JORNADA TERCERA


Sale el VIZCONDE de la Zolina, con hábito de Alcántara, y don DIEGO
VIZCONDE: Proseguid la relación de esa mujer prodigiosa. DIEGO: Después que el Virrey de Lima la suplicación le otorga, de la novedad movido, que le refirió mi boca. Jurídicas experiencias, lícitas por ser forzosas, de que es mujer el Alférez con evidencia le informan. Y así mirando su causa con atención más piadosa le da plazos en que prueba, que el Nuevo Cid la provoca a la pendencia y por ser justa, y natural la propia defensa, en la última instancia la sentencia se revoca. Restituída a su traje en las Trinitarias Monjas la recluyen por la fama que tiene de religiosa. Allí violentada juzga eternidades las horas, más repugnante que el viento oprimido de las ondas. Hasta que vino a romper las prisiones, la discordia que sobre elegir prelada, ira siembra, y bandos forma. De Isabel de la Artinaga, por ser vizcaína, toma por cuenta suya la voz para elegirla priora. Era la parcialidad contraria más poderosa, y así remite a las manos lo que no alcanza la boca, y con un bastón robusto de tal suerte el viento azota, que lo que no ablandan ruegos a duros golpes nogocia. Ofendidas de su exceso, y de su furia medrosas, la expulsión que ella desea le solicitan las monjas. Las dos cabezas del reino secular, y religiosa, por evitar disensiones en lo mismo se conforman. Libre al fin de la clausura pasar a España, y a Roma resuelve, a cosas que entiendo que a la conciencia le importan. Y al instante que el Callao daba por el mar la popa, en calzones, y ropilla trueca basquiñas, y ropa. Halla propicio a Neptuno, llega a la arena española, que a las colunas de Alcides cerró el paso, y dio memoria. Por el hábito indecente el obispo la aprisiona; mas informado después de sus hazañas heroicas, no sólo no la castiga, mas antes la galardona, alentando su jornada con dineros y con joyas. Partióse luego de Cádiz para esta corte, que goza del sol de la casa de Austria los rayos, y la corona. Dícenme que está ya en ella, búscola, porque me importa lo que sabéis prosiguiendo tras de la suya mi historia. Ya os dije, señor Vizconde de Zolina, que dos cosas me obligaron justamente a que el secreto le rompa. Una fue librar su vida de infame suplicio, y otra dar yo la mano a la dama, que firme mi pecho adora, y satisfacer la deuda de su honor sin mi deshonra, declarando a los testigos de su engaño, y de la gloria que en nombre ajeno alcancé, que quien sus favores goza es Guzmán, y publicado que es mujer, deshace, y borra las sospechas, que amenazan murmuración a mis bodas, sin reparar en deseos no ejecutados, que pocas llegan al tálamo honradas, si los intentos deshonran. Luego, pues que del teatro de su tragedia afrentosa, redimí a la Monja Alférez, --que así la llaman ahora-- a la dama por quien muero voy a declarar la historia. Alegre de poder ya admitirla por esposa, ella no menos contenta pues su honor perdido cobra, hace gracias al engaño por quien viene a ser dichosa. Con esto parto al instante a dar al Alférez Monja cuenta de cómo los cielos nuestros intentos conforman. Estaba presa y ya en traje de mujer, y hablando a solas, le doy alegre la nueva de mis concertadas bodas. Mas ella--¿quién tal pensara?-- cuando espero que responda dándome mil parabienes, quiere que mis males oiga, diciéndome estas palabras, "Ya yo, don Diego, soy otra, que fui, porque de la muerte he visto la horrible sombra. Yo no soy quien de esa dama perdió la ocasión dichosa, que por engaño alcanzaste, otro amante es quien la goza. Ser conocidos por míos los guantes, y ser notoria al mundo mi valentía, hizo que en mis manos ponga esa dama su remedio; era la causa piadosa, ella mujer, yo mujer, dádivas quebrantan rocas. Todo junto me obligó a que en favor suyo rompa la ley de vuestra amistad, y a engañaros me disponga. Mas ya que os debo la vida, y arrepentida me exhorta la confesión a la enmienda, no es bien que os quite la honra." Dijo, y quedó como suele el sinventura a