EL PALACIO CONFUSO

Antonio Mira de Amescua

Texto basado en la edición príncipe de EL PALACIO CONFUSO, Parte veinte y ocho de comedias de varios autores (Huesca: Pedro Blusón, 1634). Fue preparado por Vern Williamsen para sus estudios en 1979 y luego fue revisado y puesto en forma electrónica en el año 1987.


Personas que hablan en ella:

ACTO PRIMERO


         
Salen LIVIO y FLORO
LIVIO: Apenas del mar salí y a sus espumas negué la vida que le fïé cuando al viento me atreví, hallo que en Palermo es día festivo de tal manera que puede la primavera copiar en él su alegría. Refiéreme, amigo Floro, la ocasión. FLORO: Estáme atento: comuníquese el contento como el sol por líneas de oro; mas es bien que te prevenga primero un caso infelice: así en Sicilia se dice, no sé qué verdad contenga. Cuentan que el rey Edüardo, rey último de esta tierra, rey que en la paz y la guerra fue prudente y fue gallardo, tuvo dos hijos que un parto echó a la luz permitiva. Temió la reina su esquiva condición, y en otro cuarto hizo al uno retirar, temiendo, como imprudente, que era suceso indecente ser fecunda y singular. Entregóse con secreto a un villano el mismo día; y el rey, que a la astrología, no como varón discreto, daba fe demasïada, por las estrellas halló que el hijo que reservó la reina mal avisada un rey tirano sería, injusto, sin Dios ni ley que, como bárbaro rey, este reino perdería. Creyólo el padre, de suerte que, siendo el bárbaro él, el injusto y el crüel, le dio un género de muerte nunca visto: en esa mar que montañas sube y baja, encerrado en una caja le mandó el tirano echar, y quedó sin heredero. Esto en mi reino no fue; no sé qué crédito dé a espectáculo tan fiero. Solo supe que murió sin sucesión en Mesina, y Matilde, su sobrina, como sabe, le heredó. Esta, pues, según los fueros de Sicilia, hoy ha mandado que se junten al estado de los nobles caballeros y la plebe más lustrosa, porque ella sola ha de ser la que esposo ha de escoger. LIVIO: ¡Qué costumbre inoficiosa! ¡Qué bárbara ley! ¿Así las reinas deben tomar estado que ha de durar una vida? Pero di: ¿para qué viene la plebe? FLORO: Porque en la plebe también elegir puede. LIVIO: ¡Qué bien armó de fuego y de nieve estas montañas el cielo! ¡Qué bien Sicilia solía llamarse bárbara! Cría en su seno el Mongibelo esa ley, esa costumbre. ¿Plebeyos han de ser reyes? FLORO: Loco estás si de estas leyes recibes tal pesadumbre. Los normandos poseyeron este reino, y esto usaron; pero nunca en él reinaron populares. Siempre fueron los nobles los escogidos, porque las reinas ya tienen, cuando a tales actos vienen, en su mente los maridos a su propósito. LIVIO: ¿Y quién sospechas que es el dichoso que ha de elegir por esposo la reina? FLORO: Escogiendo bien, será el duque Federico, que es su deudo y es un hombre que ha adquirido fama y nombre en la guerra; es sabio, es rico, y el más prudente varón de Sicilia. Vesle aquí. Él te informará por mí con su talle y discreción.
Salen el DUQUE y OCTAVIO
OCTAVIO: Ya, señor, cuantos te ven pronosticándote están que has de reinar, y te dan, como es justo, el parabién; y es tan grande la alegría de que todos están llenos, que ya reinas, por lo menos, en las almas este día. Mas yo, como lo deseo con afecto superior, entre esperanza y temor ni bien dudo ni bien creo. DUQUE: Dar puedes crédito, Octavio, a esa voz sin duda alguna, que aunque es mujer la Fortuna, no ha de hacerme tanto agravio. Yo soy el hombre primero de este reino, y si me estima tanto la reina mi prima, con razón su dicha espero. Rey he de ser, que ya vi en sus ojos celestiales algunas veces señales que me dijeron que sí; y siempre los ojos fueron llamados con propriedad lenguas de la voluntad, y lenguas que no mintieron. Perdone, Porcia, perdone; ame de veras o olvide; que no es amor el que impide que el amante se corone. Subir a la majestad es dejar de ser humano, y un amago soberano de la infinita deidad. Hombre, adoraba su nombre; mas diademas inmortales de puntas piramidales mudan la especie del hombre. OCTAVIO: Ya sale la reina. DUQUE: Y sale un cielo majestüoso que, en lo grave y en lo hermoso, no hay planeta que le iguale. Con otros ojos la miro, con otra alma reverencio esta deidad; y en silencio me suspendo, si la admiro, porque juzgándome suyo, es amor propio el que tengo cuando a estimarla en más vengo. OCTAVIO: Porcia sale también. DUQUE: Huyo los ojos de esa hermosura porque ya míos no son, y no quiero ser ladrón de fe verdadera y pura.
