dios  
            o en el campo a ver los bailes!
COSME:      Somos labradores frailes 
            que andamos de dos en dos.
               Fray Cosme y Fray Gila somos.
LISARDO:    ¡Oh, nunca tus años goces!      
COSME:      También somos par de coces.
GILA:       Siempre los viejos son momos
               de los mozos.  Mire, tío,
            ya mis intentos barrunta,
            la hiedra al olmo se junta,  
            y la fuente busca el río.
               ¿Con cualquier amor placentero
            qué tortolilla no arrulla?
COSME:      ¿Y qué gato no maúlla
            cuando viene el mes de enero?     
GILA:          ¿Qué yegua de edad y brío
            la amante clin no espeluzna?
COSME:      ¿Y qué potro no rebuzna
            cuando ve la potra, tío?
LISARDO:       Quizá Gila tiene amor   
            a algún zagal mozo y rico.
            ¿Quién será el novio?
GILA:                         Cosmico.
COSME:      Cosmono, dirás mejor.  
LISARDO:       ¡Tómame si la langosta
            ha relamido!  ¿No ves   
            que tiene torpes los pies?
GILA:       Quiérole yo para posta.
LISARDO:       ¿Hay semejante locura?
            Ten vergüenza, ten recato.
            ¿No miras que es mentecato?  
GILA:       Quiérole yo para cura.
LISARDO:       ¿Hay disparate mayor?
COSME:      Cada vez lo echa más gordo.
LISARDO:    ¿No ves que Cosme está sordo?
GILA:       Quiérole yo para oidor.    
COSME:         Si sé comer como un lobo,
            ¿por qué, tío, no me casa?
LISARDO:    ¿Sabrás gobernar tu casa?
COSME:      Claro está, que no soy bobo.
GILA:          Y él no repara en el dote.   
COSME:      Lo primero que he de hacer
            en teniendo yo mujer
            es apañar un garrote;
               y si mando y gruñe, luego
            sacudirle el polvo bien.     
LISARDO:    ¿Y si no gruñe?
COSME:                      También.
GILA:       Bobear, y darle a juego.
 
                Salen FISBERTO, FLORO, PORCIA y MARCELA 
 
 
FISBERTO:      Ni a Mantua has de ir, ni a tu casa.
            Fácil, ingrata y esquiva
            entre estos rústicos viva  
            quien me desprecia y abrasa.
               Ah, villanos, ¿cuya es
            esta casa?
LISARDO:            A mí me cuesta
            dinero.
FISBERTO:           ¿Qué tierra es ésta?
LISARDO:    Del Duque de Mantua.
FISBERTO:                        Pues,   
               tened aquí recogida
            esta mujer, sin dejar
            que salga de este lugar.
FLORO:      Y so pena de la vida.
COSME:         ¿So qué de la vida?
FLORO:                            Digo   
            que la vida os costará
            se de esta casa se va.
            Abrid los ojos, amigo.
COSME:         Él es el sopena y miente
            que aquí no hay otro sopena.    
LISARDO:    Estás loco.  ¡En hora buena!
COSME:      Y para mí soldemente.
               Váyase allá a sopenar
            a algún asno, hermano suyo,
            que si alcanzo un canto y huyo,   
            no ha de poderme alcanzar.
FLORO:         ¿Conocéis al duque?
LISARDO:                          No,
            a su padre conocí.
FLORO:      Éste es el duque.
GILA:                        ¡Ay de ti!
COSME:      Éste es el duque como yo.  
               No tiene ningún pergeño
            de duque.
LISARDO:            Con gusto grande,
            sí, haremos cuanto nos mande
            que en efecto es nuestro dueño.
COSME:         ¡Si una cabra coja y ciego     
            sabe correr y trepar!
            ¿Hemos aquí de guardar
            una mujer palaciega?
FISBERTO:      Porcia, de término tienes
            tres días para pensar      
            si te conviene casar
            o proseguir tus desdenes.
               Mira el estado que gozas
            siendo, Porcia, mi mujer;
            y si no, vuelves a ser  
            pobre dueño de seis chozas.
PORCIA:        Bien me prometo y me fío,
            siendo tuya, grande bien.
            No llames, duque, desdén
            ni arrepentimiento mío.    
               Falta de salud le llama
            y a tantas melancolías
            darán fin estos tres días.
FISBERTO:   Tres siglos son a quien ama.
 