quien tocan de Júpiter vengativo las armas abrasadoras; como aquél que en peña dura en un punto se transforma, si el rostro fatal le enseña la Gorgona encantadora. Vuelvo en mí, y multiplicando al paso de las congojas las palabras, le pregunto, si de la verdad me informa. Afírmase en lo que ha dicho. A matarla me provoca mi furor; mas mi valor por ser mujer la perdona. Fugitivo parto a España, jornada que me ocasiona, y facilita don Juan, que en aquella misma flota a intentos suyos partía: mas ella perdida, y loca, que el desprecio es el que más a la mujer enamora, en demanda de su honor me sigue más que mi sombra, que para ser importuna bástale ser acreedora. Llego a Madrid, y a Madrid llega también, y sus obras, palabras, y pensamientos de tal suerte se conforman en quererme, en obligarme, y en persuadirme, que sola resistiera a sus combates, la deidad que honor se nombra, pasando prolijos días en batalla tan penosa, su amor, y mi resistencia. Encuentro a Machín ahora, refiéreme lo que yo ignoraba de esta historia, después que triste partí de la América a la Europa. Díceme que está el Alférez en la corte ya, y que posa en casa de un noble hidalgo su amigo, y compatriota, cuyo nombre es Sebastián de Ylumbe, y que su persona, señor Vizconde, y la vuestra, solo un espíritu forman. Y así me quiero valer de vos con él porque ponga, y vos en favorecerme pongáis vuestras fuerzas todas, intercediendo los dos para que el Alférez Monja alumbre con la verdad mi confusión tenebrosa; que tan constante porfía, y tan tiernamente llora mi triste amante, afirmando que la Monja Alférez sola sus favores mereció, que a las insensibles rocas persuadirá, cuanto más a quien como yo la adora. Muera a piedad mi desdicha, y al fin dé vuestra persona la autoridad, que ha de ser la causa más poderosa. VIZCONDE: Lo que más con el valor de un hidalgo pecho alcanza, es el hacer desconfianza en negocios del honor. Y así la podéis tener, de que para averiguar la verdad, no he de dejar piedra alguna por mover. DIEGO: Pues con esto aseguráis mis esperanzas. VIZCONDE: Yo quiero hablarla a solas primero, que vos con ella os veáis. DIEGO: Pues la brevedad señor, os pido. VIZCONDE: Bien sé, don Diego, que no permiten sosiego puntos de honor, y de amor.
Vanse, y sale GUZMÁN, rompiendo unos naipes, y MACHÍN
GUZMÁN: ¿Ha sota que juegue yo? Voto a Dios. MACHÍN: Vota, y reniega, la culpa la tiene quien juega, que la sota, ¿en qué pecó? GUZMÁN: Ya he perdido, ¿qué he de hacer, puédolo yo remediar? MACHÍN: No, pero puedes guardar lo que queda por perder. GUZMÁN: Bien dices. MACHÍN: ¿Pero no sabes cómo a don Diego he encontrado? GUZMÁN: ¿A don Diego? ¿Y qué te dijo? MACHÍN: Que le contase tus casos desde que él partió de Lima, hasta que a Madrid llegamos; y de ellos, y de la casa en que vives informado, diciendo que te vería se despidió. GUZMÁN: ¿Y del engaño de doña Ana te habló? MACHÍN: Yo estaba deseando por tener nueva de Inés; mas sabe que soy un mármol en callar, desde que en Lima, por haberme tú mandado, que negase los amores de doña Ana hallo en mis labios las costumbres de Vizcaya en lo duro, y lo cerrado; y así no toco ese punto. Mas pues los dos lo tocamos, si la mudanza de tierras, y de los tiempos la ha dado a tus intentos ocultos, ¿no me dirás hasta cuándo a doña Ana, y a don Diego has de hacer tan graves daños? GUZMÁN: Yo me entiendo. MACHÍN: ¿Qué fin llevas? GUZMÁN: Yo me entiendo. MACHÍN: Algún gran caso sin duda alguna previenes, pues de mí lo encubres tanto, que siempre fui del archivo de tu pecho secretario. GUZMÁN: Ya digo que yo me entiendo, ver a don Diego, es el plazo de declarar la intención de mi silencio, y mi engaño. Ten paciencia, y no me apures, que importa, pues yo lo callo. MACHÍN: Sebastián de Ylumbe viene. GUZMÁN: No le digas que he jugado. MACHÍN: ¿Temes la fraterna? GUZMÁN: Sí, que es cuerdo, y tiene a su cargo mi corrección, y modestia por cargo del Vicario. MACHÍN: Por esta vez callaré, mas si tú juegas, yo canto.
