ACTO SEGUNDO


 
Sale el CONDE solo
CONDE: Varios pensamientos son los que batallan conmigo. ¡Cómo es terrible enemigo la propia imaginación! Pensamientos tan violentos, ¿qué queréis? ¿Qué desvaríe y de Blanca desconfíe? ¡Eso no, mis pensamientos! Aunque en mí juntando esté mi pensamiento tirano lo que me dijo el villano, lo que a la infanta escuché, lo que me advirtió celosa, lo que el marqués respondió, lo que Blanca se turbó lo que se quejó furiosa, ni he de dudar ni sentir un átomo de pesar. Y esto no ha sido dudar no fue sino discurrir. Dejadme, vanos antojos. Ninguno guerra me dé. A Blanca quiero por fe. Amor, cerramos los ojos.
Sale BLANCA a una reja
BLANCA: ¡Conde, mi bien! CONDE: (El amor Aparte trae una voz a mi pecho que las nieblas ha deshecho de mis dudas y temor. Quien está su voz oyendo, ¿cómo puede estar dudando? Quien su voz está escuchando, ¿cómo puede estar temiendo? Antes que vuelva a mirar, quiero ver si estoy dudoso, porque en viéndola, es forzoso adorar y no dudar. Pensamiento, ¿hay gloria? Sí. Corazón, ¿Hay dudas? No. Vuelvo a ver quien me llamó. Fuerza es amor, ya la vi. Ya la vi, no hay que dudar. Ya la vi, no hay que temer. Agora, agora placer, es el tiempo de llegar). BLANCA: ¿Cómo me negáis favores si mi propia furia os toca? Encerrada estoy por loca y no por vuestros amores. Mi dueño, amor es acuerdo que no es locura el amar, ni loca se ha de llamar quien por vos el seso pierde. Furia me dio la ocasión; quejas me dio el sentimiento. El que siente mi tormento ése solo está en razón. CONDE: Cobrando la vida voy; darme quiero el parabién. ¿No estás loca? BLANCA: No, mi bien, aunque en no estarlo, lo estoy. La que come el corazón de una hija, estará cuerda cuando más el seso pierda, que los otros locos son. CONDE: ¿Qué enigmas son éstas? Di. ¿Qué corazón has comido? BLANCA: ¿Luego no me has entendido? CONDE: Mi bien, lo que presumí es tal que no pienso en ello. Cosa es, tan atroz, que hallo que soy crüel en pensallo. ¡Mira qué fuera en creello! BLANCA: Presume, pues, un rigor sin ley, sin razón, sin uso. La infanta en la mesa puso la vida de Blancaflor. CONDE: (Aquí animarla conviene; Aparte consolarla es menester). ¡Ah, miserable mujer, qué justas querellas tiene! Un corazón generoso, Blanca, no se ha de vencer del pesar, ni del placer. Caso ha sido lastimoso; pero no se ha de sentir de modo que parezcamos que de razón nos privamos. El valor está en sufrir los golpes de la fortuna con un rostro al mal y al bien. Vida los cielos nos den que al fin la de ambos es una que venganza habrá y consuelo. Callen, señora, las quejas. Sale de prisiones y rejas. Finge gusto, alegra el cielo de tus ojos y entretanto dame una mano. BLANCA: Y así harás, esposo, que en mí cesen las penas y el llanto, porque entre glorias y enojos mi corazón, más ufano con la gloria de la mano, no dará llanto a los ojos.
Dadas las manos
CONDE: Los brazos habemos hecho un pasadizo de amor, por donde pase el valor de mi pecho hasta tu pecho que por las líneas y venas darás fuerza al alma mía, para templar la alegría, para moderar las penas. BLANCA: Pues si tú estás consolado, y uno nos hizo el amor, decir podré a mi dolor que la mitad me ha faltado.
Vase
CONDE: Vete, y cesen tus enojos. Prisa le di que se fuera porque asomadas no viera las lágrimas a mis ojos, que, como las reprimían los esfuerzos que yo he hecho recogiéronse en el pecho y ya de golpe salían.
