ACTO SEGUNDO


Salen el DUQUE, don JUAN y BELTRÁN, todos de color
DUQUE: ¿Cómo los toros dejáis? JUAN: Viéndome sin vos en ellos, estaba de los cabellos. ¿Del juego, cómo quedáis? Que era robado el partido. DUQUE: Cogiéronme de picado. He perdido, y me he cansado. JUAN: Mil cosas habéis perdido: el descanso, y el dinero y los toros. BELTRÁN: ¡Que haya juicio que del cansancio haga vicio, y tras un hinchado cuero, que el mundo llama pelota, corra ansioso y afanado! ¡Cuánto mejor es, sentado, buscar los pies a una sota que moler piernas y brazos! Si el cuero fuera de vino, aun no fuera desatino sacarle el alma a porrazos. Pero, ¡perder el aliento con una y otra mudanza, y alcanzar, cuando se alcanza, un cuero lleno de viento, y cuando, una pierna rota, brama un pobre jugador, ver, al compás del dolor, ir brincando la pelota! JUAN: El brazo queda gustoso, si bien la pelota dio. BELTRÁN: Séneca la comparó al vano presuntüoso; y esa semejanza ha dado sin duda al juego sabor, porque no hay gusto mayor que apalear un hinchado. mas, si miras el contento de un jugador de pelota, y un cazador, que alborota con halcón la cuerva al viento, ¿por dicha tendrás la risa viendo que a presa tan corta que, vencida, nada importa, corre un hombre tan de prisa, que apenas tocan la hierba los caballos voladores? ¡Válgaos Dios por catadores ¿Qué os hizo esa pobre cuerva? DUQUE: De la guerra has de pensar que es la caza semejanza, y así el ardid, la asechanza el seguir y el alcanzar es gustoso pasatiempo. BELTRÁN: ¿Mil contra una cuerva? Sí, bien dices; que son así las pendencias de este tiempo. JUAN: Beltrán, satírico estás. BELTRÁN: ¿En qué discreto, señor, no predomina ese humor? JUAN: Como matas morirás. BELTRÁN: En Madrid estuve yo en corro de tal tijera, que la pegaba cualquiera al padre que lo engendró; y, si alguno se partía del corro, los que quedaban mucho peor de él hablaban que él de otros hablado había. Yo, que conocí sus modos, a sus lenguas tuve miedo, y--¿qué hago?--estoime quedo hasta que se fueron todos. Pero no me valió el arte; que, ausentándose de allí, sólo a murmurar de mí hicieron un corro aparte. Si el maldiciente mirara este solo inconveniente, ¿hallárase un maldiciente por un ojo de la cara? JUAN: ¿Fuera por eso peor? BELTRÁN: Espántome que eso ignores. Más que cien predicadores importa un murmurador. Yo sé quién ni con sermones, ni cuaresmas, ni consejos de amigos sabios y viejos, puso freno a sus pasiones, ni sus costumbres redujo en gran tiempo; y solamente de temor de un maldiciente, vive ya como un cartujo. DUQUE: Digo que tenéis, don Juan, entretenido crïado. JUAN: Es agudo, y ha estudiado algunos años Beltrán. DUQUE: ¿Qué hay de doña Ana? JUAN: Esta noche parte, sin duda, a Madrid. DUQUE: Nuestra invención prevenid. JUAN: Ella, Duque, va en su coche; su gente, en uno alquilado. DUQUE: Bien nos viene. JUAN: Así lo espero. DUQUE: ¿Apercibióse el cochero? JUAN: Ya, señor, lo he concertado. DUQUE: ¿Y está en los toros doña Ana? JUAN: No la he visto; pero sé que, cuando en ellos esté, ni en andamio ni en ventana de suerte estará que pueda ser de nadie conocida; que no por fiestas olvida obligaciones que hereda. DUQUE: ¿Cuántos toros vistes? JUAN: Tres, y entró don Mendo al tercero, despreciando en un overo al amor y al interés. Salió con verde librea, robando así corazones, que aun el toro a sus rejones con su muerte lisonjea. DUQUE: ¿Tan bueno anduvo el Guzmán? JUAN: En todo es hombre excelente don Mendo. DUQUE: (¡Cuán diferente Aparte suele hablar él de don Juan!) Cansado estoy. JUAN: Reposar podéis, señor, entre tanto que da Tetis con su manto a nuestra invención lugar. DUQUE: Que a su tiempo me despiertes, te encargo.
