LOS CARBONEROS DE FRANCIA Y
LA REINA SEVILLA

Antonio Mira de Amescua

El texto de LOS CARBONEROS DE FRANCIA Y REINA SEVILLA presentado aquí está basado en el manuscrito (Biblioteca Nacional, Madrid, #15.658) y en la edición príncipe, Parte treinta y nueve de comedias nuevas de los mejores ingenios de España (Madrid: Buendía, 1673). