LA RUEDA DE LA FORTUNA

Antonio Mira de Amescua

Texto basado en la edición príncipe de LA RUEDA DE LA FORTUNA, Flor de las comedias de España de diferentes autores, Quinta parte (Barcelona: Cormellas, 1616) y en la edición crítica, sin publicarse, de Edward W. Hopper (Ph.D., University of Missouri, 1972). Esta edición fue preparada por Vern Williamsen para sus estudios en 1978 y luego fue revisada y puesta en forma electrónica en el año 1987.


Personas que hablan en ella:

LOA FAMOSA


Hala de echar mujer en hábito de labradora
Perdióse en un monte un Rey andando a caza una tarde con lo mejor de su gente: duques, príncipes y grandes. El sol hasta mediodía abrasó con rayos tales que el mundo a Faetón, su hijo, temió, otra vez arrogante. Pero revolviendo el tiempo y levantándose el aire se cubrió el cielo de nieblas y amenazó tempestades. Huyó a la choza el pastor, y a la venta el caminante y amainaron los pilotos todo el lienzo de las naves. Díjole al Rey un montero que al pie de aquellos pinares estaba una casería en tal ocasión bastante. Bajaron por una peñas entre mirtos y arrayanes, guiándoles el rumor que remolinaba el aire. Vieron que en un manso arroyo se bañaban los umbrales de un mal labrado cortijo con olmos delante. Apeóse el Rey, y entrando, primero que se sentase, quiso ver el dueño y huéspeda y como en su casa honrarle. Supo el labrador apenas que las personas reales ocupaban su aposento, cuando en hielo se deshace. Entró su pobre familia a decirle que no aguarde, pues le quiere ver el Rey, a que al mismo Rey le hable. Tiembla el labrador de nuevo, mira el sayo miserable, las abarcas y las pieles, y de vergüenza no sale. El pobre cortijo mira como vigüela sin trastes, hecho de pajas el techo sobre unos viejos pillares. Llamó a su mujer, y dice "Mujer, a huéspedes tales, si no es el alma, no tengo casa ni mesa que darles. Salid y decidle al Rey que no es mucho me acobarde ver su persona real en mis pajizos portales, que coma en la voluntad, que es mesa que a Dios aplace, y duerma en el buen deseo, que no tengo más que darle; que vos, como sois mujer, pues no hay cosa que no alcancen, hallaréis gracia en sus ojos, y al fin podréis disculparme". Dicen que entró la mujer muy temerosa a hablarle por la obligación que tienen de cuanto el marido mande, y el Rey, muy agradecido a su vergüenza notable, cenó y durmió más contento que entre holandas y cambrayes. Yo pienso, senado ilustre, que es esto muy semejante de lo que hoy pasa a Riquelme con este humilde hospedaje. En cada cual miro un rey, un César, un Alejandre; su pobre familia mira, que es la que a serviros trae. Si no salió el labrador teniendo a su Rey delante, quien ve tantos, ¿qué ha de hacer sino lo que veis que hace? Mandóme, como mujer, que saliese a disculparle; fue la obediencia forzosa, aunque rústico el lenguaje. No os ofrece grandes salas, llenas de pinturas graves, de celebradas comedias por autores arrogantes. No os ofrece ricas mesas llenas de gusto y donaire, sino voluntad humilde, que es la que con reyes vale. Perdonad al labrador, pues hoy en su casa entrasteis, porque me agradezca a mí las mercedes que hoy alcance. Oíd la pobre familia; ya los labradores salen, mientras que vuelvo a la corte, bésoos los pies, Dios os guarde.

BAILE CURIOSO Y GRAVE


               Cuando desde Aragón vino la Infanta
            a casar con don Juan, Rey de Castilla,
            las fiestas que se hicieron en Sevilla
            no las olvida el tiempo y hoy las canta.
 
               Después que los castellanos    
            hicieron muestra gallarda
            con máscaras y sortijas,
            toros y juegos de cañas,
            mantener quiso un torneo
            en servicio de su dama        
            un gallardo aragonés
            de los Pardos de la casta.
            Airoso terció la pica,
            furioso juega la lanza,
            dando con destreza y brío        
            los cinco golpes de la espada.
            Con la gloria de aquel día
            ganó de su gloria el alma,
            la cual, venida la noche,
            le admite dentro de su casa.            
            Con amorosas razones
            consiguen sus esperanzas,
            y ella, alabándole, dice,
            al despedirlos el alba:
 
               "Mirad por mi fama,        
               caballero aragonés".
               "Por tus amores, señora,
               cuanto me mandes haré".
               "Mas, ¿cómo la ha de guardar
               quien a sí guardar no pudo"?            
               "Con sólo saber callar".
               "Que la guardéis no lo dudo".
               "Seré como piedra mudo
               y eterna fe guardaré;
               por tus amores, señora,            
               cuanto me mandes haré".
 
            En un corillo otro día
            sin nombrar partes, se alaba,
            y un adivino celoso
            dio cuenta de ello a su dama.           
            Sus blancas manos torcía,
            sus delgadas tocas rasga,
            y llamando a su presencia
            con este desdén le trata:
 
               "Alabásteisos, caballero,          
               gentil hombre aragonés.
               No os alabaréis otra vez.
               Alabásteisos en Sevilla
               que teníades linda amiga.
               Gentil hombre aragonés,            
               no os alabaréis otra vez".
 