Vase el DUQUE
JUAN: Tendré cuidado. BELTRÁN: ¿Por qué, señor, no has pintado caballos, toros y suertes? Que con eso, y con tratar mal a los calvos, hicieras comedias, con que pudieras tu pobreza remediar. A que te cuenten me obligo, seiscientos por cada una. JUAN: Pues supongamos que en una eso que me adviertes digo. En otra, ¿qué he de decir? Que a un poeta le está mal no variar; que el caudal se muestra en no repetir. BELTRÁN: Para dar desconocidos estos platos duplicados, dar aquí calvos asados, y acullá calvos cocidos. Pero, señor, a las veras vuelva la conversación. ¿No me dirás la intención que llevan estas quimeras? ¿Para qué se han prevenido los dos capotes groseros? ¿Qué es esto de los cocheros? JUAN: Escucha. Irás advertido. Desde aquella alegre noche que al gran Precursor el suelo celebra por alba hermosa del Sol de Justicia eterno, de la encontrada porfía en que me opuso don Mendo, a mil gracias que conté de doña Ana, mil defetos, en el corazón del duque nació un curioso deseo de cometer a sus ojos la definición del pleito. A don Mendo le explicó el Duque este pensamiento, y para ver a doña Ana, quiso que él fuese el tercero. Él se excusó, procurando divertirlo de este intento, o temiendo mi victoria, o anticipando sus celos. Creció en el mancebo duque el apetito con esto; que, sospechando su amor, hizo tema del deseo. Declaróme su intención, y yo en su ayuda me ofrezco, dándome esperanza a mí lo que temor a Don Mendo. Y como doña Ana estaba aquí, velando a San Diego, venimos hoy a los toros más por verla que por verlos. Y sabiendo que esta noche se parte mi dulce sueño, por quien ya comienza Henares el lloroso sentimiento; por poder gozar mejor de su cara y de su ingenio, porque las gracias del alma son alma de las del cuerpo, tratamos acompañarla, sirviéndole de cocheros, nuevos faetones del sol, si atrevidos, no soberbios. Con los cocheros ha sido para este fin el concierto, para esto la prevención de los capotes groseros; que a tales trazas obliga en ella el recado honesto, en el Duque sus antojos y en mí, Beltrán, mis deseos. BELTRÁN: Todo lo demás alcanzo, y eso postrero no entiendo. ¿Cómo en el amor del Duque funda el tuyo su remedio? JUAN: Mientras sin contrario fuerte ame a doña Ana don Mendo, ella está en su amor muy firme. A mudarla no me atrevo; y como el duque es persona a cuyas fuerzas y ruegos puede mudarse doña Ana, que la conquiste pretendo, para que, andando mudable, entre los fuertes opuestos, no estando firme en su amor, esté flaca a mi deseo. BELTRÁN: Esa es cautela que enseña el diestro don Luis Pacheco que dice que está la espada más flaca en el movimiento. JUAN: Mejor se sujeta entonces. De esa lición me aprovecho. BELTRÁN: Y dime, por vida tuya, ¿agora sales con esto? ¿No eres tú quien me dijiste, "Si de esta vez no la muevo, morirá mi pretensión, aunque vivan mis deseos?" JUAN: Imita mi amor al hijo de la tierra, aquel Anteo, que, derribado, cobraba nueva fuerza y valor nuevo. BELTRÁN: Pensé que, desesperado, lo curabas como a muerto; que aunque la traza es aguda, pongo gran duda en su efeto; que el duque es muy poderoso. Llevarála. JUAN: Por lo menos, si vence, alivio será que por un duque la pierdo; y si no, consolaráme ver que lo que yo no puedo, tampoco ha podido un duque. BELTRÁN: En fe de aquesos consuelos, has cortado la cabeza totalmente a tus intentos, y estando tu mal dudoso, has querido hacerlo cierto. Quieres que el duque la lleve por quitársela a don Mendo, y, del daño, el daño mismo has tomado por remedio. El epigrama que a Fanio hizo Marcial, viene a pelo. JUAN: ¿Cómo dice? BELTRÁN: Traducido, dice así, en lenguaje nuestro: "Querïendo Fano hüir sus contrarios, se mató." ¿No es furor, pregunto yo, para no morir, morir? JUAN: El epigrama es agudo; mas la aplicación te niego; que no es, como tú imaginas, que venza el duque, tan cierto; que si él es grande de España es el querido don Mendo, y esto es ser grande también en la presencia de Venus. BELTRÁN: Grandes son los dos contrarios, y tú, señor, muy pequeño; mas, si Fortuna te ayuda, juzgo posible tu intento. Dos valientes salteadores, por un hurto que habían hecho riñeron; que cada cual lo quiso llevar entero; y, mientras ellos reñían, un ladroncillo ratero cogió la presa. JUAN: Dios quiera que me suceda lo mesmo.