Salen la REINA y PORCIA, el conde POMPEYO y un NOBLE, y CARLOS y BARLOVENTO y todos los demás. Siéntase la REINA en silla, y PORCIA en almohadas; el DUQUE, el CONDE, y el NOBLE se quedan al lado derecho donde habrá un banco, y CARLOS se queda con ellos, y BARLOVENTO y los demás pasan al otro lado
CONDE: En esta parte han de estar los nobles, y se les debe este lugar; y la plebe allí tiene su lugar. BARLOVENTO: Pásome a la plebe, pues que soy un mirón plebeyo. REINA: Por cierto, conde Pompeyo, que esta ceremonia es bárbara, si rigurosa. ¿La mujer, cuya flaqueza tiene por naturaleza ser honesta y vergonzosa, se ha de obligar a decir en público cuál le agrada para dueño? ¡Oh, ley cansada! Sólo te pueden seguir los que ignoran policía. CONDE: Tus mayores la observaron y razones nos dejaron en su abono, que algún día las verá tu majestad. No sólo en nuestras memorias viven hoy, que en las historias de esta famosa ciudad están escritas; y así, excusando esos temores es este ramo de flores la lengua que dice el sí.
Dale un ramo de flores el CONDE a la REINA
A quien la reina le da aclaman rey y su esposo. No es trance tan riguroso como piensas, porque ya habrás hecho la elección con acuerdos superiores; y así ese ramo de flores sólo ceremonias son. Y el reino que mereciste sepa en tal publicidad que es libre tu voluntad y que forzada no fuiste, pues pudiera acontecer contra tu gusto casarte, o por violencia o por arte; pero así no puede ser. REINA: Sentaos, los grandes. DUQUE: Debemos obediencia, amor y fe. BARLOVENTO: Nosotros, estando en pie, oyentes grullas seremos.
Siéntase el DUQUE, el CONDE, el NOBLE y vase CARLOS a sentar
CONDE: Aquí no tenéis lugar, soldado; en el otro lado habéis de estar. CARLOS: Si soldado me habéis sabido llamar, ¿cómo, conde, no sabéis que soy noble? DUQUE: Esa arrogancia es hija de la ignorancia. Soldado, no porfiéis; pasad a vuestro lugar. CARLOS: No soy necio ni porfío. El lugar que es noble es mío. Si éste es noble, aquí he de estar. Cualquier soldado adquirió nobleza y blasón honrado; pues, ¿qué ha de hacer un soldado tan valiente como yo? Hijos de sus obras son los hombres más principales, y con ser mis obras tales, hoy no quiero ese blasón. Hijo de mis pensamientos soy agora, y noble tanto que hasta los cielos levanto máquinas sobre los vientos. El valor los nobles hace, y así, por examen, sobra mirar cómo el hombre obra y no mirar cómo nace. BARLOVENTO: A quien digo, yo me llamo Barlovento, y sé también que es Carlos hombre de bien, porque basta ser mi amo. Señor es de Barlovento: los dos en la lid más brava rayos fuimos, yo le daba para pelear aliento con que fuese nuevo Atila, con que pudiese vencer, pues le daba de comer; que llevaba la mochila. REINA: ¿Qué es esto? CONDE: Un hombre atrevido que, siendo humilde, pretende asiento. CARLOS: Y a nadie ofende el haberle pretendido. Todas las cosas crïadas, si se dan, se disminuyen, tienen fin y se concluyen, perdidas, muertas o dadas. Solamente la honra está entera, y contenta vive, no sólo en quien la recibe, sino en aquél que la da. Poca debe de tener quien a darla, no se atreve o, por lo menos, no debe quien la niega de querer aumentarla; y así soy más honrado yo este día, pues quiero aumentar la mía y pidiéndola os la doy. BARLOVENTO: ¡A pagar de mi diné--, ha dicho muy bi--! REINA: ¿Quién eres? CARLOS: Si atención, reina, me dieres, lo que sé de mí diré. REINA: Oye, Porcia, éste es el hombre que te he dicho tantas veces. PORCIA: Grande reprehensión mereces; mira tu fama y tu nombre; sujeta