            Sin admitirle disculpa
            que se ausente de ella manda,
            y él jura de no volver
            hasta volver en su gracia.         
            El tiempo gastó la ira;
            mas, como el amor no gasta,
            la dama llora su ausente,
            el retrato que miraba,
            y la dama le demanda:         
 
               "Y mi bien, ¿cuándo vendréis"?
            Y finge que le responde:
               "Lindo amor, no me aguardéis,
               que si de mi partida
               fue causa un disfavor,          
               si no cesa el rigor,
               yo no volveré en mi vida".
               "Yo quedo arrepentida
               y mi bien, ¿cuándo vendréis"?
            Y finge que le responde:           
               "Lindo amor, no me aguardéis".
 
            En hábito de romero
            un pajecillo despacha
            para que dé en Zaragoza
            al caballero una carta.            
            Cuando llegó el pajecillo
            al salir de la posada
            encontróle el caballero.
            De esta manera  le habla:
 
                 "Romerico, tú que vienes         
               donde mi señora está, 
               di, ¿qué nuevas hay allá"?
               "Estáse la gentil dama
               a sombras de una alameda
               dando suspiros al aire,         
               y a su fortuna mil quejas.
               Diome que os diese esta carta
               de su mano y de su letra,
               que al escribirla, sus ojos
               llenan el papel de perlas.           
               Y díjome de palabra
               que a Sevilla deis la vuelta,
               adonde seréis su esposo
               en haz y en paz de la Iglesia".
 
            Con el amor y el deseo        
            como con ligeras alas,
            vuelve al galán a Sevilla,
            y así le dice a su dama:
 
               "A ser vuestro vengo,
               querida esposa".               
               "Dulce esposo mío,
               vení en buena hora".
               "Tras fieros desdenes,
               que la vida acortan
               y al amor pudieran        
               negar la victoria,
               a ser vuestro vengo,
               querida esposa".
               "Dulce esposo mío,
               vení en buena hora".         
 

