LA MOZA DE CÁNTARO

Lope de Vega

Este texto electrónico fue preparado por David Hildner. Se basa en el encontrado en La moza de cántaro ed. Madison Stathers (New York: Henry Holt, 1913; revisada 1938). Esta edición fue trasladada al HTML por Vern Williamsen in 1997 para ser presentado en esta colección.


PERSONAS: 

ACTO I


 
Salen Doña MARÍA y LUISA, con unos papeles
LUISA: Es cosa lo que ha pasado para morirse de risa. MARÍA: ¿Tantos papeles, Lüisa, esos Narcisos te han dado? LUISA: ¿Lo que miras dificultas? MARÍA: ¡Bravo amor, brava fineza! LUISA: No sé si te llame alteza para darte estas consultas. MARÍA: A señoría te inclina, pues entre otras partes graves, tengo deudo, como sabes, con el duque de Medina. LUISA: Es título la belleza tan alto, que te podría llamar muy bien señoría, y aspirar, señora, a alteza. MARÍA: ¡Lindamente me conoces! Dasme por la vanidad. LUISA: No es lisonja la verdad, ni las digo, así te goces. No hay en Ronda ni en Sevilla dama como tú. MARÍA: Yo creo, Lüisa, tu buen deseo. LUISA: Tu gusto me maravilla. A ninguno quieres bien. MARÍA: Todos me parecen mal. LUISA: Arrogancia natural te obliga a tanto desdén. --Éste es de don Luis. MARÍA: Lo leo sólo por cumplir contigo. LUISA: Yo soy de su amor testigo. MARÍA: Y yo de que es necio y feo.
Lee
"Considerando conmigo a solas, señora doña María..." No leo.
Rompe el papel
LUISA: ¿Por qué? MARÍA: ¿No ves que comienza alguna historia, o que quiere en la memoria de la muerte hablar después? LUISA: Éste es de don Pedro. MARÍA: Muestra. LUISA: Yo te aseguro que es tal, que no te parezca mal. MARÍA: ¡Bravos rasgos! ¡Pluma diestra!
Lee
"Con hermoso, si bien severo, no dulce, apacible sí rostro, señora mía, mentida vista me miró vuestro desdén, absorto de toda humanidad, rígido empero, y no con lo brillante solícito, que de candor celeste clarifica vuestra faz, la hebdómada pasada."
Rómpele
¿Qué receta es ésta, di? ¿Qué médico te la dio? LUISA: Pues ¿no entiendes culto? MARÍA: ¿Yo? ¿Habla de "aciértame aquí"? LUISA: Hazte boba, por tu vida. ¿Puede nadie ser discreto sin que envuelva su conceto en invención tan lucida? MARÍA: ¿Ésta es lucida invención? Ahora bien, ¿hay más papel? LUISA: El de don Diego, que en él se cifra la discreción.
Lee
MARÍA: "Si yo fuera tan dichoso como vuestra merced hermosa, hecho estaba el partido."