Sale SEBASTIÁN de Ylumbe, y va un CRIADO con un lío de vestidos de mujer, y pónelos sobre un bufete
SEBASTIÁN: Deja sobre ese bufete ese vestido, y volando parte a casa del Vizconde de Zolina, y di que aguardo el coche que le pedí.
Vase el CRIADO
Sabed, Alférez Arauso, que un consejero real, a quien la fama ha llevado nuevas de vos, quiere veros. GUZMÁN: ¿Que ha de verme? ¿Soy acaso algún monstruo nunca visto, o la fiera que inventaron, que con letras, y con armas se vio en el reino polaco? ¿No ha visto un hombre sin barbas? MACHÍN: ¿Hombre? ¿O que tú has olvidado sin duda el memento mulier de aquel monjil trinitario, que te pusieron en Lima? SEBASTIÁN: Ser una mujer soldado, y una Monja Alférez es, el prodigio más extraño, que en estos tiempos se ha visto, y al fin en siendo mandato de un consejero, es forzoso el obedecerle. GUZMÁN: Vamos, que debe de convenir, pues porfías. SEBASTIÁN: Aguardaos, que quiero que vais en traje de mujer. MACHÍN: Esto es el diablo. GUZMÁN: Señor Sebastián de Ylumbe, sólo el respeto que os guardo puede hacer que vuestro intento no castigue por agravio. SEBASTIÁN: Mirad cuán lejos estaba de imaginar agraviaros, ni hallar en vos resistencia, que sin haber consultado con vos el intento mío, de casa de una dama os traigo este vestido, y previne un coche para llevaros. MACHÍN: ¡Ea, Alférez, y Catalina!
Llega MACHÍN con el manteo, y dale GUZMÁN un golpe
GUZMÁN: Aparta, loco. MACHÍN: Mal año para la ama de Alcides. GUZMÁN: De cólera estoy rabiando. MACHÍN: Pues a trueco de ir en coche, hay en Madrid mil barbados, que se pondrán de botargas. SEBASTIÁN: Alférez, determinaos, que esto importa. GUZMÁN: Si os he dicho, y os dice mi vida, cuánto mi propio ser aborrezco. Si de mis padres, y hermanos troqué la amada presencia por el indómito arauco; si recibí mil heridas, y si de Miguel de Arauso mi mismo hermano vertió la sangre mi airada mano, si del último suplicio, viendo ya el lugar infausto, me dejaba dar la muerte en un infame teatro, todo por no publicar que soy mujer, no es en vano querer que me vista ahora de lo que aborrezco tanto? SEBASTIÁN: Por vuestro gusto habéis hecho excesos tan mal pensados, quizá porque no tuvisteis quién supiese aconsejaros. Mas ya que yo os aconsejo, y que el nombre me habéis dado de amigo, tengo de ver, si con vos, Alférez, valgo más que vuestra inclinación, y si queréis por un rato de disgusto, que me tenga por hombre poco avisado el Oidor si a su presencia, que ha de respetarse tanto os llevo en traje indecente. GUZMÁN: Pues decid, ¿que desacato se hace a su autoridad, si ya por ello el Vicario de Madrid me tuvo presa, y por haberle informado de mis hazañas, me dio por libre? SEBASTIÁN: Pues publicado con ello que sois mujer, ¿qué perderéis en mudaros por dos horas en su traje? GUZMÁN: Dos horas son dos mil años, y no quiero parecerlo, ya que no puedo negarlo. Demás, que el Oidor querrá verme en el mismo que traigo: mas la novedad es ésta que le obligue a desearlo. ¿Que en el otro qué hay que ver? ¿Es por ventura milagro ver una mujer vestida de mujer? SEBASTIÁN: Sí, cuando ha dado tanta materia a la fama con hechos tan señalados, que ellos, no el disfraz, le mueven a querer veros, y hablaros. Esto en efecto ha de ser, que ya por el mismo caso que me resistís, celoso de ver lo poco que valgo con vos, o he de conseguirlo, o jamás tengo de hablaros. MACHÍN: Acabóse, vizcaínos, testarudos sois entrambos, ved por cuál ha de quebrar. Mas tú que estás rehúsando parecer mujer, y en nada podrás parecerlo tanto como en decir tijeretas, has de ser lo más delgado. GUZMÁN: Claro está que lo he de ser, pues un amigo, a quien guardo tanto respeto, se empeña tan resuelto, y arrojado. Dame ese manteo.