ACTO PRIMERO


Salen en orden los que pudieren, con algunos despojos y banderas y a la postre FILIPO
FILIPO: Invicto César famoso, cuya mano poderosa temen la blanca Alemania y la abrasada Etïopia; tú, que en los hombros sustentas el Africa, Asia Europa, volando tu nombre eterno en las águilas de Roma; tú, que ceñiste la frente con esa inmortal corona, al polo del otro mundo quieres llegar con tus obras; ya que del ártico helado hasta la tórrida zona pagan tributo a tu imperio, sal a ver nuestras victorias. Triunfando, señor, venimos a la gran Constantinopla de los fieros esclavonios que de Misia huyendo tornan. Restaurado queda el reino; tus empresas prodigiosas que son espanto del mundo piden guirnaldas de gloria. Sube a los muros soberbios que de estrellas se coronan porque su altas almenas la triforme luna tocan. Verás tu ejército ufano con la gente victoriosa, que con bárbaros despojos los gallardos brazos honran. Verás la región del aire que la entapizan y adornan las enemigas banderas que tus soldados tremolan. Verás que en cadenas de oro cuatro mil cautivos lloran la pérdida desdichada de su libertad preciosa. Treinta mil hombres me diste; treinta y tres mil traigo agora, que a precio de mil cristianos sólo he comprado esta pompa. Veinte mil dejo sin almas y otros con vida tan poca que está esperando la muerte a sólo que abran las bocas. Ya la fama bachillera tocó en el aire la trompa; va publicando en el mundo esta jornada famosa. Temblando están de tu imperio los Alpes, Nervia, Borgoña, Galia, Germania, Bretaña, la Trapobana y Moscovia, la fiera invencible Escitia, la Tartaria belicosa, la inculta y áspera Armenia, la celebrada Panonia. Ya de todas las naciones más bárbaras y remotas, tributo te ofrecen unas y treguas te piden otras. Los indios vienen con oro, los samios vienen con rosas, los tirios con carmesí, los alarbes con aromas, los scitas con algodones, los egipcios con aljófar, los corinto con sus vasos, los fenicios con sus conchas. Cada nación en tributo te da las riquezas propias, porque las crezca el valor en tu mano poderosa. Todos repiten tu nombre, todos tu fama pregonan, con más lenguas que tenía la confusa Babilonia. Sírvete de ver la entrada de tu gente victoriosa, porque los ojos del rey con sólo mirar dan honra. Remunera con palabras sus hazañas victoriosas, que aun en boca de los reyes son necesarias lisonjas. Mostrándote agradecido, podrá una palabra sola más que el tesoro guardado en tus doradas alcobas. Descubre en público el rostro que a las gentes aficiona, porque será ver tu cara el triunfo de mi victoria. No me premian majestades ni plata me galardona; sólo quiero la presencia que tantos reyes adoran. Solamente con tocar la púrpura de tu bola dejaré de todo punto a mi fortuna envidiosa. Mi inclinación es servirte, premios no me correspondan, porque la virtud se mueve con el precio de sí sola. Deja besarte los pies y tus sumilleres corran esa cortina, que cubre tu majestad grandïosa.
Corren una cortina, y está en un tribunal, en la grada alta, el Emperador MAURICIO, y en otra baja el Príncipe TEODOSIO, su hijo y la Infanta TEODOLINDA, su hija, y dos criados en pie bajo las gradas
MAURICIO: Hoy, capitán vencedor, corona en tus sienes vea. El sol dé su resplandor. Tu misma victoria sea el premio de tu valor. Hacerte inmortal procuro, y harán tu nombre seguro desde el Betis al Hidaspes columnas de varios jaspes y estatuas de bronce duro. Todas tus empresas ricas pondré en aceradas planchas pues que mi fama publicas, mi temido imperio ensanchas, mis tesoros multiplicas. Si a los bárbaros enojas, y tu espada en sangre mojas, un laurel he de ponerte que ni el tiempo ni la muerte pueden marchitar sus hojas. FILIPO: Sólo, señor, me aficiona besar tus pies; que ellos solos enriquecen mi persona.
Llega a besar el pie al Emperador
MAURICIO: Cuanto abarcan los dos polos te diera, con mi corona. TEODOLINDA: (Capitán gallardo y bravo, [Aparte] bien verá cuando te alabo, que en amarle me anticipo). TEODOSIO: Es muy gallardo Filipo. TEODOLINDA: Es gran varón. FILIPO: Soy tu esclavo. TEODOLINDA: Por tan dichosa venida en albricias vuelvo a darte de mi alma y de mi vida aquella pequeña parte que me quedó a la partida.
Tocan cajas destempladas y trompa ronca, y arrastrando un, estandarte, salen en orden LEONCIO, detrás, de luto, armado, y lleva en la cabeza una corona de ciprés y un bastón quebrado, y MITILENE, de cautiva
LEONCIO: Ronca la trompa bastarda, destemplado el atambor, y vestido el cuerpo de luto, y de ánimo el corazón; arrastrando el estandarte, que ufano en algo se vio, con sola aquesta cautiva, aunque de extraño valor, el pecho lleno de heridas, porque nunca atrás volvió, coronado de ciprés, hecho piezas el bastón; si son ceremonias tristes (¡Oh famoso Emperador!) usadas de el que es vencido, ya verás cual vengo yo. Nunca tu ejército viera el levantado pendón de los persas victoriosos tan a costa de mi honor. Nunca yo volviera vivo, (¡Pluguiera al eterno Dios que entre mi sangre vertida diera el alma a su creador!) pero quiso mi desdicha librarme en esta ocasión de la pena de la muerte para dármela mayor. Nunca logró sus deseos quien desdichado nació, que aun la muerte le aborrece, si el vivir le da dolor. Uno sintiera muriendo y