esa inclinación. REINA: Me arrebatan las estrellas el alma. PORCIA: No fuerzan ellas las almas, que libres son. CARLOS: La piedad de un pescador de esas playas me ha crïado, que los cielos rigurosos aún el padre me negaron. Como se cuenta de Venus, podré decirte que traigo origen del mar: mis padres son sus olas y peñascos. A ser bárbaro o gentil, pensara, como Alejandro, que Júpiter me engendró, dios de los truenos y rayos. Como Rómulo nací, y entre las redes y barcos insidias de lienza y aya contra peces argentados, sólo a los peces del signo daba mi ambición asalto trepando esferas y cielos pensamientos soberanos. Niño, penetraba el mar, y de mí no se ha librado el coral que nace verde, muere rojo y vive blanco. Calé sus senos oscuros dando treguas con mis brazos a las batallas civiles de los delfines bizarros. Globos de nieve formaba entre azules campos, adonde forman los vientos promontorios de alabastro. Crecí y crecieron conmigo el valor y ánimo tanto, que no cabiendo en la esfera de prudentes y templados, rompían, por dilatarse a extremos de temerarios; que el valor, sin este extremo, ni es famoso, ni es honrado. A la guerra me incliné que su opinión y mi brazo es el crisol que examina los pensamientos más altos. Seguí con ánimo noble las banderas de Edüardo, cuando en la fértil Calabria venció a los napolitanos. El primero fui, y primero que en el muro de Casano, trepando por una pica, un tafetán encarnado por bandera tremolé, la victoria apellidando por Sicilia, a cuya voz con horror y con espanto los cercados se rindieron, los nuestros se coronaron, el rey dilató su fama, yo qué por buen soldado. Blasfemaba un calabrés que en nuestro ejército y campo no habría quien cuerpo a cuerpo saliese con él. Llegaron sus arrogancias a oídos de mi rey, y con cuidado buscó en su ejército un hombre que de tan fiero contrario derribase la soberbia. Cúpome la muerte; salgo animoso al desafío en un ligero caballo que bebió el aliento al Bétis, hijo sin duda del austro. Era el calabrés valiente, un Mongibelo animado, el fuego estaba en sus ojos, la muerte estaba en sus brazos, en sus dientes la braveza, los crujidos en sus labios; que a su voz vi estremecer en las orillas un árbol y en las aguas un escollo. Salió en un rucio rodado tan grande que parecía la máquina de un troyano. Al aliento de un clarín tan fuertes nos encontramos, que estribos, sentido y riendas perdí yo por breve espacio. Cobréme, volví a buscarle, y según desacordado le hallé, pienso que había sucedídole otro tanto. Arrojo el pequeño trozo de la lanza y meto mano, y a los tres primeros golpes, más con industria que acaso, corté las riendas y herí aquel elefante bravo, no caballo coronado de plumas en las espaldas; y, matizando los prados de bruta sangre, saeta pareció, pareció rayo que entonces se desataba de las nubes y del arco. Dejó el calabrés la silla, viendo el peligro, y de un salto colocó un monte de miembros en el círculo de un llano. No quise ventaja yo; hice los mismo, y negando urbano agradecimiento al español porque el campo desocupado dejase, le di un golpe, y a tres pasos hallé la espada enemiga que, blandiéndose y vibrando, formaba tres contra mí. Recibíla en un reparo con que me oprimió la mía, volviendo atrás ; y animado con ver entre la armadura, cuando levantaba el brazo, paso desnudo a mi acero, arrojéme tras un tajo con una punta, que puso fin al duelo, y con aplauso de los nuestros, cayó el monte, de su pecho desatando fuentes de púrpura humana. Testigos son de este caso los que el asiento