Quítase la capa con rabia
SEBASTIÁN: Ahora me ponéis al rostro un clavo. MACHÍN: ¡Qué bien haces! No porfíes. Queda Roque preguntando-- que porque de las mujeres públicas gustaba tanto-- dijo, por no porfiar. GUZMÁN: Acaba. SEBASTIÁN: ¿Quieres acaso vestirte sobre la espada? GUZMÁN: Estoy tan acostumbrado.
Quítase la espada y pónese el manteo al revés
MACHÍN: Acostumbrada. GUZMÁN: También lo estoy de tratarme hablando como varón. MACHÍN: Ponte ahora el manteo, que es bizarro. GUZMÁN: El más bizarro manteo no iguala al calzán más llano. MACHÍN: ¿No aciertas la coyuntura? GUZMÁN: ¿Qué he de acertar? Que los diablos inventaron estos grillos. MACHÍN: Vuélvele de este otro lado. GUZMÁN: Pese a mí, ¿qué he de volver? ¿No ves que me viene largo? MACHÍN: Pues ponerte los chapines. GUZMÁN: Chapines, ¿estás borracho?
Suenan dentro cuchilladas
DENTRO: Deténganse, caballeros. OTRO: ¡Vive Dios, que he de mataros! GUZMÁN: ¿Qué es aquello? MACHÍN: Cuchilladas. GUZMÁN: Pese a las faldas.
Suelta el manteo, coge la espada y desenváinala
MACHÍN: Andarlo. SEBASTIÁN: Aguardad. GUZMÁN: ¿Qué he de aguardar? Todo es cansarme, y cansaros; lo que no puedo conmigo, necedad es intentarlo.
Vase
SEBASTIÁN: ¿Dónde vais? MACHÍN: ¿Eso preguntas si se están acuchillando, y no tiene otras cosquillas.
Vase
SEBASTIÁN: El reducirla es en vano, porque tiene solamente de mujer lo porfiado.
Vase. Salen don DIEGO, don JUAN, y Doña ANA
DIEGO: Al vizconde de Zolina, a quien el Alférez Monja, quiere en todo hacer lisonja, porque a ampararle se inclina, lo mismo le ha respondido. ANA: ¿Que aún está firme en su engaño? Que me haga tanto dao, sin haberla yo ofendido, si tan conocida injuria, sin justa pena dejáis, cielos, ¿para quién guardáis los rayos de vuestra furia? DIEGO: Doña Ana, sin fruto son tus quejas, yo no he podido mostrar lo que te he querido con más clara información, que haberme determinado contra escrúpulos de honor, obligado de tu amor, y de mi deuda obligado, a ser tu esposo, si fue el disfrazado Guzmán solamente tu galán, y de la ocasión que hurté era el dueño, pues podía perdonar tu liviandad, por tener seguridad de que tu intención no había llegado a la ejecución; que es cierto que se casaran muy pocos, si repararan en delitos de intención. Mas la Monja, como ves, lo niega tan en tu daño, quéjate, pues de su engaño, si por ventura lo es, y no de mi buen intento, que el cielo sabe, señora, que de tus plantas adora las huellas mi pensamiento. Mas fuera gran desvarío, y tú misma me culparas, si porque tu honor cobraras, quIsiera perder el mío, y el tuyo, que es cierta cosa, que no tiene una mujer mayor afrenta que ser de un hombre afrentado esposa. ANA: Tú sin duda, arrepentido de pagar tu obligación has trazado esta invención, y tu amistad ha podido obligarla a que olvidara de su conciencia el temor, para quitarme el honor, negando verdad tan clara; mas la justicia... DIEGO: Detente, que porque de esa sospecha quedes mi bien satisfecha, información evidente, es saber que desde el día que ser tu amante negó en Lima, y se retractó de lo que afirmado había la Monja Alférez, no vi jamás su rostro, y responde lo que te he dicho al Vizconde de Zolina, y no a mí. ¿Luego indicio es verdadero, de que no intento engañar, obligarla a declarar la verdad con tal tercero? ANA: ¿Luego tú no la has hablado en la corte? DIEGO: Mis enojos, no han permitido a mis ojos. ver a quien los ha causado. Y aunque es verdad que al Vizconde le pidió que me dijese, que yo con ella me viese, y