viviendo siento dos: la pérdida de tu gente y de mi noble opinión. Mi vida sólo llorara; mas, ¡ay!, que llorando estoy un ejército de vida que el fiero persa quitó. Llegué un desdichado día cuando está el dorado sol entre los cuernos del toro cobrando fuerza y calor. Mil prodigios, mil agüeros nos causaron confusión; en un funesto ciprés la corneja nos cantó; tembló la preñada tierra de lástima o de temor; los montes se estremecieron, sonó en el aire una voz; mostróse el sol encendido en un encarnado arrebol, sudaron las naves sangre, y llovieron el sudor. Antes de dar la batalla cuyo fin contando voy, infinitos buitres vimos cortar el aire veloz; acobardóse la gente, porque la imaginación puede más que la verdad, cuando tiene aprehensión. Animéla dando voces, pero no me aprovechó, y no hay fuerza en las razones que dé al cobarde valor. Y aunque puede al desmayado animar la exhortación, y el ejemplo puede tanto que a veces es vencedor, si el temor es general, tímida la inclinación, la fortuna adversa cierta y el enemigo mayor, no animarán las palabras; que en guerras jamás suplió faltas de fuertes Aquiles un Ulises orador. Acometimos primero porque esta aceleración es parte de la victoria si hay igual competidor. El nuestro fue desigual, en número nos venció; cien mil personas juntaron de su bárbara nación. A los principios fue nuestra la victoria; mas, señor, la Fortuna siempre tiene [mudable la condición;] vueltas de ruedas veloces, humo negro, tierna flor, blanca sombra, débil caña, cosas inconstantes son. No hay cosa firme y estable; los que cuerpo vivo es hoy mañana es cadáver frío; toda va en declinación. La melancólica noche, triste para mí, cubrió los horizontes del mundo con su negro pabellón; no descubrió el sol hermoso su lucido aparador de estrellas, porque entre nubes la alegre luz se escondió. Cósroes, primer jefe persa, que desde el fuerte español hasta el antípoda oculto eterna fama ganó, sobrevino de repente, y vimos más confusión en el ejército nuestro que en la torre de Nembrot. Derramada y fugitiva, nuestra gente el alma dio, de pena y de rabia, al punto que pronunció esta razón; digo al fin que, desmayada nuestra gente del rumor [de las voces y los gritos] que hicieron, nuevo son, en tropel desordenado nuestro ejército huyó, cogiendo los enemigos de copete a la Ocasión. ¡Ay, pérdida desdichada! ¡Ay, cielo santo! ¡Ay, rigor de la mudable Fortuna y de la Parca feroz! Infinitas muertes dieron sin engaño ni traición; que yo alabo al enemigo porque envidio su valor. Entre los persas andaba como un antiguo Sansón, y como soy desdichado, nadie a matarme acertó. Hasta la tienda real pude entrar; que el escuadrón de guarda, con la victoria segura, se descuidó. En ella estaba esta dama, que a la lumbre de un farol se ligaba dos heridas que en pecho y brazo sacó. Llegué a asirla, defendióse, y aunque más se defendió, Anquises fue de estos hombros, Medea de este Jasón; por causar algún enojo al Príncipe vencedor la he cautivado y traído con no pequeña aflicción. Vencido vengo del persa pero de mí mismo no, pues no he llegado a su mano aunque le tenga afición. Esta es la trágica historia; no tengo la culpa yo. Sucesos son de la guerra; mátame o dame perdón. MAURICIO: (¿Cómo es posible que he oído Aparte razones de hombre que viene infamemente vencido? ¡Qué poca vergüenza tiene el que cobarde ha nacido!) ¿Vivo delante de mí has atrevido a ponerte? Cobarde, bárbaro, di, ¿para todos hubo muerte, y la faltó para ti? ¿Cómo la muerte inconstante en mi ejército arrogante, habiéndote de encontrar, a ti en el primer lugar, te dejó y pasó adelante? Sentimiento natural, cuando de otro está vencido, tiene cualquier animal; mas tú, que no lo has tenido, no eres hombre natural. Justo de hoy más ha de ser que a tu honrado proceder Parca de la patria nombres, pues que truecas cien mil hombres por una flaca mujer. La deshonra y vituperio tu corazón idolatra; basta que en nuestro hemisferio ha nacido otra Cleopatra para asolar el imperio. No es razón que así esté armado un capitán que ha huído ni ese pecho afeminado de acero esté guarnecido, pues de miedo está aforrado. Del lado le sea quitada la espada, siempre envainada; que hombre por mujeres trueca hile ya con una rueca pues no riñe con espada.
Vanle desarmando, como va diciendo
Atarle también conviene las manos, porque sagaz huyendo del persa viene; no tenga mano en la paz si en la guerra no la tiene. Y ya que en él está mal ser capitán general, tú, Filipo, lo has de ser. TEODOLINDA: Muy bien sabrá defender tu corona imperial. TEODOSIO: El soldado victorioso que a su rey hace famoso, es razón que premio aguarde; que el castigo del cobarde le hace más animoso. FILIPO: Poderoso Emperador, casos de Fortuna han sido; y así no ha de estar, señor, desconfïado el vencido ni seguro el vencedor. No hay en el mundo igualdad ni estado en seguridad; espera quien desconfía que a la noche sigue el día, bonanza a la tempestad. Los estados son violentos; y así, con estas memorias los humano pensamientos esperan grandes victorias tras de grandes vencimientos. Tal afrenta no le des, que según el mundo es inconstante, adversa y vario, hoy le venció su contrario para que él venza después. LEONCIO: Gran César, en quien confío, antes que mi afrenta mandes, considera el caso mío. En los ejércitos grandes de Jerjes y de Darío los sucesos semejantes de tu memoria no borres; verás soberbios gigantes con máquinas y con torres en espaldas de elefantes; alcázares torreados, chapiteles levantados, que, perdiéndose de vista, sus pirámides conquista los rayos del sol dorados. Escuadras podrás hallar que, cubriendo el ancho suelo, se pudieran comparar a las estrellas del cielo o a las arenas del mar; y estando en pompa dichosa, las derriba y pone en tierra, o la Fortuna envidiosa, ve el suceso de la guerra, trágica, triste y dudosa. MAURICIO: No a la Fortuna atribuyas las que son flaquezas tuyas LEONCIO: ¿Por qué, señor, tanta infamia? MAURICIO: [Aún si fueras Hipodamia,] porque mueras y no huyas.