Rómpele
¿Qué es partido? No prosigo. LUISA: ¿Que nada te ha de agradar? MARÍA: Pienso que quiere jugar a la pelota conmigo. Lüisa, en resolución, yo no tengo de querer hombre humano. LUISA: ¿Qué has de hacer, si todos como éstos son? MARÍA: Estarme sola en mi casa. Venga de Flandes mi hermano, pues siendo tan rico, en vano penas inútiles pasa. Cásese, y déjeme a mí mi padre; que yo no veo dónde aplique mi deseo de cuantos andan aquí, codiciosos de su hacienda; que, si va a decir verdad, no quiere mi vanidad que cosa indigna le ofenda. Nací con esta arrogancia. No me puedo sujetar, si es sujetarse el casar. LUISA: Hombres de mucha importancia te pretenden. MARÍA: Ya te digo que ninguno es para mí. LUISA: Pues ¿has de vivir ansí? MARÍA: ¿Tan mal estaré conmigo? Joyas y galas ¿no son los polos de las mujeres? Si a mí me sobran, ¿qué quieres? LUISA: ¡Qué terrible condición! MARÍA: Necia estás. No he de casarme. LUISA: Si tu padre ha dado el sí, ¿qué piensas hacer de ti? MARÍA: ¿Puede mi padre obligarme a casar sin voluntad? LUISA: Ni tú tomarte licencia para tanta inobediencia. MARÍA: La primera necedad dicen que no es de temer, sino las que van tras ella, pretendiendo deshacella. LUISA: Los padres obedecer es mandamiento de Dios. MARÍA: ¿Ya llegas a predicarme? LUISA: Nuño acaba de avisarme que estaban juntos los dos . . . MARÍA: ¿Quién? LUISA: Mi señor y don Diego. MARÍA: ¿Qué importa que hablando estén, si no me parece bien, y le desengaño luego? LUISA: Y don Luis ¿no es muy galán? MARÍA: Tal salud tengas, Lüisa. Muchas se casan aprisa, que a llorar despacio van. LUISA: Ésa es dicha y no elección; que mirado y escogido salió malo algún marido, y otros sin ver, no lo son. Que si son por condiciones los hombres buenos o malos, muchas que esperan regalos encuentran malas razones. Pero en don Pedro no creo que haya más que desear. MARÍA: Sí hay, Luisa... LUISA: ¿Qué? MARÍA: No hallar a mi lado hombre tan feo. LUISA: Mil bienes me dicen dél, y tú sola dél te ríes. MARÍA: Lüisa, no me porfíes; Que éste es don Pedro el Crüel. LUISA: Tu desdén me maravilla. MARÍA: Pues ten por cierta verdad que es rey de la necedad, como el otro de Castilla. LUISA: Don Diego está confïado; joyas te ha hecho famosas. MARÍA: ¿Joyas? LUISA: Y galas costosas; hasta coche te ha comprado. MARÍA: Don Diego de noche y coche. LUISA: ¡De noche un gran caballero! MARÍA: Mas ¡ay Dios! que no le quiero para don Diego de noche. Otra le goce, Lüisa, no yo. ¡De noche visiones! LUISA: Oigo unas tristes razones. MARÍA: Volvióse en llanto la risa. ¿No es éste mi padre? LUISA: Él es.
Don BERNARDO, de hábito de Santiago, con un lienzo en los ojos. DICHAS
BERNARDO: ¡Ay de mí! MARÍA: Señor, ¿qué es esto? ¿Vos llorando y descompuesto, y yo no estoy a esos pies? ¿Qué tenéis, padre y señor, mi solo y único bien? BERNARDO: Vergüenza de que me ven venir vivo y sin honor. MARÍA: ¿Cómo sin honor? BERNARDO: No sé. Déjame, por Dios, María. MARÍA: Siendo vos vida en la mía, ¿cómo dejaros podré? ¿Habéis acaso caído? Que los años muchos son. BERNARDO: Cayó toda la opinión y nobleza que he tenido. No es de los hombres llorar; pero lloro un hijo mío que está en Flandes, de quien fío que me supiera vengar. Siendo hombre, llorar me agrada; porque los viejos, María, somos niños desde el día que no quitamos la espada. MARÍA: Sin color, y el alma en calma os oigo, padre y señor; mas ¿qué mucho sin color, si ya me tenéis sin alma? ¿Qué había de hacer mi hermano? ¿De quién os ha de vengar? BERNARDO: Hija, ¿quiéresme dejar? MARÍA: Porfías, señor, en vano. Antes de llorar se causa la excusa, pero no agora; que siempre quiere el que llora que le pregunten la causa. BERNARDO: Don Diego me habló, María... Contigo casarse intenta... Respondíle que tu gusto era la primer licencia, y la segunda