porque entiendo que esconde algún misterio el deseo de verme, la quiero hablar, yo no le pienso tocar este punto si la veo, tanto porque es obligarme de cólera a enloquecer, y es en efecto mujer de quien no puedo vengarme, cuanto porque ella pudiera sospechar que yo quería con semejante porfía, no que la verdad dijera, sino que o lo fuese, o no, dijese que era verdad ser ella, a quien tu beldad por dueño sólo estimó, y fuera justa ocasión de mi infamia esta sospecha. Y pues quedas satisfecha con esto de mi intención, que no publiques te pido sucesos tan contra ti, y ten lástima de mí, que te adoro, y te he perdido.
Vase
ANA: Aguarda, aguarda, don Juan. JUAN: ¿Qué me mandas? ANA: Que conmigo os vengáis, a ser testigo de lo que el falso Guzmán me responde en este caso a mí misma. JUAN: Justo es que te sirva. ANA: El manto, Inés, que de ofendida me abraso.
Vanse, y sale GUZMÁN con botas, y unos papeles, y SEBASTIÁN Ylumbe, y MACHÍN
GUZMÁN: De vos confío el cuidado de acordar mis pretensiones, en todas las ocasiones en el Consejo de Estado. Éstos los papeles son de mi servicio, tomad, y por los ojos pasad esta certificación, que entre los demás os dejo, que de ella os informaréis de lo que pedir podéis en recompensa al Consejo.
Lee
SEBASTIÁN: Don Luis de Céspedes Xeria, Gobernador, y Capitán General de la Provincia de Paraguay, & c. Certifico a su Majestad, que conozco a Catalina de Arauso de más de 17 años a esta parte, que en hábito de hombre, y soldado le ha servido en Chile más de 17, en las compañías del Maese de Campo don Diego Bravo de Sarabia, y del Capitán Gonzalo Rodríguez: de la cual fue por sus servicios Alférez, llamándose Alonso Díaz de Guzmán, y se halló en todas las ocasiones que se ofrecieron con mucho valor, y reformada su compañía, pasó a la del Capitán Guillén de Casanova, y fue por buen soldado de los aventajados, sacados para campear desde el Castillo de Paicabí con el Maese de Campo Álvaro Núñez de Pineda, y se halló en muchas batallas, y recibió muchas heridas, y en particular en la de Purén, donde llegó a la muerte. Por lo cual, y por ser digna de que su Majestad le haga merced, le di la presente, con mi firma, y sello. En Madrid, a 2 de febrero de 1625. GUZMÁN: De aquese mismo tenor son los demás, ésta es del noble don Juan Cortés de Monroy, Gobernador de Veraguas. De don Diego Flores de León, es ésta, que en el pecho manifiesta la Cruz del Patrón Gallego, Maese de Campo, a quien dan en las regiones australes, alabanzas inmortales sus hechos. Del capitán, y cabo de compañías, Francisco de Navarrete, es aquésta que promete premio a las hazañas mías, según las ha exagerado. Éstas son las que en Madrid pude juntar, acudid al Secretario de Estado que pienso que la hallaréis atento a mi pretensión. SEBASTIÁN: ¿A qué remuneración os inclináis? GUZMÁN: Si podréis para Flandes negociar una ventaja, me holgara que su Majestad premiara mis hechos con emplear en sus servicios estas manos, que rabian ya por saber, si pueden también vencer flamencos como araucanos. Pero si al fin conquistar no podéis merced ninguna, pretended al menos una, que es muy fácil de alcanzar. SEBASTIÁN: ¿Cuál es? GUZMÁN: Que me consienta andar siempre de varón, que con esta permisión quedo pagada, y contenta. SEBASTIÁN: Pues sin tenerla te pones en su traje, ¿qué te inquieta? GUZMÁN: No quiero vivir sujeta a enfados, y vejaciones. SEBASTIÁN: Por advertido me doy, mas trata de prevenirte, que es hora ya de partirte, que en casa el Vizconde voy.