Atanle las manos atrás y pónenle una rueca
Vayan las cajas delante y esté así en la plaza un día para que el vulgo inconstante destierra su cobardía con castigo semejante. LEONCIO: Cielos, cuyo amparo sigo, sed testigos y jüeces de la afrenta que ha tenido el que vencía tantas veces por una vez que es vencido.
Comienzan a mirar con cuidado a MITILENE el Emperador MAURICIO, TEODOSIO, Príncipe, y FILIPO
Bien es que venganza os pida cielos, un alma ofendida; Atropos tengo de ser, que es hilar y torcer el estambre de mi vida. Plega a Dios que revelada esté la tierra en que reinas, y los filos de tu espada la blanca nieve que peinas en sangre dejen bañada. Hoy se acaban tus sucesos, castigados tus excesos, aunque el mundo forme aprisa los túmulos de Artemisa para sepultar tus huesos. ¡Ay, famosa Mitilene!, no te estima como yo el que en tan poco le tiene al hombre que te venció.
Vanse los que pudieren, en orden y con el estandarte arrastrando; llevan a LEONCIO, tocando cajas
MITILENE: (Volver por mí me conviene.) Aparte No es ley ni bien que deshonres lo que honrado debe ser; Vencedor es, no te asombres, porque hay en Persia mujer de más valor que mil hombres. Y yo, que a este agravio salgo, más que mil persianas valgo, pues si traes mil veces mil por un ejército vil mira tú si ganas algo. Y el Príncipe que ha vencido tu ejército acobardado, tanto el vencer ha sentido que diera lo que ha ganado por sólo lo que ha perdido. Y aun te diera la corona porque estima mi persona; que también el arco flecho aunque no he cortado el pecho como bárbara amazona. Tu capitán es valiente, atrevido con valor, y reportado prudente; que ésta es la virtud mayor para quien gobierna gente. Si vencedor no escapó, la Fortuna lo ordenó, dudosa, adversa y esquiva. MAURICIO: Agora digo, cautiva, que mi capitán venció. MITILENE: El que victoria ha tenido salga a probar mi valor; y así verás cómo ha sido más fuerte que el vencedor el mismo que me ha vencido. MAURICIO: (Su hermosura es celestial, Aparte mi apetito natural, y en cosas de inclinación tiene fuerza la Ocasión.) Salte afuera, General. TEODOSIO: (O le ha cobrado afición, Aparte o con celosos enojos quiere doblar mi pasión. Dándole está por los ojos a beber el corazón.) Filipo, el Emperador manda que salgas. FILIPO: (Amor, Aparte ¿qué veneno me estás dando?) TEODOSIO: ¿No has oído lo que mando? FILIPO: ¿Qué me mandas? TEODOLINDA: (¡Ah, traidor! Aparte ¿Divertido en mi presencia contemplando otra mujer? FILIPO: (¡Ay, Amor! ¿Con qué violencia Aparte muestras en mí tu poder?) TEODOSIO: Filipo, ¿tanta licencia?
Vase FILIPO
MAURICIO: Tú, Teodosio, sal también, y todos lugar me den, ¡Ah, Príncipe, saLte afuera! ¿Ya estáis vos de esa manera? Parecido os habrá bien. ¡César! TEODOSIO: Señora, ¿me llamas? MAURICIO: Yo soy quien llamó. TEODOSIO: ¿Qué quieres? MAURICIO: Que así no mires las damas. TEODOSIO: Agrádanme las mujeres, y ésta más. MAURICIO: ¡Qué fácil amas! Repórtate y salte afuera a enfrenar esos intentos. TEODOSIO: ¡Ay, persiana! ¡Quien tuviera más almas que pensamientos, y en tu altar las ofreciera!
Vase TEODOSIO
MAURICIO: Ya, cautiva, en quien confío, es tan grande tu poder, que aunque el tiempo es como río, que atrás no puede volver hoy has vuelta atrás el mío. Con tus partes más que humanas las fuerzas del alma ganas, tus ojos me dan pasión, porque hacen refracción en la nieve de mis canas. Con amorosa inquietud siento un honrado temor de fénix en mi virtud, que, abrasándose en tu amor, ha vuelto a la juventud. MITILENE: Esa nueva alteración, que tu vieja edad pretende, merece mi corrección, pues, si mi rostro la enciende, la temple mi condición. Persiana soy. MAURICIO: Yo, el monarca que el orbe esférico abarca, y en el ancho mar es mío desde el más veloz navío hasta la más débil barca. El mundo de polo a polo tendrás, si no eres ingrata; oro te dará el Pactolo, los franceses montes plata, Arabia su fénix solo. Mal fin en mis reinos haya si en las faldas de tu saya no me parece que miro, en conchas del mar de Tiro los olores de Pancaya. El alarbe que hoy sujeto, ciñendo corvado alfanje, dará el bálsamo perfeto, sus blancas perlas el Ganges, sus panales el Himeto, el elefante marfil, la ballena ámbar sutil, Scitia verdes esmeraldas, y para hacerte guirnaldas, todo el año se hará abril. MITILENE: Si tu sacra majestad, porque su cautiva vivo, muestre en mí su potestad, el cuerpo tengo cautivo, pero no la voluntad. Nunca lascivos amores me enseñaron mis mayores; de una pica me enamoro, no de perlas, plata y oro, guirnaldas, bálsamos y flores. MAURICIO: ¿Quién eres? MITILENE: Una persiana que en los ejércitos vengo. MAURICIO: Pues, ¿quién te ha hecho inhumana? MITILENE: Mi noble sangre; que tengo odio a la nación romana. MAURICIO: ¿Qué romano fue atrevido a ofender tanta belleza?