del Duque. Escribí, fue la respuesta no como yo la esperaba; que darte dueño quisieran estas canas, que me avisan de que ya mi fin se cerca. Puse la carta en el pecho, lugar que es bien que le deba; que llamarme deudo el Duque fue de esta cruz encomienda. Vino a buscarme don Diego a la Plaza (¡nunca fuera esta mañana a la Plaza!), y con humilde apariencia me preguntó si tenía (aunque con alguna pena) carta de Sanlúcar. Yo le respondí que tuviera a dicha poder servirle: breve y bastante respuesta. Dijo que el Duque sabía su calidad y nobleza; que le enseñase la carta, o que era mía la afrenta de la disculpa engañosa. Yo, por quitar la sospecha, saqué la carta del pecho, y turbado leyó en ella estas razones, María. --Quien tal mostró, que tal tenga. --"Muy honrado caballero es don Diego; pero sea el que ha de ser vuestro yerno tal, que al hábito os suceda como a vuestra noble casa." Entonces don Diego, vuelta la color en nieve, dice, y de ira y cólera tiembla: "Tan bueno soy como el Duque." Yo con ira descompuesta respondo: "Los escuderos, aunque muy hidalgos sean, no hacen comparación con los príncipes; que es necia. Desdecíos o le escribo a don Alonso que venga desde Flandes a mataros." Aquí su mano soberbia... Pero prosigan mis ojos lo que no puede la lengua. Déjame; que tantas veces una afrenta se renueva cuantas el que la recibe a el que la ignora la cuenta. Herrado traigo, María, el rostro con cinco letras, esclavo soy de la infamia, cautivo soy de la afrenta. El eco sonó en el alma; que si es la cara la puerta, han respondido los ojos, viendo que llaman en ella. Alcé el báculo... Dijeron que lo alcancé... no lo creas; que mienten a el afrentado, pensando que le consuelan. Prendióle allí la justicia, y preso en la cárcel queda: ¡pluguiera a Dios que la mano desde hoy estuviera presa! ¡Ay, hijo del alma mía! ¡Ay, Alonso! Si estuvieras en Ronda... Pero ¿qué digo? Mejor es que yo me pierda. Salid, lágrimas, salid . . . Mas no es posible que puedan borrar afrentas del rostro, porque son moldes de letras que, aunque se aparta la mano, quedan en el alma impresas.
Vase
LUISA: Fuese. MARÍA: Déjame de suerte que no pude responder. LUISA: Ve tras él; que puede ser que intente darse la muerte, viendo perdido su honor. MARÍA: Bien dices: seguirle quiero; que no es menester acero adonde sobre el valor.
Vanse. Salen Don DIEGO, FULGENCIO
FULGENCIO: La razón es un espejo de consejos y de avisos. DIEGO: En los casos improvisos ¿quién puede tomar consejo? FULGENCIO: Los años de don Bernardo os ponen culpa, don Diego. DIEGO: Confieso que estuve ciego. FULGENCIO: Es don Alonso gallardo y gran soldado. DIEGO: Ya es hecho, y yo me sabré guardar. FULGENCIO: Un consejo os quiero dar para asegurar el pecho. DIEGO: ¿Cómo? FULGENCIO: Que dejéis a España luego que salgáis de aquí. DIEGO: ¿A España, Fulgencio? FULGENCIO: Sí; porque será loca hazaña que a don Alonso esperéis; que, fuera de la razón que él tiene en esta ocasión, pocos amigos tendréis. Toda Ronda os pone culpa. DIEGO: Claro está, soy desdichado... Pues el haberme afrentado era bastante disculpa. FULGENCIO: Mostraros la carta fue yerro de un hombre mayor. DIEGO: En los lances del honor ¿quién hay que seguro esté? FULGENCIO: El tiempo suele curar las cosas irremediables.
El ALCAIDE de la Cárcel, con barba y bastón. DICHOS)
ALCAIDE: Una mujer está aquí que quiere hablaros. DIEGO: Dejadme, Fulgencio, si sois servido. FULGENCIO: A veros vendré a la tarde.
Vase
ALCAIDE: Llegó a la puerta cubierta; pedíle que se destape, y dijo que no quería. Parecióme de buen talle y cosa segura; en fin, gustó de que la acompañe a vuestro aposento. DIEGO: Que entre la decid, y perdonadme; que es persona principal, si es quien pienso. ALCAIDE: En casos tales se muestra el amor.
Vase. Dentro
(Entrad.)