Vanse don JUAN y BELTRÁN. Salen Doña ANA y doña LUCRECIA, de camino
ANA: ¿Cómo en los toros te ha ido? LUCRECIA: Jamás hicieron provecho en las dolencias del pecho los remedios del sentido; que en un rabioso cuidado, tanto con el alma asisto, que, aunque los toros he visto, prima, no los he mirado. ANA: Yo apostaré que hay amor. LUCRECIA: Forzoso es ya que te cuente, porque el daño no se aumente, la causa de mi dolor. Doce veces ha vestido Febo de luz a su hermana, después, hermosa doña Ana, que me sujetó Cupido. Mas no fácil en mi amor llevó el que adoro la palma; que al postrer precio del alma le rendí el primer favor. Hasta aquí te lo he callado, porque muestra liviandad la que sin necesidad manifiesta su cuidado; mas ya que teme el amor, si callo, un agravio injusto, viendo que se anega el gusto, se arroja a nado el honor. Don Mendo es, pues, el sujeto por quien quiso amor que muera; que menor causa no hiciera en mi tan tirano efeto. Supe que daba en mirar tu belleza soberana; que sólo por ti, doña Ana, me pudiera a mí olvidar. A mi celosa querella satisfacer intentó; mas aunque el fuego aplacó, quedó viva la centella. Supe que a Henares venía hoy con galas y librea. ¿Por quién quieres tú que sea, si a mí en Madrid me tenía? Pedí a mi padre licencia para venir a Alcalá, y porque estabas tú acá, me ha permitido esta ausencia. No vine a los toros, no, mas a impedir nuestro daño, con que sepas tú tu engaño y mi desengaño yo. Y, porque probar pretendo mi verdad, este papel mira, y confirma con él las traiciones de don Mendo. A los celos satisface de que yo cargo le hice. Mira de ti lo que dice y contigo lo que hace.
Da un papel a doña ANA y ella lee
ANA: "Tu sentimiento encareces sin escuchar mis disculpas. Cuanto sin razón me culpas, tanto con razón padeces. Si miras lo que mereces, verás cómo la pasión te obliga a que, sin razón, agravies, en tu locura, con las dudas, la hermosura; con los celos, la elección. Lucrecia, de ti a doña Ana ventaja hay más conocida que de la muerte a la vida, de la noche a la mañana. ¿Quién a la hermosa Dïana, trocará por una estrella? Deja la injusta querella, desengaña tus enojos, que tengo un alma y dos ojos para escoger la más bella." LUCRECIA: ¿Qué dices de ese papel? ANA: Si estás viendo, prima, aquí lo que él ha dicho de mí, ¿qué quieres que diga de él? Pierde el cuidado crüel que te obliga a recelar, cuando así me ves tratar, si es cosa cierta el nacer la injuria de aborrecer y la alabanza de amar. Mas, cansada te imagino. Entra a reposar un rato; que, para hablar de tu ingrato, será tercero el camino. LUCRECIA: Mi celoso desatino el sueño me ha de impedir. ANA: A las doce es el partir forzoso. LUCRECIA: Y tú ¿no reposas? ANA: No, Lucrecia; que mil cosas me faltan por prevenir. LUCRECIA: ¿Puedo ayudarte? ANA: Ayudarme dejarme sola será. LUCRECIA: El obedecerte es ya forzoso.