Sale el REY
REY: Conde, tu tristeza es mucha. Esas lágrimas, ¿qué son? CONDE: Pedazos del corazón. Rey cristianísimo, escucha: Tu padre, gran señor, de quien blasona el mundo que sus hechos son divinos, y en dos águilas puso una corona de los imperios griegos y latinos, la vida de Carloto no perdona por la muerte crüel de Valdovinos porque con ser piadoso y ser cristiano imitó la justicia de Trajano. Imagen eres suya, y rasgo breve de Dios llaman al rey algunos sabios, porque en balanzas siempre iguales debe pesar, sin excepción, nuestros agravios. Aquí pasma la lengua, y no se mueve, temiendo que al abrir mis tristes labios, el cielo ha de tronar y sentimientos han de hacer a mi voz los elementos. Blanca sin tu licencia era mi esposa. Quisímonos los dos secretamente, y así de nuestro amor nació una rosa de quien albas serán eternamente mis ojos. Era flor, la más hermosa que en los felices campos del oriente a la risa y albor de la mañana sus ojos desplegó de nieve y grana. Pequeña estrella fue que apenas hace vislumbres cuando expira en el ocaso; fuente que en la ribera del mar nace que vida y nombre pierde al primer paso; jazmín que sin verdor y pompa yace al trasmontar el sol. ¡Oh duro caso! Corto vivir le destinó la suerte pues que nació en los brazos de la muerte. La infanta pues... ¡Oh cielos! ¿Quién diría que tan rara beldad fuera inclemente? Mas si la injuria lastimosa es mía, ¿quién fuera menos que ella el delincuente? La infanta pues, señor, fue noche fría que marchitó el jazmín. Fue el oriente que la estrella eclipsó, y el mar ha sido donde expiró el cristal recién nacido. Añadiendo un portento a otro portento, a comer se la dio. ¿De quién se escribe que dé en un plato un corazón sangriento pareciendo su mesa de un caribe, que el viviente sea bárbaro alimento, de la misma de quien el ser recibe, que vuelva al centro de quien ha nacido sepulcro haciendo lo que cuna ha sido? ¡Oh prodigio! ¡Oh rigor! Que no te creo si bien a costa de mis propios males te admiro, toco, siento, lloro y veo. Si a furia tan atroz, si casos tales negaréis la venganza que deseo, apelaré a los rayos celestiales, flechas del arco con que Dios nos tira cuando levanta el brazo de su ira. REY: ¿Qué te podré responder? Porque tal atrocidad, a no ser tú su verdad, no se pudiera creer. Rigor y enojos prevengo y no sé cuál es mayord: o la causa del rigor o la cólera que tengo. Considerarlo conviene. Prudente demostración pide tan fuerte ocasión. Vete, que la infanta viene.
Vase el CONDE y sale la INFANTA
Viendo, infanta, que ha salido el conde Alarcos de aquí, de verme enojado a mí la causa habrás entendido. Cerrar quiero. No es razón que descompuesto me vean y que partícipes sean los hombres de tu traición. INFANTA: (Tengo condición tan fiera Aparte que no sentiré desmayos aunque fulminase rayos contra mí la cuarta esfera. No he de negar mi rigor, y fingir pienso mi culpa; que está en mi misma disculpa el remedio de mi amor). REY: Dime, bárbara imprudente, ¿refiérese acción tan fea de Circe ni de Medea? ¿Muerte das a una inocente? ¿Qué te ha movido, crüel, a tan loca tiranía? Tú no tienes sangre mía en ese pecho si en él, desterrada la piedad, vive furioso rigor. INFANTA: Templa el enojo, señor, yo te diré la verdad. Yerros fueron por amores. Amé al conde Alarcos. REY: Di. INFANTA: Entró en mi cuarto y allí recibió de mí favores. Casóse, halléme perdida. Negóme, halléme celosa. Vi a Blanca, halléme envidiosa. Sentílo, halléme atrevida. Pensé aquella tiranía, Ricardo la ejecutó, y por eso se ausentó. REY: ¡Gran castigo merecía! (Mayor es ya mi cuidado Aparte y mis dudas son mayores. ¿Teniendo el conde favores de la infanta, se ha casado? ¿Si ha fingido ésta su amor, y contra sí misma miente? Que quien mata a un inocente matará a su mismo honor. Mas no; que en humano pecho nunca hay furia tan crüel cuando no entraron en él un agravio y un despecho. El alma tengo turbada. Por divertirme abriré). INFANTA: (Di a entender lo que no fue. Aparte Creyólo. Estoy disculpada. Mis favores no ha admitido el conde. Desprecios son los que siente el corazón, que el honor no está ofendido).