Vase, y sale don JUAN, doña ANA, e INÉS con mantos
JUAN: Aquí está; Alférez Guzmán, bien debéis a mi deseo los brazos. MACHÍN: ¿Qué es lo que veo? ¿Es Inés? GUZMÁN: Señor don Juan, ¿tenéis salud? JUAN: Bueno estoy para serviros. GUZMÁN: ¿Don Diego? JUAN: A buscaros vendrá luego. MACHÍN: Inés, los brazos te doy. INÉS: ¿Cómo te llegas a mí, testigo falso? MACHÍN: Un crïado, ¿qué ha de hacer siendo mandado? ANA: Guzmán, ¿conoceisme? GUZMÁN: Sí, bien te conozco, doña Ana. ANA: ¿Pues cómo tu falso pecho, si me conoces, ha hecho una acción tan inhumana contra mi honor, y opinión, negando claras verdades? ¿Por dicha te persüades, que no hay ley, que no hay razón? ¿Que no hay Dios? ¿Que no hay justicia, para haber ejecutado? ¿En qué intento te ha obligado tan detestable malicia? ¿Verdad tan averiguada, no la dirán los que ves que la saben? Habla, Inés; habla, Machín. MACHÍN: No sé nada. ANA: ¡Ah, traidor! ¡Falso testigo! Mal haya yo, que mujer nací, para no poder dar a entrambos el castigo. INÉS: Ahora no me decías disculpándote, ¿un crïado, qué ha de hacer siendo mandado? MACHÍN: No sé nada. GUZMÁN: Tus porfías, no han de hacer mudanza en mí, que aunque tu mal me lastima, lo mismo que dije en Lima, te digo, doña Ana, aquí. ANA: ¿Es posible que de Dios te puedes tanto olvidar? JUAN: (¿Quién podrá determinar Aparte cuál miente aquí de los dos? Pero don Diego ha llegado.) MACHÍN: (Gracias a Dios, que esta vez Aparte se acabará la preñez de engaño tan dilatado.) ANA: (Éste es don Diego: ojalá Aparte vengue este infame pecho su agravio, y mi deshonor.) GUZMÁN: (Ya se cumplió mi deseo.) Aparte
Sale don DIEGO
DIEGO: Ya estoy, con ver la ocasión de tantos daños, ardiendo en cólera, pero quiso que fuese mujer el cielo, porque no pueda vengarme. Doña Ana está aquí, y me huelgo, por dejarla satisfecha. MACHÍN: (El color pierden, ¿qué es esto?) Aparte DIEGO: Porque me dijo el Vizconde que tenéis que hablarme, vengo a hacerlo, Alférez. GUZMÁN: Sintiera en el alma irme sin veros. DIEGO: Hablad, pues que ya os escucho. GUZMÁN: ¿Tenéis memoria, don Diego, que para descubriros que era mujer el secreto prometisteis como noble? DIEGO: Sí prometí, bien me acuerdo. GUZMÁN: ¿Pues cómo lo quebrantastes? DIEGO: Por daros vida. GUZMÁN: El celo de librarme, no era justo que os obligase a romperlo, habiéndoos yo prevenido, que sintiera mucho menos la muerte, que publicar que era mujer; y así viendo que a descrubrirlo os movió de casaros el deseo, quise con aquel engaño impediros el efecto, y el fruto que conseguir pensastes de haberlo hecho. Hasta que viéndome libre de prisiones, y volviendo a vestir varonil traje, y a ceñir marcial acero, de los agravios, afrentas, infamias, y vituperios, que desde entonces acá he padecido, y padezco, por haberme vos guardado la palabra del secreto, tomará así la venganza, y os dará justo escarmiento.