me niegan, los que humilde me llamaron. Y cuando el laurel debido a mi frente estaba ufano, porque había de ser premio de mis hazañas, y cuando honores me prometían mis esperanzas, faltaron las columnas de este reino: derribólas el letargo de la muerte, durmió el rey eterno sueño y descanso nunca más a despertar. Cesó la guerra, y en vano mi esperanza y mi fortuna sus quimeras fabricaron. Mi principio, reina, es éste, éste es el caudal que alcanzo. Ni soy más, ni tengo mas, el mundo me llama Carlos, los soldados el prodigio, el cuerdo los cortesanos, éstos me llaman plebeyo, y yo tu hechura me llamo. BARLOVENTO: ¡Cuerpo de tal! ¿Quién te mete en origen tan aguado? ¿Eres Venus que en el mar la engendraron no sé cuántos? Refiere una letanía de los varones más claros, y di que son tus abuelos; que éste es el uso ordinario de estos tiempos. Di que Adán un hijo tuvo bastardo que se llamó Faraón, y éste fue padre de Caco. Caco engendró al Tamorlán, el Tamorlán a Alejandro, Alejandro al gran Sofí, y el Sofí a Poncio Pilato, Pilatos al Preste Juan, Preste Juan al Minotauro, el Minotauro a Babieca, y Babieca a Arias Gonzalo, padre de tu madre Dido, la gran reina de Cartago. Llama primos a los duques. ¿Quién te ha de ir averiguando curiosamente las líneas, si muestras pintado un árbol con ramos y laberintos que no entienda un boticario? Alábate como todos. CARLOS: ¡Calla loco! BARLOVENTO: Cuerdo callo. REINA: Mis pensamientos se inclinan prodigiosamente a Carlos sin que pueda sujetarlos la razón, sueltos caminan sin freno. Porcia, ¿qué haré? PORCIA: Vencerte y considerar que eres reina y has de dar a Sicilia rey que esté de todos bien admitido. Corrige el gusto a tus ojos; no te entreguen tus antojos a un hombre no conocido. REINA: Siéntate, Carlos, que yo instituyo en ti nobleza. CARLOS: ¡Viva, señora, tu alteza los años del Fénix!
Vase CARLOS a sentar
CONDE: No porque la reina lo mande se debe perjudicar la nobleza titular de Sicilia, que es tan grande que no cabe en este banco; y así, no tenéis lugar. CARLOS: Bien pudiera yo tomar lo que con ánimo franco me da su alteza, por fuerza; mas déjolo, porque intento tener más honrado asiento. BARLOVENTO: ¡De esta vez se los almuerza. si pilla cólera!
Dobla la capa y siéntase en ella CARLOS
CARLOS: Así sobre mi honor me he sentado, porque el banco del honrado dicen que ha de dar de sí, y siendo leño ese escaño, duro será y avariento, y así es más noble este asiento, pues dará de sí, que es paño. La espada y la capa fue honor del hombre mejor; y así he partido mi honor y en la mitad me senté, y que es de más calidad este asiento humilde; que ése lo defenderá aunque pese a todos, la otra mitad. DUQUE: Señora, si vuestra alteza a los títulos no guarda sus derechos, acobarda y aniquila la nobleza de su reino. REINA: ¿Yo no heredo en aqueste reino mío las deudas del rey mi tío? Siendo así, no sólo puedo, sino debo con derecho dar a un soldado gallardo las mercedes que Edüardo viviendo le hubiera hecho. Y así, aunque ese asiento es vuestro honor, y yo le fío, tomad esta vez el mío; pasad al banco, Marqués. BARLOVENTO: ¡Buena va, por Dios, la trova! Mas, ¿si él, de donde se escapa, será Marqués de su capa? REINA: Marqués sois de Terranova. CARLOS: Competir, señora, puedes en magnífico blasón con Alejandro, pues son más pródigas tus mercedes. Como es tu deidad sagrada imagen de Dios, también le imitas haciendo bien y en hacer algo de nada. Beso mil veces tus pies. ¡Tu reino exceda a este mar! Caballeros, den lugar. CONDE: En hora buena, Marqués.