Vase. Salen el MARQUÉS y el CONDE y BLANCA
REY: ¡Hola! MARQUÉS: ¿Señor? REY: ¿Quién responde? MARQUÉS: Yo, porque de guarda soy. REY: Yo, marqués, al campo voy. Prevenid la caza. Conde, muy mala cuenta habéis dado de mi amor y mi privanza. CONDE: ¡Ah, señor! (Esta mudanza Aparte dice que soy desdichado). ¿Quejas y enojos conmigo? ¿Yo de serviros? ¿En qué? REY: Seguidme y os lo diré. CONDE: Siempre con el alma os sigo. BLANCA: Miradnos, señor, con ojos de más piedad a los dos. REY: Entiendo, Blanca, que en vos han de dar estos enojos.
Vase
BLANCA: ¿Qué es esto, conde? CONDE: No admira esto al prudente varón que sabe la condición de la Fortuna. Quien tira al cielo flechas, ¿qué espera, si es que forzoso ha de ser que cuando vuelva a caer, en la cabeza le hiera? De la infanta hablé quejoso; mis flechas caen amagando porque esto sucede cuando se quejan de un poderoso. BLANCA: Señor, dejar a palacio será vivir en quietud, salir de esta mal salud; y será vivir despacio. El enojo del rey pase. Del fuego decirse suelo; "Ni tan lejos que te hiele ni tan cerca que te abrase." Retirémonos, amigo, que pienso que aún es mejor su hielo que su calor. No habrá soledad contigo en un monte para mí. CONDE: De que yo a tu cuarto entré y tus favores gocé y de que tu esposo fui sin su licencia, procede este rigor de sus ojos; mas decir que sus enojos han de dar en ti, ¿qué puede significar? BLANCA: Dueño mío, éste es palacio crüel; huyamos agora de él. CONDE: ¡Adiós, mar; adiós, bajío donde encalla toda nave! ¡Adiós, veneno gustoso, encanto dulce! ¡Dichoso quien de ti escaparse sabe!
Vanse. Salen RICARDO, de labrador, y TIRSO
RICARDO: Aquí, Tirso, en efecto con este traje y con llamarme Fabio, vivir pienso secreto, huyendo como sabio el rigor de una infanta que aún a las fieras de ese monte espanta. TIRSO: ¡Dichoso tú, Ricardo, que desengaños de palacio tienes! Yo tus secretos guardo; seguro estás, pues vienes temiendo esos enojos y rigores, a vivir entre humildes pescadores.
Sale GIL
GIL: Ninguno venga a quitarme hasta que yo los avise, pues ser desdichado quise. TIRSO: Gil, ¿adónde vas? GIL: A ahorcarme. TIRSO: ¿Tal maldad quieres hacer? GIL: ¿No he de estar desesperado de tantos siglos casado? RICARDO: ¿Cuándo te casaste? GIL: Ayer. La condición de Bartola ha de hacer que muera o huya. RICARDO: ¿Qué condición es la suya? GIL: Gusta siempre de estar sola. Siempre me está regalando. Callando está todo el día. No dice esta boca es mía y hace cuanto yo la mando. Si la vido no me quito, ¿quién podrá sufrir tal pena? RICARDO: ¿Pues esa mujer no es buena? GIL: ¿Y el ser propio no es delito? Por ser buena aguardé a hoy el ahorcarme; que a ser mala, me ahorcara ayer. Un árbol buscando voy que me convida y anime. TIRSO: Vuelve a pescar, mentecato. GIL: Déjenme colgar un rato; veré si Bartola gime. RICARDO: ¿Después de muerto has de vella?