Sale Doña MARÍA, cubierta con su manto
DIEGO: ¡Sola, mi señora, a hablarme, y en parte tan desigual de vuestra persona y traje! MARÍA: Dan ocasión los sucesos para desatinos tales. DIEGO: Descubríos, por mi vida, advirtiendo que no hay nadie que aquí pueda conoceros.
[Descúbrese doña María.]
MARÍA: Yo soy. DIEGO: Pues, ¡vos en la cárcel! MARÍA: El amor que me debéis desta manera me trae; que, agradecida del vuestro, me fuerza a que me declare. A pediros perdón vengo y a que no pase adelante este rigor, pues el medio de hacer estas amistades es el casarnos los dos; que cuando a saber alcance don Alonso que soy vuestra, no tendrá de qué quejarse. Con esto venganzas cesan, que suelen en las ciudades engendrar bandos, de quien tan tristes sucesos nacen. Vos quedaréis con la honra que es justo y que Ronda sabe, satisfecho el señor Duque, desenojado mi padre, y yo con tan buen marido que pueda mi casa honrarse y don Alonso mi hermano. DIEGO: ¿Quién pudiera sino un ángel, señora doña María, hacer tan presto las paces? Vuestro gran entendimiento y divino en esta parte, ha dado el mejor remedio que pudiera imaginarse. No le había más seguro, y sobre seguro, fácil, para que todos quedemos honrados cuando me case. No será mucha licencia que a el altar dichoso abrace, sagrado de mis deseos, donde está Amor por imagen, pues ya decís que sois mía. MARÍA: Quien supo determinarse a ser vuestra, no habrá cosa que a vuestro gusto dilate. Confirmaré lo que digo con los brazos. --Muere, infame.
Al abrazarle, saca una daga y dale con ella
DIEGO: ¡Jesús! ¡Muerto soy! ¡Traición! MARÍA: ¿En canas tan venerables pusiste la mano, perro? Pues estas hazañas hacen las mujeres varoniles. Yo salgo. ¡Cielo, ayudadme!
Vase. Sale FULGENCIO
FULGENCIO: Paréceme que he sentido una voz, y que salió esta mujer que aquí entró (que no sin sospecha ha sido) más turbada y descompuesta que piden casos de amor. No fue vano mi temor. ¡Don Diego!... ¿Qué sangre es ésta? DIEGO: Matóme doña María, la hija de don Bernardo. FULGENCIO: ¡Alcaide! ¡Gente! ¿Qué aguardo? (Mas cosa injusta sería Aparte ocasionar su prisión. Esperar que salga quiero; que esto ya es hecho.) DIEGO: Yo muero con razón, aunque a traición. Muy justa venganza ha sido, por fïarme de mujer. Mas no la dejéis prender. FULGENCIO: Yo pienso que habrá salido. Pero ¿por qué no queréis que la prendan? DIEGO: Ha vengado las canas de un padre honrado. Esto en viéndole diréis... Y que yo soy, cuanto a mí, su yerno, pues se casó conmigo, aunque me mató cuando los brazos le di. Con esto vuelvo a su fama lo que afrentarla pudiera. FULGENCIO: Toda la cárcel se altera. Quiero buscar esta dama.
Se lleva a don DIEGO. Salen el CONDE y don JUAN
CONDE: ¡Hermosa viuda, don Juan! No he visto cosa más bella. JUAN: Con razón, Conde, por ella esos desmayos os dan. CONDE: ¿Hay tal gracia de monjil? Que es de azabache, repara, imagen, menos la cara y manos, que son marfil. JUAN: Vos tenéis un gran sujeto para versos. CONDE: No he pensado meterme en ese cuidado; que pienso andar más discreto. JUAN: ¿Cómo? CONDE: Remitirme a el oro, que es excelente poeta. JUAN: Dicen que es rica y discreta: guardadle más el decoro. CONDE: ¿Fue vuestro crïado allá? JUAN: Con una crïada habló, y a estas horas pienso yo que bien informado está. CONDE: Mejor entre sus iguales suele hablar más libremente este género de gente.
Sale MARTÍN
JUAN: ¿Qué hay, Martín? Contento sales. MARTÍN: Servir a el Conde deseo. CONDE: Yo estimo tu buen amor. MARTÍN: Hablé con la tal Leonor, como si fuera en mi empleo, estando en larga oración la retórica lacaya, y ella, a manera de maya, serena toda facción. Díjela que me tenía sin alma Leonor la bella; que hacía un mes que la huella de sus chinelas seguía; y que bailando en el río de la castañeta al son, me entró por el corazón y por toda el alma el brío. Cuando ya la tuve tierna, pregunté la condición de su ama, y la razón de estado que la gobierna. Dijo que era principal, con deudos de gran valor, y que tenía su honor, desde que enviudó, cabal. Que era rica y entendida, y no de su casa escasa, si bien no entraba en su casa ni aun sombra de alma nacida. Que al parecer recatada era todo su cuidado, y díjome que había estado sólo dos meses casada; porque su noble marido, de enamorado, murió. CONDE: No envidio la muerte yo, la causa sí. JUAN: Necio ha sido, pues tanto tiempo tenía. MARTÍN: Poca edad y mucho amor, toda la vida, señor, remiten a solo un día. CONDE: ¿Cómo trae tan pequeñas tocas? JUAN: Más hermosa está. MARTÍN: Porque las largas son ya para beatas y dueñas. Y las cortas en la corte no se traen sin ocasión. CONDE: ¿Qué ocasión dará razón que para disculpa importe? MARTÍN: Muriósele a una casada su marido, y no quedó muy triste, pues le envolvió como si fuera pescada, en un pedazo de anjeo; y sin que cumpliese manda, con largas tocas de holanda salió vertiendo poleo en un reverendo coche. Pero el muerto, mal contento, del sepulcro a su aposento se trasladó aquella noche, y díjole "¡Vos, Holanda, y yo anjeo, picarona! ¿No mereció mi persona una sábana más blanda?" Esto diciendo, el difunto en las tocas se envolvió y el anjeo le dejó: ocasión desde aquel punto con que sin tocas las veo; y cuerdo temor ha sido, porque no vuelva el marido a dejarles el anjeo. CONDE: Cuanto la licencia alargas, la obligación disimulas. MARTÍN: Señor, en dueñas y en mulas están bien las tocas largas. CONDE: Mucha honestidad promete, y es decoro justo y santo. MARTÍN: Una viuda con un manto es obispo con roquete. Fuera de esto, aquel estar siempre en una misma acción no mueve la inclinación que el traje suele obligar. Ver siempre de una manera a una mujer es cansarse. CONDE: Pues ¿puede el rostro mudarse? MARTÍN: Pues ¿no se muda y altera, mudando el traje, el semblante? JUAN: Conde, Martín dice bien; porque el varïar tan bien da novedad a el amante. MARTÍN: De mi condición advierte que me pudren las pinturas, porque siempre las figuras están de una misma suerte. ¿Qué es ver levantar la espada en una tapicería a un hombre, que en todo el día no ha dado una cuchillada? ¿Qué es ver a Susana estar entre dos viejos desnuda, y que ninguno se muda a defender ni a forzar? Linda cosa es la mudanza del traje. CONDE: La viuda, en fin, ¿es conversable, Martín? MARTÍN: No me quitó la esperanza, si entráis con algún enredo; que dice que da lugar que la puedan visitar. CONDE: Yo le buscaré, si puedo. JUAN: Como visto no te hubiera, fácil remedio se hallara. CONDE: Si en que me ha visto repara, fingirme enojarla fuera. Llama; que yo he prevenido con que me pueda creer. JUAN: No lo echemos a perder. CONDE: No puedo estar más perdido.
Vanse. El CONDE, don JUAN, MARTÍN
MARTÍN: Ya te ha visto: a verte sale. No le has parecido mal. CONDE: ¿Hay jazmín, rosa y cristal que a la viudilla se iguale?
Salen doña ANA, de viuda, LEONOR y JUANA
ANA: Novedad me ha parecido; Vueseñoría perdone. CONDE: No hay novedad que no abone el deseo que he tenido de serviros, si yo fuese, para que no os cause enojos, tan dichoso en vuestros ojos, que serviros mereciese. ANA: Leonor, sillas.