Siéntase CARLOS
PORCIA: No manches y no desdores tu opinión, que temo ya que quien títulos le da le querrá dar esas flores. REINA: ¡Ay Porcia, no puedo más! Darle más honras quisiera, pero no lo haré. Modera los consejos que me das, pues cuando diera estas flores, que no haré si no es decente, fuera reinar solamente sin recelos y temores de que un señor arrogante quiera mandar, y que yo obedezca. PORCIA: Quien subió a la dicha en un instante se desvanece más presto. REINA: No lo sientas, Porcia, así; que éste fuera para mí rey humilde, rey modesto. Yo solamente reinara en mi reino; y de otro modo querrá el rey mandarlo todo; mas no lo haré, cosa es clara. CARLOS: Ya que el honor que hay en mí alentará mi razón, quiero disculpar la acción de haber concurrido aquí. No se atribuya a locura el llegar a donde estoy, diciendo que águila soy que me opongo a la luz pura. Vosotros habréis venido sedientos de majestad; pero a mí curiosidad solamente me ha traído. Vosotros tres pretensores, confïados y ambiciosos, no venís como curiosos, mas pensando llevar flores, y aunque mi justa humildad este lugar pretendió, no por eso se atrevió Faetón de tal majestad. Halléme en él empeñado sin saber donde llegué, y después le conquisté por no verme deshonrado. DUQUE: Pues tú das satisfacción de que no vienes a ser pretendiente de mujer, hija de la perfección, ¿tú podías, tú podías ser osado girasol de aquellos rayos del sol que da hermosura a los días? ¿Lo que sólo he merecido disculpable te parece? CARLOS: Si ninguno lo merece, iguales habemos sido. Tiene el cielo soberano tan alta circunferencia que con él no hay diferencia entre los montes y el llano; cualquier hombre que se halle en cumbre que al cielo va, tan lejos del cielo está como aquél que está en el valle. Con la máquina estrellada punto breve es todo el mundo, que entre el monte y el profundo es la diferencia nada. Eres monte, valle soy, la reina tan alta estrella que, comparados con ella, en igual balanza estoy. REINA: ¿Ves, Porcia, la confïanza del Duque y la presunción de que aquestas flores son el fruto de su esperanza? Quien se juzga rey tan presto, ¿qué ha de hacer cuando lo sea? PORCIA: Aquello que se desea siempre nos parece honesto. Como engaña el propio amor, da presunción y osadía; y advierte, señora mía, que, siendo el duque el señor más ilustre en ser tu primo, no es el presumir exceso. REINA: ¿Cómo tú me dices eso, queriendo al duque? PORCIA: Si estimo más tus aciertos, ¿no es justo que la verdad te aconseje, aunque perdido se queje de mis consejos mi gusto? REINA: Ya, Porcia, estoy envidiando tu valor; no eres mujer pues que te sabes vencer si yo me voy despeñando. DUQUE: La respuesta imaginé hasta agora, y si esperáis... CARLOS: Pues, duque, no lo digáis, que aunque dije aquello, sé quién es digno de alcanzar las flores de aquella esfera, y sé bien a quién las diera, si yo las debiera dar, con justa razón y ley. (Mi lengua fue la que erró). Aparte DUQUE: (Por mí lo dice: temió, Aparte como ve que he de ser rey). CONDE: Ya es tiempo que dé tu mano flores, beldad y grandeza. BARLOVENTO: Despéñenos vuestra alteza; dé flores, como el verano. REINA: (No tiene esta ley acierto, Aparte rey bárbaro la inventó; pero sin romperla yo, me he de casar por concierto. Todo el ingenio lo alcanza; medios y terceros son los que casan. Mi elección ha de perder su esperanza). Carlos. CARLOS: ¿Señora? REINA: Tú dices que sabes bien quién merece la corona que hoy se ofrece. Haz estas bodas felices; da tú este ramo de flores al varón que reine y venza, para que así la vergüenza no me dé nuevos colores. DUQUE: Bien hace, si a Carlos fías las flores y majestad. (Él pretende mi amistad Aparte y ya sabe que son mías). CARLOS: Tómolas agradecido de que resignes en mí tu voto y gusto, y así al que las ha merecido las daré. No quiera el cielo que quite reino y honor al hombre de más valor; mas segunda vez apelo a tu majestad, señora, ¿darás la mano al que aquí diere yo estas flores? REINA: Sí. CARLOS: Pues sepan todos agora que el que más las mereció, y el que digno de ellas es, es solamente el Marqués. DUQUE: ¿Qué Marqués es ése? CARLOS: Yo. A mí mismo me las doy. Rey por rey, Carlos lo sea. Dame tus manos y vea Sicilia que asombro soy del mundo, y que fue misterio