Sale BARTOLA al paño
BARTOLA: ¿Bamboleas, Gil? GIL: Aún no. BARTOLA: ¿Aún no te has colgado? GIL: Yo se la d[aré] de dos a ella. RICARDO: Lazos del demonio son. GIL: Digo que soy infelice. Habiéndola visto, dice que yo no tengo razón. TIRSO: El río está sosegado. ¡A pescar! Deja de extremos. Trae, Bartola, aquellos remos de ese barco que está atado en esa margen florida. Trae tú la red. GIL: En efecto, no me ahorco.
Vanse los [tres]
RICARDO: ¿Qué discreto no busca esta simple vida? Con miedo de la crüel infanta a este campo vengo, donde amor de padre tengo a una flor. ¿Mas no es aquél el rey? Sí, y el conde Alarcos le sigue. Mucho sintiera ser conocido. Si hubiera retirádome a esos barcos, más seguro estaba. Así me pienso disimular. Dejarlos quiero llegar.
Salen el REY y el CONDE
CONDE: Ya me tienes, rey, aquí. REY: Vete, villano,. RICARDO: Sí, haré. (Esto, ¿qué misterio esconde? Aparte Demudado viene el conde. ¡Oh, quién supiera de qué!)
Vase
REY: Saca la espada. CONDE: Señor, para rendirla a tus pies, bien está como la ves. REY: Delitos contra el honor y contra la autoridad de mi persona, no es ley castigarlos como rey. Depongo la autoridad. Saca la espada. CONDE: La vida, rey, es tuya. De esta suerte me tiene de hallar la muerte. No hay defensa que lo impida que el rey al hombre leal no hace injusticia ni agravios, y así es sólo en los labios la defensa natural, no en las manos. No me toca resistir esta violencia. Sólo, si me das licencia habrá defensa en mi boca. De los enojos que sientes. REY: Tales, ¡oh, traidor!, han sido que a estos campos me he venido con asombros de las gentes, y aún diciéndolos aquí, de las fieras y las aves tendré vergüenza. Bien sabes la causa. CONDE: (¿Porque me vi Aparte con Blanca en su cuarto han sido sus enojos? Bien despacio los recelé. Entré en palacio. Es su prima. Fui atrevido). REY: ¿Cómo, osado, te atreviste si respetar el valor de mi sangre y el honor, que es una deidad que asiste como rayo de luz pura, y diste pasos traidores para gozar los favores de aquella nueva hermosura? CONDE: (Bien temí). Aparte Señor, no puedo negar que yo me atreví y que la mano le di, convencido en todo quedo, pero discúlpame Amor. REY: Pues si la mano le has dado, ¿cómo, traidor, te has casado? CONDE: Por eso mismo, señor. REY: Tu delito castigaba porque saberlo quería, que hasta aquí no le creía. Hablé como quien dudaba; mas ya que lo confesaste, mira tú qué debo hacer. CONDE: Errores de una mujer y de un hombre a quien honraste con tu privanza y amor, si Amor lo supo causar, bien se deben perdonar. REY: Quien su mano y su favor mereció, y en su aposento entró como falso amigo, cuando quede sin castigo de su loco atrevimiento, ¿cómo ha de satisfacer en deshonor tan extraño? Piensa el remedio del daño que tú el jüez has de ser. CONDE: Ni inconveniente ni yerro pienso que hay. Tu majestad no dé aquesta soledad por castigo y por destierro. Viviremos Blanca y yo en esta aldea y esta casa, mientras que tu enojo pasa. REY: ¿Cómo, si no se enmendó el agravio, osas decir que el enojo ha de pasar? Esto se ha de remediar. CONDE: ¿Cómo? REY: Blanca ha de morir. CONDE: ¿Qué dices? ¡Válgame Dios y válgame su piedad! REY: ¡Hola!
Sale [un PESCADOR]
[PESCADOR]: ¿Señor? REY: Barrenad un barquillo de esos dos, y llegadle a la ribera.
Vase [el PESCADOR]
Tú has de ser ejecutor de este lícito rigor. ¡Pon en él a Blanca, y muera! CONDE: Famoso rey que tuviste famosos progenitores, porque en serlo la grandeza del ánimo se conoce, a mis desdichas atiende. Podrá ser que te reportes que ruegos vencen a Dios cuando fulminan rigores. No es generoso valor referir obligaciones, pero la acción se disculpa si es ingrato quien las oye. El conde de Irlos, mi padre, tus lirios y tus pendones tremoló en Persia, y sus hechos no habrá olvido que los borre. Yo en las guerras de Alemania inmortal hice mi nombre, pero tengamos silencio. Callad, lengua, que se corren con la alabanza los ojos. Duro trance es el que pone a un magnánimo varón en referir sus acciones. Una vez, cuando vinieron de los peligros de un monte las Rosas de Ingalaterra con lucidos escuadrones, te vi en un trance sangriento, amor es lince --perdonen las águilas caudalosas-- más ve el amor, dando voces. Animabas a tu gente y con bizarro desorden te empeñaste en tus contrarios, error y aliento de joven. Conocieron tus insignias, y como suelen legiones de solícitas abejas embestir a los que rompen la oficina donde labran oro líquido, así corren a embestirte los ingleses; porque el fruto reconocen de la presa, y tú, vencido de ti mismo que no es bronce el cuerpo humano, te viste sin caballo y en prisiones. Pero yo, como los rayos que de cálidos vapores en las nubes se engendraron, haciendo que los aborte su mismo impulso tronando, me arrojé furioso donde miré el confuso tropel, y de allí con los favores de mi amor y la fortuna, en los hombros españoles de un caballo te escapé porque no haya dos que ignoren la dicha debida a un rey. ¿Cuándo, dime, mortal hombre dio vida, dio libertad a un dios pequeño? Que dioses son los reyes que de rayos quiere Dios que se coronen. ¿Por cuál de estos beneficios me mandas hoy, rey, que corte como Parca inexorable la vida dichosa y noble de un ángel en hermosura, unión de las perfecciones que copió naturaleza para admirar a los hombres? No llegues a ser crüel, rey famoso, aunque te enojes. Los hombres particulares pueden cometer traiciones, homicidios y crueldades, el rey no. Ejemplo nos pone Dios en los mares y ríos: que éstos apacibles corren, y cuando las lluvias hacen que su caudal fuerza cobre, excediéndose a sí mismos con vana soberbia rompen los puentes de mármol tosco y los márgenes de flores. Inundan verdes campañas, émulos del Nilo, donde vimos fieras vemos peces, porque así se nos antojen pedazos de plata viva que haciendo van caracoles en las ondas. Pero el mar, rey de las aguas, el orden y la ley que Dios le puso guarda siempre, y cuando montes amenazan con trabucos de cristal porque se asombren sus márgenes y riberas, vuelven sus ondas salobres atrás, quebrando su furia, y parece que se encoge en sí mismo, respetando los términos que le impone la madre naturaleza. ¿Por qué no han de ser conformes en costumbres mar y ríos, rey y vasallos? ¿Qué enormes delitos he cometido para que mi acero moje en sangre inocente sangre que merece que la adoren mis ojos como a deidad de los celestiales orbes? Blanca, que es preciosa joya donde están fijas al tope las virtudes, excediendo diamantes y tornasoles del cielo, ¿debe morir? No, rey mío, no blasonen con Falaris ni Diomedes. ¿Qué crueldades más atroces se vieron? El rey cristiano, ¿Hay razón que no perdone a la virtud y hermosura? Ya se escribe de leones que reprimieron sus garras viendo a la sombra de un roble una mujer que durmiendo eclipsaba sus dos soles. Fuera de que, en morir yo, nos das tormentos mayores, pues Blanca, viendo mi muerte, es fuerza que sangre llore hasta morir, distilando dos almas, dos corazones, y yo el apartarme de ella he de sentir más que el golpe de la guadaña fatal. ¿Para qué quieres que sobre mi vida? Dame la muerte, será piadoso renombre, y danos vida a los dos. Déjanos morir de amores. Quizá estás mal informado. No te ciegues, no te arrojes a castigar y a creer, que si el aliento de un hombre suele manchar el cristal los ampos y resplandores bien podrá manchar la envidia a la verdad. ¿No respondes? ¿No hay clemencia? ¿No hay piedad? ¿Así te vas? Pues mis voces penetren cielos; que al fin las orejas de Dios oyen y su verdad permanece aunque el cielo se transforme, aunque se quiebren sus ejes, aunque en las humanas cortes andan rigores, envidias, desdenes y sinrazones. REY: Dala en ese barco al río, y serán ejecuciones de mi rigor otros brazos indignos de que la toquen.
Vase y sale BLANCA
BLANCA: Conde, amigo, ¿qué tenías que te sentí dando voces? CONDE: ¡Blanca infelice! BLANCA: Prosigue, ¿por qué callas? ¿No respondes? CONDE: Tú has de morir y yo mismo he de ser --¡oh, qué rigores!-- quien tu vida infeliz quite, quien tu luz hermosa borre. BLANCA: ¿Cómo, señor, es posible que amando yo no te acuerdes de lo bien que me quisiste si no de lo que me quieres? Pues no te obligan, mi bien, amor y gustos presentes, oblíguente los pasados más dichosos, más alegres. ¡Cielos! ¿Pues a tanto amor ingratamente se debe? Si es delito el adorarte, ése he cometido siempre. ¿Tú me matas, dueño mío? ¿Tú pasas tan brevemente del amor y las finezas al rigor y a los desdenes? Pasar de un extremo a otro sin los medios, no se puede; pasar de amar a matar sólo conmigo acontece. Acuérdome que en mis brazos repetiste muchas veces: "Estos montes faltarán, no el amor que el conde tiene". Muero acordándome de esto. Memoria, no me atormentes, y si eres sirena calla; si eres basilisco duerme; si eres cocodrilo ríe; porque son contrarios fuertes la voz, la vista y el llanto para una vida inocente. Los montes se están constantes. ¿Quién a mí me da la muerte? Pero no es la culpa tuya. Mis desdichas la merecen. No sentiré yo el morir; sólo sentiré el perderte. Que ya sé que es nuestra vida en lo hermoso y en lo breve vela que arde y se consume con su misma luz. Claveles que, con sus hojas de grana y con sus listas de nieve, a la aurora van rompiendo aquella camisa verde, viven mientras ven al sol y expiran cuando anochece. La Fortuna viene en ruedas. ¿Qué mucho que dé vaivenes? El tiempo camina en alas. ¿Qué mucho que el tiempo vuele? La muerte corre la posta. ¿Qué mucho que presto llegue? El tiempo, muerte y Fortuna sin resistencia nos vence. Yo subí para caer, gocé para entristecerme, florecí para secarme. Pasó veloz por los bienes para llegar a los males. Caminé por el deleite para dar en el tormento. Humo soy y sombra leve, pues nací para morir. Quien esto sabe no teme. Sólo, señor, es razón que me estremezca y que tiemble de imaginar que mi fama estas desdichas padece. Los que ven que tú eres justo, [...................... -e-e] los que ven que eres discreto, cuando matarme te vieren, ¿qué han de decir? ¿Que yo triste culpada soy? Que lo piensen no es maravilla. Yo misma lo pienso. Que tú no puedes ser injusto, ser tirano, ser crüel, ser impaciente. Sin duda que estoy culpada y que mis ojos te ofenden en no quererte, señor, tanto como tú mereces. Mátame, pues, si es tu gusto; que no es bien que inobediente sea a tu voz, y si lo he sido, la dulce vida me cueste. Sólo, señor, te suplico que no te cases ni yerres segunda vez ya que yo nunca pude merecerte. Y si ha de ser con la infanta, mira que es falsa y aleve y tu sangre ha derramado y estas acciones prometen que no ha de quererte bien. Tarde las injurias mueren, porque teme quien las hace y quien las recibe siente. ¡Mátame, pues! Mas, ¡ay triste! El ánimo desfallece. Vanos fueron mis esfuerzos; la humana flaqueza teme. ¡No me mates, dueño mío! ¡Oh, si estuviera presente aquel ángel que mataron, porque pudiera valerme intercediendo por mí! Permíteme que me queje; que yo otras armas no tengo. Lágrimas son, que otras veces llamabas perlas, y agora llamarse corales pueden, pues es sangre lo que lloro. ¿Que no puedo enternecerte? ¿Que no merezco obligarte a mis voces? No se nieguen] las piedades a mi llanto. ¡Oíd, esferas celestes, unas quejas desdichadas! Estremézcanse los ejes en que estribáis las estrellas. No brillen, no, rosicleres sino sombras y tristezas, y las nubes del oriente no se tiñan de carmín. Horror y luto nos muestren. Los elementos se paren, sus calidades se truequen. Firme el aire, ande la tierra, queme el agua, el fuego hiele, pues se ha mudado un amante que ha merecido laureles, que es vencedor de sí mismo para asombro de la gente. Cielos, elementos, sombras, volved por Blanca, que muere injustamente a las manos del que adoró y amó siempre. Tened piedad, oh vosotras mudas y sordas paredes, que pienso que amenazáis ruín, por parecerme. Mas, ¿qué digo? Mas, ¿qué lloro? ¿Yo quejarme? ¿Yo valerme de nadie contra mi dueño? Dulce esposo, aquí me tienes. No me quejo, no resisto. Corta el cuello, el pecho hiere, saca el alma, el vivir quita. Goce el conde, Blanca pene. Haz tu gusto, acabe el mío. Mi luz vaya, tu luz quede. Vivas tú, muera mi fama. Dios te ayude, Él no me deje; que a más allá del morir ha de amar la que te quiere, y mi amor ha de pasar los términos de la muerte. CONDE: Tiemblo de escucharte y verte. Cada lágrima es un rayo, cada palabra un desmayo, cada suspiro una muerte. Señora, violencia es del rey, que me está mirando. Ese barco está esperando para ser tumba después. Entra en él. ¡Ay, dueño mío! Quizá hallarán más piedad tu inocencia y tu verdad en el cristal de ese río. BLANCA: Yo obedezco. En despedida tus brazos, conde, me den agora el último bien de mi desdichada vida. CONDE: Morir quiero, y el rigor más tirano es el más justo; no quiero morir de gusto pues no muero de dolor. BLANCA: ¿Ya me niegas? CONDE: No es negarte; que tu muerte siento así y darte a ti por ti no es dejarte, es adorarte. BLANCA: No quiero considerar qué pasos son los que doy. Pues que la muerte te doy con razón podré animar el alma que desfallece. ¿Qué desdichado se fue al suplicio por su pie, que este barco lo parece?
Vase
CONDE: ¿Yo he de ser ejecutor de esta tirana violencia? Que en efecto es más decencia si bien será más dolor. A las aguas encomiendo esta vida que me mata, porque el alma me arrebata con dulce gloria viviendo, muriendo con tristes penas.
Dentro BLANCA
BLANCA: ¡Adiós, mi esposo y mi bien! CONDE: ¡Favor, señora, te den las aguas y las arenas! Nubes, timbres de los vientos, nubes que os rasgáis tronando, ¿para quién o para cuándo guardáis los rayos violentos?
Dentro BLANCA
BLANCA: Esposo, adiós. CONDE: Él te guía. Ya la corriente furiosa lleva el alma más hermosa.