Vase doña LUCRECIA
ANA: Como el matarme. Celia, ven, ven a ayudarme a lamentar mi tormento; presta tu voz a mi aliento, que en desventura tan grave por una boca no cabe a salir el sentimiento.
Sale CELIA
CELIA: ¿Qué ha sido? ANA: Nuevos agravios del vil don Mendo; que, en suma, firma también con la pluma lo que afirmó con los labios. CELIA: Mudar consejo es de sabios. Hasta aquí nada has perdido; tu misma vista y oído te han avisado tu daño. Agradece el desengaño que a tan buen tiempo ha venido. Quien así te injuria ausente y presente lisonjea, o, engañoso, te desea, o, deseoso, te miente; y, cuando cumplir intente lo que ofrece y ser tu esposo, si ordinario, y aun forzoso es el cansarse un marido, ¿cómo hablará arrepentido quien habla así deseoso? ANA: No es, Celia, mi corazón ángel en aprehender, que nunca pueda perder la primera aprehensión. No es bronce mi corazón, en quien viven inmortales las esculpidas señales; mudarse puede mi amor. Si puede, ¿cuándo mejor que con ocasiones tales? No pienses que está ya en mí tan poderoso y entero el gigante amor primero a quien tanto me rendí. Desde la noche que oí mis agravios, la memoria en tan afrentosa historia tan rabiosamente piensa, que entre el amor y la ofensa dudaba ya la vitoria. Pero con tan gran pujanza la nueva injuria ha venido, que del todo se ha rendido el amor a la venganza. CELIA: ¿Serás firme en la mudanza? ANA: 0 el Cielo mi mal aumente. CELIA: Tus venturas acreciente como el contento me ha dado tu pensamiento, mudado de un hombre tan maldiciente. Que desde que, estando un día viéndote por una reja, la cerré y me llamó vieja, sin pensar que yo le oía, tal cual soy, no lo querría, si él fuese del mundo Adán. ANA: Que eran botes mi Jordán dijo de mí; ¿qué te altera que a tus años se atreviera? CELIA: ¡Cuán diferente es don Juan! Ofendido y despreciado es honrar su condición, cuanto el lengua de escorpión ofende, siendo estimado. Una vez, desesperado, don Juan se quejaba así: "¿Qué delito cometí en quererte, ingrata fiera? ¡Quiera Dios!... Pero no quiera; que te quiero más que a mí." ¡Si vieras la cortesía y humildad con que me habló cuando licencia pidió para verte el otro día! ¡Si vieras lo que decía en mi defensa a un crïado, que porfïaba arrojado que, si yo dificultaba la visita, lo causaba ser él pobre y desdichado! ¡Si vieras!... Pero ¿ qué vieras que igualase a lo que viste, cuando del traidor le oíste defenderte tan de veras? Ya te ablandaras si fueras formada de pedernal. ANA: ¿Qué te obliga a que tan mal te parezca mi desdén? CELIA: Tener a quien habla bien inclinación natural y sin ella, me obligara la razón a que lo hiciera. ANA: Celia, ¡si don Juan tuviera mejor talle y mejor cara! CELIA: Pues, ¿cómo? ¿En eso repara una tan cuerda mujer? En el hombre no has de ver la hermosura o gentileza: su hermosura es la nobleza; su gentileza el saber. Lo visible es el tesoro de mozas faltas de seso, y, las más veces, por eso topan con un asno de oro. Por esto no tiene el moro ventanas; y es cosa clara que, aunque al principio repara la vista, con la costumbre pierde el gusto o pesadumbre de la buena o mala cara. ANA: No niego que, desde el día que defenderme le oí, tiene ya don Juan en mí mejor lugar que solía; porque el beneficio cría obligación natural. Y, pues el rigor mortal aplacó ya mi desdén, principio es de querer bien el dejar de querer mal. Pero, no fácil se olvida amor que costumbre ha hecho, por más que se valga el pecho de la ofensa recibida, y una forma corrompida a otra forma hace lugar. Mas bien puedes confïar que el tiempo irá introduciendo a don Juan, pues a don Mendo he comenzado a olvidar. CELIA: ¿Podré yo ver el papel? ANA: Pide luces, que la oscura noche impedirte procura ver mis agravios en él. CELIA: Ya están las luces aquí. ANA: Ten el papel.