Pásase a la plebe
nacer yo de las espumas. Si han de coronarme plumas, ¡las águilas del imperio! DUQUE: ¡Ése es engaño y traición! Suba a títulos la plebe, no a reinar. CONDE: ¿Cómo se atreve este soberbio Faetón al carro del sol dorado? NOBLE: El engaño y la milicia no saben guardar justicia. ¡Muera, muera despeñado! BARLOVENTO: La plebe es mujer honrada, y reinar no es cosa nueva. Hijos son de Adán y Esgueva los plebíferos. FLORO: Echada la suerte una vez, no debe faltar. BARLOVENTO: Eso sí; ¡espantarlos! NOBLE: ¡Viva el duque! LIVIO: ¡Viva Carlos! NOBLE: ¡Aquí nobleza! LIVIO: ¡Aquí plebe! Carlos habrá de reinar, si paz al reino conviene, porque de su parte tiene el aplauso popular. NOBLE: ¿Cómo a los nobles se atreve? BARLOVENTO: Muchos son. Bueno es dejarlos. NOBLE: ¡Viva el duque!
Dice BARLOVENTO y la plebe
BARLOVENTO: ¡Viva Carlos!
Dicen los NOBLES
NOBLE: ¡Aquí nobleza! BARLOVENTO: ¡Aquí plebe! PORCIA: ¿Qué has hecho? REINA: Porcia no sé. Por eso dicen los sabios que el cielo mueve los labios a veces. El cielo fue, sin duda, quien esto quiso. PORCIA: Di que es engaño. REINA: ¿No ves conjurado al pueblo, que es monstruo sin razón ni aviso? LIVIO: ¡Déle la reina la mano.
La PLEBE
[VOCES]: ¡Dé la mano! REINA: Caballeros, si amenazan los aceros del pueblo y vulgo tirano, ya es prudencia moderar su confusa alteración. En parte tienen razón, aunque me queráis culpar. El cielo, sin duda, ordena que reine Carlos, y así, a los hados me rendí. ¡Reine muy en hora buena!
Levántase la REINA y dale la mano y siéntanse los dos
DUQUE: Este error cuidado ha sido; no es orden del cielo, no: en tu pecho se engendró, de tus labios ha nacido. ¡Vive Dios, que fue rendirte a tu gusto, no a los hados, y los nobles agraviados han de saber persuadirte la verdad! CARLOS: ¡Hola! ¿Qué es esto? ¿A la reina habláis así, y más, delante de mí? Sed a la reina modesto, y no perdáis a su alteza el decoro, o ¡vive el cielo!, que os derriben en el suelo la soberbia y la cabeza. DUQUE: Los nobles no han de jurar a rey que ellos no conceden. CARLOS: Bien dices, jurar no pueden si yo los mando matar. ¡Prendedlos! CONDE: Nos despeñamos si el pueblo las armas toma. Así su furia se doma. Todos los nobles juramos a Carlos, por rey, marido de Matilde. CARLOS: Eso os conviene. CONDE: Otro remedio no tiene, pues la reina lo ha querido. FLORO: Todos juramos también ser tus vasallos leales. CARLOS: Besadme la mano. DUQUE: ¡Tales sucesos mis ojos ven que me parecen soñados y confusos mis sentidos! Ni a la duda están dormidos ni al crédito desvelados. LIVIO: Los nobles y caballeros llegan ya. NOBLE: Vamos nosotros... CARLOS: ¿Quién os ha dicho a vosotros que habéís de ser los primeros? CONDE: Razón y costumbre son. CARLOS: Yo, así el cielo lo dispuso, tengo poder sobre el uso. CONDE: Mas no sobre la razón. CARLOS: Los que merecen coronas, si quieren saber reinar, a Dios tienen de imitar, y Dios no excepta personas. Quien más le sirve es mejor, y el vasallo más leal es sólo el más principal. Llegad vosotros. REINA: Señor,... CARLOS: Dadme, señora, licencia de ordenar esto a mi modo. PORCIA: Pienso que lo erraste todo. REINA: También lo pienso. ¡Paciencia! LIVIO: Besamos, agradecidos a tantas honras, la mano. DUQUE: El pueblo le hará tirano; los nobles somos perdidos. BARLOVENTO: También Barlovento llega a dar su beso de paz; ministro de su solaz será ya. ¿Quién me lo niega? CARLOS: Bueno está. BARLOVENTO: ¿Bueno está? ¿Cómo? Tu ceniza he de ser hoy. Mi rey, Barlovento soy; Carlos eres: ¡Memento homo! CARLOS: Para sólo su ocasión el gracejar es bien hecho. BARLOVENTO: (¡Vive el cielo, que sospecho Aparte que ha mudado condición!) CARLOS: Los populares reciban, de hoy más, honras y blasones. FLORO: Robar sabes corazones.