A don JUAN
MARTÍN: (No va mal, pues piden sillas.)
A MARTÍN
JUAN: (Martín, la viudilla es serafín de perlas y de coral.) MARTÍN: (¿Agrádate a ti también?) JUAN: (A esa pregunta responde que está enamorado el Conde, y yo no.) MARTÍN: (Dices muy bien.) ANA: ¿Quién es este caballero? CONDE: Mi primo don Juan. ANA: Señor, perdonad. JUAN: No ha sido error. Hablad; que estorbar no quiero. ANA: Vos no podéis estorbar, ni aquí tendréis ocasión. JUAN: No lo mandéis. ANA: Es razón. JUAN: No me tengo de sentar. ANA: Ahora bien, yo no porfío. JUAN: Decísme que necio soy. CONDE: Oídme. ANA: Oyéndoos estoy. JUAN: Por lo mismo me desvío. CONDE: Señora, aunque os he mirado mil veces sin conoceros, antes que viniera a veros tuve de veros cuidado. Vuestro esposo, que Dios tiene, era mi amigo: jugamos una noche; comenzamos por una rifa, que viene a ser, como en los amores, la tercera que concierta, o a lo menos que dispierta el gusto a los jugadores. Perdió, picóse, sacó unos escudos, y luego, terciando mi primo el juego, cuatro sortijas perdió. Mas vamos a lo que importa. ANA: Esas sortijas eché menos: pesadumbre fue (tan mal amor se reporta) porque vine a sospechar que a alguna dama las dio.
A MARTÍN
JUAN: (Bien la mentira salió.) MARTÍN: (¿Hay cosa como atinar las sortijas que faltaron?) JUAN: (Hay dichosos en mentir.) MARTÍN: (A cuantas supe decir, con el hurto me pescaron. No he mentido sin que luego no se me echase de ver.) CONDE: Así se vino a encender con esta pérdida el juego, que perdió seis mil ducados sobre palabra segura, de que tengo una escritura. ANA: Más enredos y cuidados que días vivió conmigo don Sebastián me dejó. ¿Seis mil ducados? CONDE: Si yo basto, que soy quien lo digo, y los testigos presentes. MARTÍN: Al firmarla estuve allí tan presente como aquí.
A MARTÍN
JUAN: (¡Con qué desvergüenza mientes!) MARTÍN: (¡Qué gracia! El buen mentidor ha de ser, señor don Juan, descarado a lo truhán, y libre a lo historiador.) ANA: Pensé que vueseñoría me venía hacer merced. CONDE: Que os he de servir creed; que ésa fue la intención mía. No os dé pena la escritura, puesto que fue de mayor; que no tiene mal fiador la paga en vuestra hermosura.
A don JUAN
MARTÍN: (¿Hay oficial de escritorios que encaje el marfil ansí?) JUAN: (En amando, para mí son los engaños notorios.) MARTÍN: (¿Amor se funda en engaños?) JUAN: (Primero que el amor fueron; pues desde que ellos nacieron el mundo cuenta sus daños.) CONDE: Si yo, señora, creyera cobrar la deuda de vos, sin conocernos los dos, por otro estilo pudiera. No vengo sino a ofreceros cuanto tengo y cuanto soy, con que pagado me voy, y aun deudor de sólo veros. Sólo os suplico me deis licencia de visitaros, si fuere parte a obligaros confesar que me debéis, no dineros, sino amor. ANA: Yo quedo tan obligada, como deudora y pagada de vuestro heroico valor. CONDE: Bésoos las manos. ANA: El cielo os guarde. CONDE: ¿Vendré? ANA: Venid.