Dentro BLANCA
BLANCA: ¡Conde, amigo! CONDE: ¡Blanca mía! [............... -osa] Vuelcos la barca va dando. Ya, cielos, se va anegando aquella temprana rosa, y ya entre la espuma fría se apaga su sol ardiente. ¿Para cuándo un rayo ardiente guardas, sacra monarquía? ¡Sepulten a un desdichado los cóncavos de la tierra! Mas, cielos, ya le hace guerra el viento fuerte y airado. Ya fluctúa, ya zozobra. Ya se hunde, ya perece. Ya el agua se ensorbece. Ya entre sus ondas se ahoga. Ya murió. ¡Lance penoso! Ya yo no quiero la vida que la doy por bien perdida en lance tan lastimoso.
Dentro BLANCA
BLANCA: [¡Hola, ya me voy ahogando!] ¡Conde Alarcos, dueño, esposo! CONDE: ¡Qué trance tan lastimoso!
Dentro BLANCA
BLANCA: ¡Adiós! CONDE: Ya se va anegando. ¡Oh, cómo la quise poco pues en acto tan esquivo la estoy escuchando vivo! Tras ella voy.
Salen el REY y la INFANTA
REY: ¡Tente, loco! Ya, en las ondas sumergida, falleció desdicha tanta. Dale la mano a la infanta. CONDE: ¿Esto más? ¡Estoy sin vida! ¿Cómo quieres que le dé mano que sangrienta está, cuando agonizando va el ejemplo de la fe? ¿A amor quieres, rey, unir muerte y bodas? ¿Una mano que fue verdugo inhumano ha de querer recibir la infanta? REY: ¡Dásela luego! CONDE: Aún vive Blanca. REY: No vive. Llega y la mano recibe de tu esposo. INFANTA: ¡Alegre llego! Turbada de gusto voy.
Danse las manos
CONDE: (Ésta es segunda violencia. Aparte ¡Paciencia, cielos paciencia!) INFANTA: Tuya soy. CONDE: Y tuyo soy. REY: Agora no me veáis hasta que ordene otra cosa. Vos desleal, vos celosa, ambos enojos me dais.
Vase
INFANTA: (Ya conseguí mi deseo. Aparte Como yo esta gloria tenga no hay desdicha que me venga. ¿Qué más bien? ¿Qué más trofeo? CONDE: (Aquél que no prevenido Aparte recibe un golpe eminente, parece que no lo siente de puro estar sin sentido; mas al punto que le deja la privación, vuelve en sí, sobra el sentido y así siente el dolor y la queja. En tu muerte fui perdiendo el sentido, Blanca mía. Entonces no lo sentía, agora lo voy sintiendo). INFANTA: Si a Blanca tus ojos lloran, conde, ya tienes en mí otra alma que vive en ti y otros ojos que te adoran.
Mirando hace dentro el CONDE
CONDE: (¡Piadoso río, detén Aparte la corriente, el curso enfrena!) INFANTA: Conde, basta ya la pena. La infanta te quiere bien. CONDE: (¿Si habrá muerto? Sí, que el río Aparte corre soberbio y furioso). INFANTA: Basta el sentimiento, esposo, que será desprecio mío. Vuelve en ti, despierta, escucha. ¿Cómo tu tristeza es tanta? CONDE: ¿Aquí estás? INFANTA: Y amando. CONDE: Infanta, mucha es mi tristeza. INFANTA: ¿Mucha? CONDE: Pues no muero, poco ha sido. INFANTA: ¿No te consuela mi mano? CONDE: Perdí el bien más soberano. INFANTA: ¿No es mayor que el que has perdido el que tienes? Tuya soy. CONDE: Yo de Blanca. INFANTA: Eso es desprecio. CONDE: El amor. INFANTA: Es ser un necio. CONDE: Pues no muero, sí lo soy. INFANTA: ¿No eres mi esposo? CONDE: Diría de sí y no. INFANTA: ¿Cómo, tirano? CONDE: Sí, porque te di la mano; no, porque el alma no es mía. INFANTA: ¡Tuya soy! CONDE: El rey lo ordena. INFANTA: ¿Tendrás fe? CONDE: ¡Con mi memoria! INFANTA: Si soy tuya, ¿qué más gloria? CONDE: Muerta Blanca, ¿qué más pena?

FIN DEL SEGUNDO ACTO

El conde Alarcos, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 27 Jun 2002