Todos los PLEBES
[VOCES]: ¡Carlos y Matilde vivan! CARLOS: Vamos, señora. REINA: ¿No ves que la nobleza te espera? CARLOS: Está soberbia, está fiera; abata el vuelo y después llegará a besar mi mano. CONDE: Oye, rey. CARLOS: ¡Nadie me hable! DUQUE: (¡Ah, Sicilia miserable, Aparte nunca te falta un tirano!) PORCIA: Yo profetizo a este error bien larga melancolía. REINA: Rey apacible quería, no rey de tanto valor.
Vanse todos y queda el DUQUE
DUQUE: ¿A cuál hombre ha sucedido tal engaño y desengaño? Para hacer mayor el daño uno tras otro ha venido. Mas, ¿qué lloro, si han caído otros de esfera sagrada, a los cielos levantada, y yo solamente aquí de mi esperanza caí que es caer de nada en nada. Humo es la esperanza, y yo de ser el rey la tenía; mintió la esperanza mía, mi presunción me engañó. Fue mujer la que eligió. ¿Qué mucho que mis cuidados vanos fuesen engañados, si elegir lo malo debe, y el engaño no se atreve, si no es a los confïados? ¿En qué fábula o historia tal suceso se ha leído, que un hombre no conocido suba a majestad y gloria de repente? En la memoria ejemplo ninguno siento de tal acontecimiento; ni se acuerda, ni se sabe. Mas, ¿qué mucho, si no cabe en humano entendimiento?
Sale PORCIA
PORCIA: Duque, confusa este día entre sucesos tan raros, el pésame vengo a daros que yo por rey os tenía. Sea testigo la fe mía que a la reina aconsejé lo que justo y recto fue, sin sombra de envidia y celos. Testigos serán los cielos cuando no baste mi fe. Sois, gran señor, sois su primo, y en mí es fuerza el desear ver a mi reina acertar y ver reinar lo que estimo,. DUQUE: Con ese pésame animo la pasión que siento en mí, no porque un reino perdí con que servirte pudiera, si bien confieso que fuera reinar más amarte a ti; mas viendo que un hombre humilde, ya soberbio como vano, por fuerza he de ser tirano, y viendo errar a Matilde como una loca. PORCIA: Decilde, duque, vos a esa pasión que deje la posesión del alma, dando lugar para que puedan entrar mi firmeza y mi afición.
Sale FLORO con un papel, y BARLOVENTO
FLORO: El caso es grave. BARLOVENTO: Pues yo he de escuchar lo que pasa; el podenco soy de casa. Todo lo he de oler. FLORO: Mandó... Pero ya el duque nos vio, aquí lo sabrás.
Al DUQUE
Ordena su majestad, y con pena de perdimiento de bienes... DUQUE: Estos son, Porcia, vaivenes de la Fortuna, sirena que regala y mata.