                      Dale a LISARDO un bolsillo 
 
               Toma, buen hombre, y ten cuenta     
            con el huésped que te doy.
            ¡Ay, Floro, perdido voy.
FLORO:      (Nuevos engaños intenta.)           Aparte
 
                        Vanse FISBERTO y FLORO 
 
LISARDO:       Por serviros cual se debe
            tantos rebaños quisiera    
            que en esa verde ribera
            formaran montes de nieve.
COSME:         Cuando quisiere ir al río
            a pescar alguna anguila,
            irá en la burra de Gila    
            o en el asno de mi tío.
GILA:          ¿Qué la has dicho?
COSME:                          Así lo adobo
            o en brazos la llevaré.
            ¡Par Dios que la resquebré!
            Luego dirán que so bobo.   
PORCIA:        Desde aquí, Marcela mía
            se cumplirá mi deseo.
            Dichosa yo, que me veo
            sin tanta melancolía.
MARCELA:       Pienso que no ha de estar firme     
            en esa resolución.
PORCIA:     Si es ésta mi inclinación,
            ¿cómo puedo arrepentirme?
               La libertad he cobrado,
            que el gusto no tiene precio.     
            Y con un marido necio,
            ¿de qué sirve un rico estado?
               Mis pensamientos están
            alegres.  Ya no se quejan.
            Pajarillos son que dejan     
            las uñas del gavilán.
               De otro modo imaginé
            al duque y dije "sí;"
            mas cuando le conocí
            mi libertad estimé.        
               Ya sé, tras de varios antojos,
            que la elección del marido
            no ha de entrar por el oído,
            porque el "sí" han de dar los ojos. 
               Ya a la Flor nos volveremos.   
MARCELA:    Si nos dejan los villanos.
PORCIA:     Joyas saben dar mis manos.
 
                         Habla a los pastores 
 
            Vuestro amor agradecemos.
                                      
                      Vanse MARCELA y PORCIA 
 
COSME:         ¿Quién es ésta?
GILA:                        Ellas lo saben.
            Mujer perdida será.        
COSME:      Tantas debe de haber ya
            que en las ciudades no caben.
 
       Vanse.  Salen el DUQUE, su hermano el conde y CAMILO 
 
CAMILO:     En efecto, señor, melancolía,
            alguna hierba o flores venenosas
            la hicieron delirar, y así Fisberto  
            a la Flor la volvió.
DUQUE:                        Bien se presume
            con esto que es verdad lo que refiere
            César de Porcia, pues que no venía
            a Mantua con el gusto que debía.
CONDE:      Cuando partí de Roma alborotado     
            de asistir a tus bodas, y pensaba
            hallar en casa una cuñada hermosa,
            novedades escucho no pensadas.
DUQUE:      Gran dicha, hermano, fue saberlo a tiempo.
CONDE:      Ver a César deseo.
DUQUE:                      Llama a César, 
            y prevenid los dos la montería.
            que al monte habemos de ir.
CAMILO:                             Allí está César.
 
     Vanse los criados.  Sale LUCRECIA con un retrato y una carta 
 
LUCRECIA:      (Ayuda, Amor, al deseo             Aparte
            de una infelice mujer.
            La carta quiero leer    
            como que al duque no veo.
            No me mira.  En vano leo;
            mi desdicha es pertinaz.)
CONDE:      (Buen talle tiene el rapaz.)          Aparte
LUCRECIA:   (Ya me pienso que me ha mirado.       Aparte
            ¡Oh, si diese a mi cuidado
            ocio dulce, alegre paz!
               Que me pregunte, pretendo
            cuyo es el papel, y en vano.
            ¡Ah, flechas de Amor tirano!      
            La triste vida defiendo.)
CONDE:      Un papel está leyendo
            con atención y placer.
DUQUE:      De Porcia debe ser
            que en los que amantes han sido  
            hace treguas el olvido,
            y paces no sabe hacer.
               César.
LUCRECIA:           Mi señor.  (Aquí       Aparte
            finjo turbación.)
DUQUE:                        La mano
            llega a besar a mi hermano.
LUCRECIA:   (Incitarle quiero así                    Aparte
            a ser curioso.  ¡Ay de mí!
            ¿Y cómo me persüades,
            Amor, a dificultades?)
DUQUE:      La carta me has de mostrar.
LUCRECIA:   Nunca sé disimular
            a tu alteza las verdades.
               Es carta de la duquesa
            de Amalfi.
DUQUE:              ¿Y tanto recato?
LUCRECIA:   Viene con ella un retrato,  
            y a fe, señor, que me pesa
            que lo hayas visto.
CONDE:                        Con esa
            turbación vas incitando
            a que estemos deseando
            ver esa carta los dos.
LUCRECIA:   (Pues, buena pascua te dé Dios,          Aparte
            que esto estaba yo esperando.)
DUQUE:         ¿Aquel retrato te envía?
LUCRECIA:   La carta te lo dirá.
 