Dale el papel a CELIA. Sale el ESCUDERO
ESCUDERO: Dos cocheros piden licencia de veros. ANA: Entren. ESCUDERO: Entrad.
Salen el DUQUE y don JUAN, de cocheros
JUAN: Pues a ti nunca te ha visto, seguro habla de ser conocido; mientras yo callo, escondido, en manto de sombra oscuro. DUQUE: El cielo os guarde, señora. ANA: Bien venido. DUQUE: Acá me envía el cochero que os servía, y no puede hacerlo agora, rendido a un dolor crüel. ¿A qué hora habéis de partir? Que os tengo yo de servir esta jornada por él. ANA: ¿Tanto es su mal? JUAN: Por lo menos, no podrá serviros hoy. ANA: Pésame. DUQUE: Persona soy con quien no lo echaréis menos. ANA: A media noche esté el coche prevenido a la carrera. DUQUE: Y será la vez primera que el sol sale a media noche. ANA: ¿Cómo es eso? DUQUE: ¿Cómo es eso? ANA: ¿Tierno sois? DUQUE: ¿Es contra ley? Alma tengo como el rey; aunque este oficio profeso, no huyo de amor los males, que, si por ellos no fuera, yo os juro que no estuviera cubierto de estos sayales. ANA: Pues qué ¿son disfraz de amor por infanta pretendida? DUQUE: Puede ser. ANA: (¡Bien, por mi vida! Aparte El cochero tiene humor.) CELIA: Don Mendo viene. ANA: Id con Dios, y a media noche os espero. DUQUE: Tengo, por mi compañero, también que tratar con vos; que es suyo el coche en que va vuestra gente; y esta noche ya veis cuánto vale un coche, y concertado no está. La visita recebid, que los dos esperaremos. ANA: Por eso no reñiremos si con bien llego a Madrid. DUQUE: Señora, entre padres e hijos parece bien el concierto.
Apártase el DUQUE con don JUAN. Salen don MENDO y LEONARDO
MENDO: ¡Gloria a Dios, que llego al puerto de combates tan prolijos! DUQUE: Escuchar pretendo así si a don Mendo favorece doña Ana. JUAN: Pues ¿qué os parece? DUQUE: Que por mi daño la vi...
Salen doña LUCRECIA y ORTIZ
LUCRECIA: ¡Don Mendo con ella, cielos! ORTIZ: ¿Si sabe que estás acá?
Pónese LUCRECIA a escuchar
LUCRECIA: Cerca el desengaño está. ORTIZ: Hoy averiguas tus celos. MENDO: ¿Qué es esto, doña Ana hermosa? ¿No me respondes? ¿ Qué es esto? ¿Quién ha mudado tan presto mi fortuna venturosa? ¿Tú, señora, estás así grave y callada conmigo? ¿Quién me ha puesto mal contigo? ¿Quién te ha dicho mal de mí? Habla. Dime tu querella. ANA: ¿Tú puedes causarme enojos teniendo "un alma y dos ojos para escoger la más bella?" MENDO: (Palabras son que escribí Aparte a la engañada Lucrecia.) Esperado habrá la necia Lucrecia tener de mí favor con hacerme daño; mas no pienso que le importe. Vamos, señora, a la corte, verás si la desengaño... LUCRECIA: (¡Ah, falso!) Aparte MENDO: ...que su favor no estimo, porque concluya, lo que una palabra tuya, aunque la engendre el rigor. ANA: ¿Cómo, pues, "si el labio mueve mi mediano entendimiento, helado queda mi aliento entre palabras de nieve?" MENDO: (Don Juan le debió de dar Aparte cuenta de nuestra porfía; mas aquí la industria mía las suertes ha de trocar; que si la verdad confieso y que el amor y el poder temí del duque, es mujer, y despertará con eso.) Vuelve ese rostro, en