Dale a don DIEGO con un bastón, y sacan las espadas
DIEGO: ¡Ah, vil! MACHÍN: ¿No lo dije yo? ANA: ¡Ay de mí!
Métese don JUAN de por medio
JUAN: ¿Qué hacéis, don Diego? DIEGO: Castigar una mujer atrevida. JUAN: Si vos mesmo decís que es mujer, ¿qué afrenta una mujer os ha hecho? GUZMÁN: Mentís, que no soy mujer mientras empuño este acero, que ha vencido tantos hombres. DIEGO: Apartad, don Juan.
Sale el VIZCONDE de Zolina de camino, y SEBASTIÁN de Ylumbe
VIZCONDE: ¿Qué es esto? Señor don Diego, aguardad, ¿Sois hombre? ¿Sois caballero? ¿Contra una mujer sacáis la espada? DIEGO: En nadie la empleo mejor que en una mujer, cuando me pierde el respeto. VIZCONDE: Acabad, sed más prudente, que aunque os lo pierda, os advierto, que si os dais por agraviado, no quedaréis satisfecho, aunque la muerte le deis, que es mujer, y es caso cierto, que es más afrenta que hazaña manchar en ella el acero. GUZMÁN: ¿Que es mujer? ¡Tanta mujer! Tratadme, Vizconde, menos de mujer, que perderé sobre ello, al mundo respeto. VIZCONDE: Si lo eres, ¿de qué te agravias? GUZMÁN: Si lo soy, ni lo confieso, ni quiero sufrir que nadie me lo llame, y vos, don Diego, pues padezco estas afrentas por vos, ni de lo que he hecho me pesa, ni soy mujer, si queréis satisfaceros. SEBASTIÁN: ¡Hay condición tan extraña! ANA: ¿Qué tigre te dio alimento, que a la que tanto debes tantos agravios has hecho, crüel? GUZMÁN: Escucha, señora, que pues mi agradecimiento, y tu honor pudieron tanto en mi pecho, que me hicieron, sólo porque su sospecha satisfaciese don Diego, descubrir que era mujer, cuando estaba tan secreto. Ahora, puesto, doña Ana, que es público, y hago menos y que satisfice ya mi enojo, y cesa con esto la ocasión, porque mi engaño le impidió tu casamiento, mejor lo confesaré por dar a tu honor remedio, y no malograr fineza, que tan a mi costa he hecho. Y así, don Diego, ya es justo restitüir lo que debo a doña Ana, declarando, que sólo cupo en su pecho mi amor, y pues habéis visto de negároslo el intento, dadle la mano, que yo, si acaso consiste en esto, porque ni vos reparéis en la ofensa que os he hecho, ni ella, se case con quien tenga el menor sentimiento. Y para que efecto tenga segunda vez os confieso, que soy mujer, pues deshago, y satisfago con esto vuestro agravio, pues decís, que soy mujer, es lo mesmo, que confesar que no pude agraviaros, ni ofenderos. Y si esto no os satisface, haga mi agradecimiento lo que no hiciera la muerte en ese invencible pecho,
Arrodíllase
rindiéndome a vuestros pies, y confesándome en ellos vencida, y que a merced vuestra vivo, pues quedáis con esto, mucho más que con matarme, ventajoso, y satisfecho. DIEGO: Levanta, y dame los brazos, que no solamente quedo satisfecho, mas vencido, envidioso del ejemplo, que de agradecida has dado, y quisiera yo haber hecho más esta hazaña, que cuántas han celebrado los tiempos. VIZCONDE: Nunca has mostrado el valor como ahora de tu pecho. SEBASTIÁN: Más has ganado vencida de ti misma, que venciendo ejércitos enemigos. VIZCONDE: Con aquesto, y pidiendo perdón, tenga fin aquí este caso verdadero. Donde llega la comedia han llegado los sucesos que hoy está el Alférez Monja en Roma, y si casos nuevos dieren materia a la pluma, segunda parte os prometo.

FIN DE LA COMEDIA


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


 

Actualización más reciente: 26 Jun 2002