                             Lee el DUQUE 
 
DUQUE:      "César, pues que sabes ya 
            la infatigable porfía
            con que lucha el alma mía
            por amor del duque y eres
            discreto, si bien me quieres,
            haz con prudencia y recato  
            que pueda ver mi retrato
            y avísame si le vieres
               mostrar señales de amor;
            y esto, César, ha de ser
            sin que yo llegue a perder  
            un átomo de honor."
CONDE:      ¡Incomparable favor!
DUQUE:      Notable facilidad
            que pueda haber voluntad
            donde no se comunica.
CONDE:      Amor sin lengua se aplica;
            muda es siempre su bondad.
LUCRECIA:      (No echaron de ver que es mío,   Aparte
            que tiene más hermosura
            el retrato, y me asegura    
            el traje de hombre con brío
            extraño a mujer.  No fío
            de mi fortuna inconstante.
            Quiero ponerme delante
            y ver mi tormenta y calma   
            que el sentimiento del alma
            se descubre en el semblante.
               Amor, si entre los colores
            de una lámina tan breve
            tu inmensa deidad no mueve  
            con afectos interiores,
            ¿qué importan locos amores?
            A la pintura está atenta.
            El alma, no sé que sienta.
            Amor sus líneas retoca.   
            ¡Ay, que ha torcido la boca!
            Señal que no le contenta.
CONDE:         Bellos ojos.
DUQUE:                   ¿Qué tan bellos?
LUCRECIA:   (Aunque me tengan presente            Aparte
            el retrato es diferente     
            con el traje y los cabellos.
            Quiérome llegar a ellos.
            ¡Qué si el arte no me ayuda!
            ¿Qué ha de hacer la tabla muda,
            nave sin velas ni leme?     
            ¡Ay de mí, que el alma teme!
            ¡Ay de mí, que el alma duda!)
CONDE:         Bello rostro, aire gentil.
            ¡Qué majestad representa!
LUCRECIA:   (¡Ay, si él de ella se ha cuenta!)  Aparte
CONDE:      ­Que tiene ingenio sutil
            y el ánimo varonil!
            Tras el vuelo de un halcón
            corre un caballo a la acción
            más heroica y atrevida.
LUCRECIA:   (Déte el cielo larga vida           Aparte
            pues ayudas mi intención.)
DUQUE:         A mí, conde, no me agrada
            una mujer animosa.
            Agrádame si es hermosa,   
            pero hermosa afeminada,
            y tímida y delicada.
            Tras garza ni jabalí
            no la quiero; en casa sí,
            y un ratón la ha de espantar.
LUCRECIA:   (Déte Dios, que te ha de dar        Aparte
            si te quiero más que a mí.)
               ¿Date amor?
CONDE:                   Esta hermosura,
            ¿no suspende y arrebata;
            no da vida al gusto, y mata      
            la libertad más segura?
DUQUE:      No me mueve.
LUCRECIA:                (¿Hay desventura         Aparte
            más trágica que la mía?)
CONDE:      Para mí es sereno día,
            nueva vida, sol humano.     
 
                  Quítale el retrato LUCRECIA 
 
LUCRECIA:   Que me importa en esta mano.
            Suplico a vueseñoría.
               ¿Es posible que a tu alteza
            no le agrade esta mujer?
            ¿Qué defecto tiene?
DUQUE:                        Ser  
            de altiva naturaleza
            y varonil gentileza.
            No hay en esto más razón
            que faltar inclinación.
LUCRECIA:   Estos ojos, ¿no son buenos?  
DUQUE:      No matan.
LUCRECIA:            ¿La frente?
DUQUE:                           Menos.
LUCRECIA:   ¿Y los labios?
DUQUE:                   Labios son.
               César, César, no hay amar
            si no le dan las estrellas;
            no bastan facciones bellas  
            si no saben confrontar
            la sangre.
 
                             Vase el DUQUE 
 
LUCRECIA:           (¡Qué inmenso mar           Aparte
            de desengaños me aflige!
            En vano el amor me rige;
            en vano intentó mi mano.  
            Todo en efecto fue en vano
            cuanto pensé y cuanto dije.
               Con tener más hermosura
            el retrato no bastó.)
CONDE:      Dádmele, César, pues yo 
            estimo en más su pintura.
LUCRECIA:   (¿Qué letargo, qué locura         Aparte
            ya me falta en tanto mal?)
CONDE:      ¿Oyes?
LUCRECIA:           (¡Ah, pena inmortal!,         Aparte
            ¿qué esperanza hay prometida?  
            No tenga el retrato vida
            pues, muere el original.
               ¿Quién la lámina rompiera?
            ¿Quién del alma se arrancara
            este amor?  ¿Quién nunca amara?     
            ¿Quién sentidos no tuviera?
            Si en vano soy la tercera   
            de mí misma.
CONDE:                   Más valor
            en pincel, tabla y color
            hallo yo.  No le arrojéis.
LUCRECIA:   (¿Qué importa si no tenéis        Aparte
            vos su talle, ni él su amor?)    
CONDE:         ¿Cómo le habéis despreciado?
            Siquiera porque os parece
            alguna cosa, merece         
            ser de vos más estimado.
LUCRECIA:   Algunos han sospechado 
            que es mi madre.
CONDE:                        Y puede ser.
 
                              Vase el CONDE      
 
LUCRECIA:   El duque me ha de querer
            aunque desprecios escucho   
            que al fin, al fin, pueden mucho
            amor, ingenio y mujer. 
 

FIN DEL PRIMER ACTO

La tercera de sí misma, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 01 Jul 2002