Vase el Conde
ANA: ¡Ah, señor don Juan! Oíd. MARTÍN: (Cayó el pez en el anzuelo.) Aparte JUAN: ¿En qué os sirvo? ANA: Bien sé yo que todo aquesto es mentira. JUAN: Y yo sé que el Conde os mira; esto de la deuda no. ANA: ¡Mala entrada de galán, entrar mintiendo! JUAN: Señora, mi primo el Conde os adora. ANA: Id con Dios, señor don Juan; que yerra el Conde en traeros. JUAN: ¿Deacredítolo yo? ANA: Cuando el Conde me miró me dio ocasión de quereros. JUAN: Aunque deudos, nos preciamos mucho más de ser amigos, aunque envidias ni enemigos no quieren que lo seamos. Queredle bien; que merece, señora, que lo queráis. ANA: Lo que por él negociáis al Conde desfavorece. JUAN: Voy; que en la carroza aguarda. Dad licencia que os visite, y que yo lo solicite. ANA: Si vuelve con vos, ya tarda. JUAN: Tanto favor da a entender que por él queréis honrarme. ANA: Por vos quiero yo obligarme para que me vuelva a ver. JUAN: Todo se lo digo ansí. ANA: Yo os tengo por más discreto. JUAN: ¿Volverá el Conde en efeto? ANA: No sin vos, y con vos sí.
Vanse don JUAN y MARTÍN
LEONOR: Mucho le has favorecido, para ser la vez primera. ANA: Cuando él me favoreciera, mi favor lo hubiera sido; mas no me quiso entender: tomo la amistad del Conde. JUANA: Agora tibio responde. Aun no ha llegado a querer.
Para sí
ANA: (Necio pensamiento mío, que en tal locura habéis dado, volved atrás, afrentado de ver tan necio desvío. Yo, que de tanto me río, ¿ruego, pretendo, provoco? Pensamiento, poco a poco, no diga el honor que pierdo que sois con desdenes cuerdo, ya que quisistes ser loco. Dieron los ojos en ver, puesto que en lugar sagrado, al hombre más recatado de mirar y de entender; mas, ya que ha venido a ser provocado a desafío, responde tan necio y frío, que me pide que a otro quiera: mirad ¿quién tal os dijera, triste pensamiento mío? En vano estoy descansando con daros disculpa a vos; mas tengámosla los dos, vos amando y yo pensando; porque de pensar amando lo que puede resultar, viene el alma a sospechar lo que imaginó del ver; porque no hubiera querer si no hubiera imaginar. Que no queráis os advierto hombre tan fino y helado, que por lo helado me ha dado tristes memorias del muerto. Pero si a cogerle acierto con mirar y con rogar . . . Guárdese, pues, de llegar; que, agraviada una mujer, quiere hasta que ve querer, por vengarse en olvidar.)
Vanse. Sale el INDIANO y un MOZO de mulas
INDIANO: Pasaremos de Adamuz si este recado nos dan. MOZO: Por eso dice el refrán: "Adamuz, pueblo sin luz." Mas mira que desde aquí comienza Sierra Morena. INDIANO: Tú las jornadas ordena; eso no corre por mí.
Sale un MESONERO
MESONERO: Bien venidos, caballeros. INDIANO: Pues, huésped, ¿qué hay que comer? MESONERO: Desde hoy a el amanecer dos mozos, seis perdigueros vienen con un perdigón, de que estoy desesperado. INDIANO: Para mí basta. MESONERO: Ha llegado a hurtaros la bendición una mujer que le tiene. INDIANO: Y cuando yo le tuviera, por ser mujer se le diera. ¿Viene sola? MESONERO: Sola viene. INDIANO: ¡Sola! ¿De qué calidad? MESONERO: Pobre, y de brío gallarda; porque en un rocín de albarda (el término perdonad) como un soldado venía. Ella propria se apeó, le ató y de comer le dio con despejo y bizarría. Volvíla a mirar y vi que un arcabuz arrimaba. INDIANO: ¿Que es tan brava? MESONERO: Aunque es tan brava, os aseguro de mí que más su cara temiera que su arcabuz. INDIANO: ¿Habéis sido galán? MESONERO: Bien me han parecido. Ya pasó la primavera, y estamos en el estío: así los años se van. INDIANO: ¿Qué traje trae? MESONERO: Un gabán que cubre el traje, no el brío; un sombrero razonable... Todo de poco valor; al fin, parece, señor, de buena suerte y afable, menos aquel arcabuz. INDIANO: ¿Es ésta? MESONERO: La misma es.