Sale el Príncipe TEODOSIO
MITILENE: De ningún hombre lo he sido; mi misma naturaleza la inclinación me ha traído su memoria y su valor; de la memoria no aparto. TEODOSIO: (Perdone el Emperador, Aparte que está mi pecho de parto y ha de nacer este amor.) El ejército desea ver tu rostro. MAURICIO: Cuando sea tiempo saldré. TEODOSIO: (Mi pasión Aparte no pide esa dilación.) MAURICIO: Lugar daré a que me vea. Vete, César. TEODOSIO: (Es violento el irme en esta ocasión, porque es la gloria que siento rémora del corazón que para su movimiento. ¡Ay, mi persiana gallarda! Aunque el alma tiempo aguarda para hablarte, desespera, porque aun el alma, si espera, ofende, cuando se tarda.)
Vase. Sale FILIPO por otra puerta
FILIPO: Aunque la maten mis celos, vuelvo ya determinado a ver los rayos o cielos del sol que Persia ha creado entre sus montes y hielos.
[Sale TEODOLINDA]
TEODOLINDA: (Otra vez la torna a ver. Aparte ¿Qué hago, que no persigo su vida? Pues la mujer es el mayor enemigo cuando da en aborrecer.
Pónese delante de MITILENE TEODOLINDA, y FILIPO habla con el Emperador, mirando a MITILENE
No la tiene de mirar; luna soy, que he de eclipsar este sol para sus ojos.) FILIPO: ¿Dónde pondré los despojos de esta guerra? TEODOLINDA: ¿No hay lugar para tratarlo después? FILIPO: Los gallardetes no cuelgo hasta que bese tus pies. (¡Ay, cautiva!) Aparte TEODOLINDA: (Yo me huelgo, Aparte ingrato, que no la ves.) FILIPO: (Como entre nubes parecen Aparte unos pedazos de cielos, que en mis ojos resplandecen.) TEODOLINDA: (Muriendo estoy de estos celos; Aparte no la has de ver.) FILIPO: (Me oscurecen tus brazos mi sol divino.)
Hace ademanes de cubrirla la Infanta, y él porfía por verla
MAURICIO: Mientras que lo determino, rige la gente. TEODOLINDA: (Traidor, Aparte mal disimulas tu amor.) FILIPO: (¡Ay, qué rostro peregrino Aparte sobre mis hombros estriba!)
Vase FILIPO
MAURICIO: El poder de tierra y mar todo es tuyo; haces reciba tu alma, que a cautivar viniste, a no ser cautiva. Dará el mar, si me regalas, el nácar de sus espumas, y el fénix rosadas alas para que sirvan sus plumas de penachos en tus galas. Teodolinda, favorece mi causa, pues entristece. Quite el jardín tus enojos, y en él harán estos ojos lo que el sol cuando amanece. TEODOLINDA: Servirte y obedecerte mi pecho humilde desea.
Sale TEODOSIO con una daga en la mano
TEODOSIO Si impidiere mi mal fuerte, aunque más mi padre sea, le tengo de dar la muerte. Aunque no lo debe ser, ni me parió su mujer; que, según le aborrezco, hijo de tigre parezco o fui trocado al nacer. MITILENE: Soy muy dichosa, digo, [si ese alivio mereciera.]
Vanse las dos de la mano
TEODOSIO: Adentro van; yo la sigo.
Vase TEODOSIO
MAURICIO: Esta es la gloria primera que dio al hombre su enemigo. ¿Otra vez Teodosio aquí? No son presunciones buenas; y pues siempre que lo vi, se me han helado las venas; ninguna sangre le di. No es mi hijo y si lo es, me aborrece. Muera pues, no contradiga mi gusto, que quien quiere mi disgusto querrá mi muerte después.
Vase. Salen HERACLIANO, con un gabán y báculo, y HERACLIO, de villano
HERACLIANO: Heraclio, ¿qué te parece la corte y esta arrogancia? HERACLIO Que no es hombre de importancia quien la corte no merece. HERACLIANO Muchos hay que, retirados, buscaron la soledad. HERACLIO: Cansóles la voluntad el peso de los cuidados. esta pompa y edificios, las damas, la bizarría, el trato, la policía, el orden de los oficios mueven más mi corazón que el ganado, caza y sierra. HERACLIANO: ¿Te agradan cosas de guerra? HERACLIO: Es mi propia inclinación. Yo confieso que en el yermo, aunque más el perro ladra, mejor que en la dicha cuadra entre mis ovejas duermo. Como las gobierno y domo cuando mis silbos las llaman, sus tiernas ubres derraman la blanca leche que como. Danme la fuente y el río entre plata y cristal tierno, nieve por agua el invierno, leche pura en el estío. Los campos, con su quietud mis espíritus levantan; las dulces aves me canta, todo es gusto y aun salud. Mas la trompa y el atambor, la gente, la urbanidad, la corte, la majestad de un rey, un emperador, más me inclina y más me alegra. HERACLIANO: Todo me cansó una vez, cuando nevó la vejez copos en la barba negra. La Emperatriz ha salido despachando al limosnero. Es un ángel. HERACLIO: Verla quiero.
Sale la Emperatriz AURELIANA sin galas, dando dineros al LIMOSNERO
AURELIANA: Pocos pobres han venido. LIMOSNERO: Nos manda el Emperador no darles, y me recelo. AURELIANA: Si es la limosna en el cielo como en el suelo el favor, ¿la niega? LIMOSNERO: Ya todo es vicio. AURELIANA: De la mujer ni el vasallo no es decirle ni escuchallo. Fe y alma tiene Mauricio. Da limosna.
Vase el LIMOSNERO enojado