A FLORO
Di. FLORO: Que salgan los nobles hoy de la corte. BARLOVENTO: Quedo estoy; popular hombre nací. Duque, a pelo viene aquí una cosa de buen gusto que dijo César Augusto de Herodes, como veía que tocino no comía y mataba como injusto los niños. El César dijo de hombre tan necio y crüel, que más quisiera ser él su cochino que no su hijo. Hoy vale más ser cortijo que corte, ser popular que noble. DUQUE: ¿En qué han de parar tales principios? PORCIA: ¿En qué? En desdichas de mi fe, en que comienzo a llorar tus desdichas. Yo temía perderte rey coronado; mas perderte desterrado sólo fue desdicha mía. DUQUE: Un día sigue a otro día. El bien y el mal duran poco. Si a los títulos convoco, podrá ser que muestren brío. BARLOVENTO: ¿Qué responde, duque mío? DUQUE: No respondo nada, loco.
Vase el DUQUE
BARLOVENTO: Hable con más devoción, que soy plebeyo. ¿No ve que es noble? Conozcasé, señorazo, señorón, noble, noblisimón. ¿No ve lo poco que vale? FLORO: Vamos, que la reina sale. BARLOVENTO: Aunque Heliogábalo hacía de la oscura noche día, no hay cosa que a ésta se iguale.
Vanse. Sale la REINA
REINA: Porcia, buscándote vengo, reventando el corazón. Desdichas fatales son de que yo la culpa tengo. Otras mayores prevengo, que un rey tirano he dado a este reino desdichado. Pensé tenerle obediente a mi gusto, y es serpiente que entre mi seno he crïado. Mi eterno llanto comience. ¡Mal haya la inclinación que se opone a la razón! ¡Mal haya la quien no la vence! PORCIA: Tu mismo error te avergüence, pues no tomaste consejo. El conde viene y te dejo a solas con él; quizá el remedio te dará como sabio y noble espejo.
Vase PORCIA. Sale el CONDE
CONDE: Cuando se ven desterrados los señores que han de honrarte, cuando el vulgo se reparte oficios y magistrados, ¿en qué pones tus cuidados? REINA: Conde, en remediar el daño, en dar disculpa a mi engaño enmienda a tan grande error. CONDE: Aquí tengo un labrador que con un prodigio extraño al nuevo rey se parece. En una aldegüela mía ha nacido, y él venía... REINA: No digas más; se me ofrece el remedio, resplandece el ingenio en el aprieto. Tráele, conde, con secreto. CONDE: Aquí está en el corredor esperando.
Vase el CONDE
REINA: ¡Oh, labrador, si acaso fueses discreto! Un antojo mal seguro me trae a este grave paso; aun en comedia era el caso no verosímil y duro. Sin ver el daño futuro di las flores a quien era sombra humilde de mi esfera; mi vergüenza me engañó, no me culpa nadie, no; pensé que al duque las diera.
Salen el CONDE y ENRICO, de labrador
CONDE: Vesle aquí. REINA: (Naturaleza Aparte puso un milagro en los dos! Maravillas son de Dios con que da al mundo belleza. El fin de mi mal empieza). ¿Tendrás valor para...? ENRICO: Sí. REINA: ¿Cómo respondes así antes de saber el modo? ENRICO: Valor tengo para todo. Valor hallarás en mí; que aunque villano, soy rico de pensamientos honrados, y entre silvestres cuidados a guerras y armas me aplico. REINA: ¿Cómo te llamas? ENRICO: Enrico. Vasallo del conde soy. REINA: ¡Admiraciones te doy! ¿Conoces al rey acaso? ENRICO: No, señora. REINA: (Al postrer paso Aparte de mis desdichas estoy. Fin han de tener aquí. Verán que el ingenio excede sus fuerzas mismas, y puede volver tal vez sobre sí). Enrico, vente tras mí. ENRICO: Ya mi pecho se dispuso a cualquiera acción. El uso falta ya. Manda de espacio. REINA: Reinar tengo, o mi palacio será el palacio confuso. Éntrate en este aposento. ENRICO: Entraré por un volcán, si tus palabras me dan la obligación y el aliento. CONDE: Después sabrás el intento. REINA: ¡Mi ingenio verán agora! CONDE: ....... [-ora], tuyo soy. ENRICO: Soy tu vasallo. REINA: Cierra y calla. ENRICO: Cierro y callo. REINA: ¿Viéronle entrar? CONDE: No, señora.
Vanse. ENRICO por la puerta de en medio, y la REINA por una puerta y el CONDE por otra

FIN DEL ACTO PRIMERO

El palacio confuso, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 01 Jul 2002