Sale doña MARÍA, con sombrero, gabán y un arcabuz
MARÍA: (Temerosa voy, después Aparte que he entrado por Adamuz, por ser camino real, a que nunca me atreví; si bien desde que salí, ha sido el ánimo igual al peligro que he tenido. ¡Ay padre, y cuánto dolor me da el verte sin favor, si no es que el Duque lo ha sido! Suelen faltar los amigos en la mejor ocasión; Mas ¡ay! que tus años son los mayores enemigos. Los de mi hermano pudieran suplir los tuyos, señor, aunque no para tu honor más que mis manos hicieran. Yo cumplí su obligación; mas defenderte no puedo, por no acrecentar el miedo de mi muerte o mi prisión. Al fin, bien está lo hecho. ¿De qué me lamento en vano? ¡Traidor don Diego! ¡A un anciano con una cruz en el pecho! . . . Así para quien se atreve a las edades ancianas; que es atreverse a unas canas violar un templo de nieve. Pero la mano piadosa del cielo quiere que espante a un Holofernes gigante una Judit valerosa.) INDIANO: Como suelen los caminos dar licencia a los que pasan para entretener las horas, que por ellos son tan largas, a preguntaros me atrevo si lo ha de ser la jornada, o por ventura tenéis cerca de aquí vuestra casa. MARÍA: No soy, señor, desta tierra. INDIANO: Como os vi sola, pensaba que érades de alguna aldea de aquesta fértil comarca. MARÍA: No, señor; que yo nací de esa parte de Granada, y a servir en ella vine; que cuando los padres faltan en tierna edad a los pobres, no tienen otra esperanza. No se cansó mi fortuna, pues cuando contenta estaba del buen dueño que tenía, persona de órdenes sacras, le llevó también la muerte, que para mayor mudanza me dio ocasión, como veis. INDIANO: Y ¿dónde vais? MARÍA: Siempre hablaba esta persona que digo con notables alabanzas de la corte y de Madrid: yo, pues, a quien ya faltaba dueño, con algún deseo que de ver grandeza tanta nació con mi condición, determiné de dar traza de ir a servir a la corte. Y una vez determinada, lo que viviendo tenía el buen cura (que Dios haya) para su regalo y gusto, arcabuz, rocín de caza y este gabán, tomé luego, y voy con notables ansias de ver lo que alaban todos. MOZO: El camino de Granada no es éste. MARÍA: Decís muy bien; mas vine por ver si estaba en Córdoba un deudo mío. INDIANO: ¡Determinación extraña de una mujer! MARÍA: Soy mujer. INDIANO: Decís muy bien, eso basta. Yo voy también a Madrid: traigo jornada más larga, porque vengo de las Indias; que pocas veces descansa el ánimo de los hombres aunque sobre el oro y plata. Y si allá habéis de servir, porque me dicen que tarda el premio a las pretensiones que la ocupación dilata, casa tengo de poner: si en el camino os agrada mi trato, servidme a mí. MARÍA: El cielo por vos me ampara. Desde hoy soy crïada vuestra, y creed que soy crïada que os excusaré de muchas. MOZO: (Convertirse quiere en ama.) Aparte MARÍA: No habrá cosa que no sepa. MOZO: Y yo salgo a la fïanza; que la buena habilidad se le conoce en la cara. INDIANO: Hanme dicho que en la corte hay ocasiones que gastan inútilmente la hacienda, y yo querría guardarla; que cuesta mucho adquirirla. MARÍA: La familia es excusada donde hay tanta confusión, pues no se repara en nada. Yo sola basto a serviros: no habrá cosa que no haga, de cuantas haciendas tiene el gobierno de una casa. INDIANO: Pues partamos en comiendo, y fïad de mí la paga. MARÍA: (¡Ay fortuna! ¿Dónde llevas una mujer desdichada? Pero no fueras fortuna a saber en lo que paras.)

FIN DEL ACTO PRIMERO

La moza de cántaro,  Jornada II  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002