que veo cifrado el cielo de amor. ANA: Don Mendo, así está mejor quien tiene "el cerca tan feo". MENDO: Yo colijo que don Juan de Mendoza, mal mirado, la contienda te ha contado de la noche de San Juan; que conozco esas razones que el necio dijo de ti, porque yo le defendí tus divinas perfecciones. JUAN: (¡Ah, traidor!) Aparte DUQUE: Disimulad. MENDO: Pero don Juan bien podía callar, pues que yo quería perdonar su necedad. Mas ya que estás de esa suerte de mí, señora, ofendida, porque le dejé la vida, a quien se atrevió a ofenderte, no me culpes; que el estar el duque Urbino presente pudo de mi furia ardiente el ímpetu refrenar. CELIA: ¡Qué embustero! ANA: (¡Qué engañoso!) Aparte CELIA: ¡Mira con quién te casabas! MENDO: Si por eso me privabas de ver ese cielo hermoso, vuelve; que presto por mí cortada verás la lengua que en tus gracias puso mengua. ANA: Pues guárdate tú de ti. MENDO: ¿Yo de mí? ¿Luego yo he sido quien te ofendió? ANA: Claro está. ¿Quién si no tú? MENDO: ¿Cuánto va que ese falso fementido, lisonjero universal con capa de bien hablado, por adularte ha contado que él dijo bien y yo mal? Mas brevemente verán estos ojos, dueño hermoso, castigado al malicioso. ANA: "Para entre los dos, don Juan es un buen hombre; y si digo que tiene poco de sabio, puedo, sin hacerle agravio: vuestro deudo es y mi amigo; mas esto no es murmurar." MENDO: Eso dije a solas yo al duque, que se admiró de verle vituperar lo que yo tanto alabé. ANA: Dilo al revés. MENDO: Según esto, quien contigo mal me ha puesto el Duque sin duda fué. ¡Aun no ha llegado a la corte y ya en enredos se emplea! ¡0 piensa que está en su aldea, para que nada le importe su grandeza o calidad al necio rapaz conmigo, para no darle el castigo? DUQUE: (¡Ah, traidor!) Aparte JUAN: Disimulad. ANA: ¿Qué sirven falsas excusas, qué quimeras, qué invenciones, donde la misma verdad, acusa tu lengua torpe? Hablas tú tan mal de mí sin que contigo te enojes, ¿y enójaste con quien pudo contarme tus sinrazones? Quien te daña es la verdad de las culpas que te ponen. pecaste y yo lo supe, ¿qué importa saber de dónde? Pues nadie me ha referido lo que hablaste aquella noche. Verdad te digo, o la muerte en agraz mis años corte. Y siendo así, sabes tú que son las mismas razones las que aquí me has escuchado que las que dijiste entonces. Y pues las sé, bien te puedes despedir de mis favores, y, a toda ley, hablar bien, porque las paredes oyen.
Vase doña ANA
MENDO: Vuelve, escucha. dueño hermoso, lo que mi fe te responde; y pues oyen las paredes, oye tú mis tristes voces. LUCRECIA: (Mas que de tristeza mueras.) Aparte
Vanse doña LUCRECIA y ORTIZ
CELIA: (Mas que eternamente llores.) Aparte DUQUE: ¿De dónde pudo doña Ana saber lo que aquella noche hablamos? JUAN: Yo no lo he dicho. DUQUE: Ni yo.
Vase el DUQUE
JUAN: Las paredes oyen.
Vase don JUAN
MENDO: Oyeme tú, Celia. Así tus floridos años logres. CELIA: Las que ya llamaste canas, ¿cómo agora llamas flores? MENDO: ¿Quién te ha dicho tal de mí, Celia? CELIA: Las paredes oyen.