HERACLIANO: Pues la mano nunca merecí, los pies será razón que me des. AURELIANA: ¡Oh, famoso Heraclïano! HERACLIANO: Perdone Tu Majestad; que con el traje que vengo en la montaña le tengo. Ya posó mi urbanidad. AURELIANA: ¿Traes a Heraclio? HERACLIANO: Sí, señora, sin él no puedo venir. AURELIANA: ¿Es éste? HERACLIANO: Y podrás decir que ves un Héctor agora. En las cortes de los reyes no hay mancebo más bizarro; el movimiento de un carro detiene, con cuatro bueyes. Tan ligero corre y salta, que alguna vez ha alcanzado al corzuelo remendado por la montaña más alta. Es una cuartana fría del león bravo y furioso, es un vaguido del oso, del lobo melancolía. Porque al lobo, oso y león los acobarda y destierra; y sobre todo a la guerra tiene extraña inclinación. HERACLIO: (Sin duda tratan de mí. Aparte La Emperatriz me ha mirado. Si me querrá hacer soldado, en signo alegre nací. No sé qué deidad me inclina a respetar su presencia con amor y reverencia, como a una cosa divina. Inquietos están mis brazos para llegar a abrazalla. ¡Heraclio, bárbaro, calla! ¿Tú, a la Emperatriz abrazos? Para quitarse mejor lo que mi pecho desea, me retiro, y aunque sea silla del Emperador, me siento.)
Siéntase HERACLIO en el tribunal
HERACLIANO: Yo he deseado que este galardón me des sólo en decirme quién es Heraclio, a quien he crïado; que como Tu Majestad me lo envió tan pequeño, discurro, imagino y sueño y no doy en la verdad.
Quédase dormido HERACLIO en la silla
AURELIANA: Yo descubriré quién es; sírvame tu corazón agora con atención, y con secreto después. Desposéme, como sabes, siendo César, con Mauricio que ya es monarca del mundo desde el Austro al polo frío. Mi esposo y mi Emperador mostróme amor al principio y aborrecióme después; hombre, al fin, y amor del siglo. Pero, como son la paz de los casados los hijos, pedí al cielo me los diese y soñé extraños prodigios. (¡Ay, cielos, ay, rigor, ay, cruel castigo! Aparte Cumpla estos sueños Dios sólo conmigo.) Durmiendo, a mi parecer, temblaban los edificios de la gran Constantinopla, corriendo de sangre ríos. Dentro del mar y en la tierra sonaban grandes gemidos; hasta los pájaros daban articulados suspiros. Entre arreboles de sangre el sol estaba escondido; era un crepúsculo el día, la noche un oscuro abismo. Yo, confusa y temorosa, no de mi propio peligro, iba al templo, y admirada de los secretos jüicios, hallábalo profanado de bárbaros enemigos, que es el castigo mayor que da Dios al cristianismo. Entre estas calamidades un trágico caso he visto, que el corazón me suspende las veces que lo imagino. (¡Ay, cielos, ay, rigor, ay, cruel castigo! Aparte Cumpla estos sueños Dios sólo conmigo.) Un traidor, aunque cobarde, de humildes padres nacido, ya en el ejército nuestro, vanaglorioso y altivo, del gran imperio triunfaba, pasando a cuchillo a mis hijos, a mi esposo, y a este cuello triste mío. Dábanos Dios esta muerte por los pecados y vicios del Emperador, mi esposo. ¡Triste caso, a estar cumplido! (¡Ay, cielos, ay, rigor, ay, cruel castigo! Aparte Cumpla estos sueños Dios sólo conmigo.) Aunque es verdad que los sueños no tienen de ser creídos, por ser confusas especies de aquellas cosas que oímos; cuando son males se temen, porque suelen ser avisos de Dios, que en sus obras tiene investigables caminos. Todos los casos adversos parece que traen consigo más crédito y certidumbre que los sucesos propicios. (¡Ay, cielos, ay, rigor, ay, cruel castigo! Aparte Cumpla estos sueños Dios sólo conmigo.) Al fin, tras de muchos sueños de la manera que digo, parí a Heraclio; desde entonces le tienes a tu servicio. A tu casa le llevaron, y en su lugar puse un niño hijo de una esclava escita y de un esclavo fenicio; fue la culpa de esconderlo porque suceda en mis hijos el imperio si se escapa del riguroso martirio. (¡Ay, cielos, ay, rigor, ay, cruel castigo! Aparte Cumpla estos sueños Dios sólo conmigo.) Sospecho que ya se cumple el influjo de estos signos, porque ya el Emperador su conciencia ha distraído, aunque ya viejo, es crüel, es avariento y lascivo, y aun a la fe de cristiano le va corriendo peligro. Mas, ¡ay de mí! ¿Cómo juzgo defectos de mi marido? Yo he mentido, Heraclïano. ¡Júzguele Dios que le hizo! HERACLIANO: ¡Sueños extraños! Inquieta estarás con el temor.
Habla HERACLIO como si fuera entre sueños
HERACLIO: Pues que soy Emperador, ¡el ejército acometa! ¡Heraclio soy, viva Cristo! Con su cruz he de vencer; ya se puede acometer, buenos presagios he visto. Emperador del Oriente y del Occidente soy, vengando la muerte estoy de una cordera inocente. HERACLIANO: Dormida habla consigo. Despierta, Heraclio, despierta. HERACLIO: ¡Capitán, cierra la puerta! ¡No se escapa el enemigo! HERACLIANO: ¿Quién en palacio y de día de espacio a dormir se pone?
Despierta HERACLIO y bájase del trono
HERACLIO: Tu Majestad me perdone mi necia descortesía; porque, como allá dormimos sin respeto ni atención, no mudamos condición cuando a la corte venimos. AURELIANA: ¿Qué soñabas? HERACLIO: Niñerías, imposibles confusiones que causan las ilusiones del sueño y sus fantasías. Cosas que ni pueden ser; sueños, al fin, mal formados de casos imaginados. AURELIANA: Yo los tengo de saber. HERACLIO: Soñaba que Emperador era de toda la tierra, y que estaba en una guerra y escapaba vencedor --¡mil disparates!-- HERACLIANO: Sería cómo te asentaste mal en esa silla imperial y te dormiste.
Salen TEODOSIO, con una daga desnuda y asido de MITILENE, y ella con otra
TEODOSIO: Porfía, y verás de tu hermosura en cristal ensangrentado si estás a mis ruegos dura; que un amor demasïado suele parar en locura. Siento, después que te vi, un letargo, un frenesí; y he de curar mal tan fuerte con tu amor o con tu muerte; que hay dos extremos en mí. Elige, pues, lo mejor, que en tu mano está. MITILENE: No quiero [ni mi muerte ni tu amor. TEODOSIO: Pues, ¿qué?] MITILENE: Que pruebes primero si hay en tus brazos valor. TEODOSIO: Son tus ojos muy humanos y fáciles mis antojos. MITILENE: (¡Por los cielos soberanos, Aparte que si muere por mis ojos, que ha de morir por mis manos!) Humane el pecho; que en él, si el fuego de amor no mata, le entraré esta daga. TEODOSIO: Infiel, premia mi amor. MITILENE: Soy ingrata. TEODOSIO: Dame vida. MITILENE: Soy crüel. TEODOSIO: Sosiégate. MITILENE: Soy un mar. TEODOSIO: ¿No me quieres ver ni hablar? MITILENE: Soy basilisco y sirena que con ver y hablar doy pena. TEODOSIO: Dámela, que al fin es dar. Denme pena tus enojos, tu vista y tus labios rojos, mas tú no hablaras ni vieras, si la ponzoña tuvieras en la boca y en los ojos. AURELIANA: ¿Qué es aquesto? ¿En mi presencia solicitándola estás? ¿Sin recato y con violencia? TEODOSIO: ¿Qué mujer tuvo jamás verdadera resistencia? Si es violencia o voluntad desacato o liviandad, deja de darme consejos. AURELIANA: Si los padres y los viejos tienen esa autoridad, ¿no la puedo yo tener, que tu propia madres soy? TEODOSIO: Mi gusto tengo de hacer.
TEODOSIO tira de MITILENE
MITILENE: Un monte de mi honor soy que no me podrás mover; pues ofenderme deseas, aunque más Príncipe seas, ¡vive el cielo, que te mate! AURELIANA: ¡Teodosio!, ¿tal disparate?
Porfía el Príncipe de llevar a MITILENE, y defiéndela la Emperatriz
TEODOSIO: Ni me hables ni me veas. AURELIANA: ¿Hay tan ciega obstinación? Tus apetitos reporta. TEODOSIO: Yo sigo mi inclinación. AURELIANA: Déjala. TEODOSIO: Daréte. AURELIANA: ¡Corta! TEODOSIO: Toma, pues, un bofetón; dejaré en tu rostro escrito que mi voluntad confirmes, y no impidas mi apetito. HERACLIO: ¡Ejes del cielo, estad firmes a tan bárbaro delito! ¡Estrellado firmamento, planetas que vueltas dais con el rapto movimiento, montes, casas, no os caigáis con tan extraño portento; Angeles santos y buenos, ¿cómo no os dais desmayos? Nubes en aires serenos, ¿cómo no os rompéis con rayos ni nos asombráis con truenos? ¿Cómo tú, tierra pesada, que de metales preñada nombre de madre mereces, no tiemblas ni te estremeces viendo una madre agraviada? Vosotros, ojos, que atentos contemplasteis tal mujer, llorad, haced sentimientos, pues no los quieren hacer el sol ni los elementos. A tener razón, lo hicieran. Sosiega ya, corazón. ¿Qué movimientos te alteran; que siento aquel bofetón más que si a mí me lo dieran? Mano infame, mano ingrata, mano que muerde rabiosa al dueño que bien la trata, y víbora ponzoñosa que a su misma madre mata, buho que aborrece el día y con hambrientos antojos matar sus padres porfía, cuervo que saca los ojos a la madre que le cría, toma la espada, inhumano, bárbaro más que cristiano, pues que piedad no te enseña con los padres la cigüeña, apréndela de un villano. TEODOSIO: Este villano, ¿qué intenta? HERACLIO: Darte muerte. TEODOSIO: ¡Ah, de mi guarda! HERACLIO: Ira soy de Dios sangrienta, porque el castigo no tarda a quien sus padres afrenta.
Llévanle dentro a palos, a HERACLIO
AURELIANA: Hecho pedazos te vea brevemente, aunque esto sea con la muerte de los dos. Pero no, que ofende a Dios quien mal a nadie desea.
Sale TEODOSIO
HERACLIANO: ¿No sabrá el Emperador tanta infamia, tanta mengua? AURELIANA: Callarlo será mejor. MITILENE: Inmóvil tengo la lengua de cólera y de dolor.
Sale HERACLIO
HERACLIO: Haz que le den muerte dura. AURELIANA: No importa, que fue locura. HERACLIANO: Gusano de seda fuiste, que en tus entrañas trajiste tu muerte y tu sepultura. Eres muro y planta altiva, que en tus brazos has crïado la hiedra que te derriba. AURELIANA: Di que soy quien ha engendrado ese amor y esa fe viva. HERACLIO: En venganza y desagravios no has meneado los labios; con tu paciencia me aflijo. AURELIANA: (¡Qué bien pareces mi hijo Aparte en el sentir mis agravios!) Para quitar la ocasión a un loco, será razón que se lleve Heraclïano a la persiana. HERACLIANO: Yo gano un dichoso galardón. MITILENE: Venirme más bien no pudo, porque allí las piernas quiebre al jabalí colmilludo, corra la tímida liebre, saque del agua el pez mudo. Seguiré la veloz gama, el otoño, cuando brama, hasta que caiga herida en la hierba guarnecida con la sangre que derrama. Daré a las aves ligeras ya a prisión, ya a rescate. HERACLIO: Cuando no sigas las fieras, aquí tienes quien las mate, como sus servicios quieras. Las montañas de su altura destilarán agua pura, si a honrarlos tus ojos van, y en el cristal dejarán los rayos de tu hermosura. AURELIANA: Idos luego a las montañas, que es peligroso el palacio. HERACLIO: Son bárbaras sus hazañas. AURELIANA: ¡Quién te volviera despacio otra vez a sus entrañas! MITILENE: Ya por los montes suspiro. HERACLIANO: De tu modestia me admiro. AURELIANA: Toma, Heraclio.
Dale a HERACLIO una sortija, y él le besa la mano
HERACLIO: Eres muy franca. (Esta Emperatriz me arranca Aparte el alma cuando la miro.)
Vanse todos

FIN DEL ACTO PRIMERO

La rueda de la Fortuna, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 01 Jul 2002