Vase CELIA
MENDO: ¿Qué es esto, suerte enemiga? ¿Por tan falsas ocasiones, tan verdadera mudanza en voluntad tan conforme? ¡Que pueda ser, quien me ha dado los más estrechos favores a mi acusación, de cera, y a mi descargo, de bronce! ¿A mis contrarios escuchas? ¿A malos terceros oyes? ¿A mí el oído me niegas? ¿A mí la cara me escondes? LEONARDO: Con la pasión no discurres. ¿Posible es que no conoces que tan estraños efetos a mayor causa responden? No por las culpas que dice hay mudanza en sus amores, antes por haber mudanza aquestas culpas te pone. Que si el enojo que ves causaran tus sinrazones, no tan resuelta negara los oídos a tus voces; que, a quien obligan ofensas de quien ama a que se enoje, la satisfación desea cuando la culpa propone. Doña Ana no quiso oírte, y, así, me espanta que ignorcs que culpas ha menester, pues huye satisfaciones; y el que anda a caza de culpas, intención resuelta esconde, y pretende dar color de castigo a sus errores. MENDO: Bien imaginas. LEONARDO: Señor, ciego estás, pues no conoces su desamor en su ausencia, su engaño en sus dilaciones. Dilató por las novenas el matrimonio. Engañóte; que no hay mujer que al amor prefiera las devociones. Con secreto caminaba a otro fin su trato doble; y, por si no lo alcanzase, entretuvo sus amores. Ya lo alcanzó, y te despide sin que en descargo le informes; que ha menester que tus culpas su injusta mudanza abonen. MENDO: Agudamente discurres; mas por los celestes orbes juro que me he de vengar de su rigor esta noche. LEONARDO: Poderoso eres, señor. MENDO: De allá han salido dos hombres. LEONARDO: Cocheros son de doña Ana. MENDO: La Fortuna me socorre.
Salen el DUQUE y don JUAN, de cocheros
DUQUE: Ni vi hermosura mayor, ni igual discreción oí. JUAN: ¿Luego a don Mendo vencí? DUQUE: Preguntádselo a mi amor, ¡Vive el cielo, que estoy loco! JUAN: (Mi invención es ya dichosa.) Aparte DUQUE: Será mi esposa. JUAN: ¿Tu esposa? DUQUE: Sí. JUAN: (Ni tanto ni tan poco.) Aparte MENDO: Dios os guarde, buena gente. DUQUE: ¿Quién va allá? MENDO: Don Mendo soy de Guzmán. DUQUE: Por darle estoy Aparte el castigo aquí. JUAN: Detente; que es de doña Ana esta puerta. DUQUE: ¿Qué mandáis? MENDO: Que me digáis, pues a doña Ana lleváis, ¿a qué hora se concierta la partida? DUQUE: A media noche. MENDO: Una cosa habéis de hacer, que me obligo a agradecer. DUQUE: Decidla. MENDO: Apartar el coche en que fuere vuestro dueño del camino un trecho largo, haciendo del yerro cargo a la obscuridad o al sueño. DUQUE: ¿Para qué fin? MENDO: Solamente hablarle pretendo, amigos, con espacio y sin testigos. DUQUE: ¿Cosa que algún hecho intente que nos cueste?... MENDO: No os dé pena, cuando yo os amparo, el miedo. La obligación en que os quedo publique aquesta cadena
Dale una cadena, y tómala el DUQUE
que podéis los dos, partir. DUQUE: No, señor. MENDO: Esto ha de ser. DUQUE: Una cosa habéis de hacer si os habemos de servir. MENDO: Hablad, pues. DUQUE: Que a la ocasión no vais más de dos amigos; porque cuantos son testigos, tantos enemigos son. MENDO: Solos iremos los dos. De esto la palabra os doy. DUQUE: Con eso, a serviros voy. MENDO: Y yo a seguiros. DUQUE: Adiós; que es hora ya de partir. JUAN: ¿Dónde con tu intento vas? DUQUE: Presto, don Juan, lo verás.
Vanase el DUQUE y don JUAN
MENDO: Manda luego apercebir, Leonardo los dos rocines de campo, para alcancar esta fiera. Hoy he de dar a esta caza dulces fines. LEONARDO: No lo dudes, pues está tan de tu parte el cochero. MENDO: Como eso puede el dinero. LEONARDO: Contra su dueño será, si de su favor te ayudas MENDO: El primer cochero agora no será que a su señora haya servido de Judas.
Vanse el DUQUE y LEONARDO. Salen tres ARRIEROS y una MUJER, cantan
ARRIERO 1: "Venta de Viveros, ¡dichoso sitio, si el ventero es cristiano, es moro el vino! ¡Sitio dichoso, si el ventero es cristiano, y el vino es moro!" ARRIERO 2: "Con mi albarda y mi burro no envidio nada; que son coches de pobres burros y albardas." MUJER: "Tan gustosa vengo de ver los toros, que nunca se me quitan dentre los ojos." ARRIERO 3: "Unos ojos que adoro llevo a las ancas. ¿Quién ha visto los ojos a las espaldas?" ARRIERO 4: ¿Gruñes, o gritas, o cantas? Dentro OTRO: Mis males espanto asi Dentro ARRIERO 4: ¿Somos tus males aquí? Dentro Porque también nos espantas. OTRO: Calla, y toma mi consejo; Dentro que no es la miel para ti. ARRIERO 4: ¿Fuiste a ver los toros? Dentro OTRO: Sí. Dentro ARRIERO 4: ¿Pues no hay en tu casa espejo? Dentro ARRIERO 2: ¡Ah del coche! ¿Dónde bueno? del camino se han salido. ARRIERO 4: O el cochero se ha dormido, Dentro o han de hacer noche al sereno. ARRIERO 2: ¡Ah, Faetón de los cocheros, Dentro que te pierdes! Por acá. ARRIERO 4: Por esos trigos se va. Dentro ARRIERO 2: Y tras él dos caballeros. ARRIERO l: De malas lenguas se quita quien va al desierto a morar. ARRIERO 2: No van ellos a rezar; que por allí no hay ermita. ARRIERO 4: Arre, mula de Mahoma; Dentro ella hace burla de mí. Dale, Francisco. ARRIERO 2: Echa aquí. ARRIERO l: Arre: ¿qué diablo te toma?
Vanse los ARRIEROS y la MUJER
MENDO: Pára, cochero. Dentro ANA: ¿Quién es? Dentro MENDO: Don Mendo soy. Dentro ANA: ¡Anda! Dentro MENDO: ¡Pára! Dentro
Salen don MENDO y doña ANA, doña LUCRECIA y LEONAARDO
ANA: ¿Quién sino tú se mostrara conmigo tan descortés? MENDO: Mi exceso y atrevimiento disculpo con tu mudanza. ANA: Llámala justa venganza y cuerdo arrepentimiento. MENDO: ¿Quién lo causó? ANA: Tus traiciones. MENDO: ¡Ah, falsa! ¿Engañarme piensas ¿Acreditas mis ofensas por abonar tus acciones? Pues no lograrás tu intento.
Llega a pelear don MENDO con doña ANA, LUCRECIA a ayudarla, y LEONARDo a tener a LUCRECIA
ANA: ¿Qué es esto? MENDO: Justo castigo de tu mudanza. ANA: ¿Conmigo tan grosero atrevimiento? LUCRECIA: ¡Justicia de Dios! LEONARDO: Tenéos. ANA: ¿Hay excesos más extraños? MENDO: A pesar de tus engaños he de lograr mis deseos.
Salen el DUQUE y don JUAN, de cocheros; sacan las espadas y dan sobre ellos
DUQUE: La venganga nos convida. ANA: ¿Dónde están mis escuderos? Vendido me han los cocheros. DUQUE: Por vos, señora, la vida vuestros cocheros darán. MENDO: ¿A don Mendo os atrevéis, viles? LEONARDO: Cocheros, ¿qué haréis? ¡Que es don Mendo de Guzmán! A vuestro coche os volved. MENDO: Furias del infierno son. LUCRECIA: ¡Qué pena! ANA: ¡Qué confusión!
Retírense don MENDO y LEONARDO, y el DUQUE y don JUAN van tras ellos
¡Cocheros, tened, tened!
Vanse doña ANA y doña LUCRECIA

FIN DEL ACTO SEGUNDO

Las paredes oyen, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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 Actualización más reciente: 24 Jun 2002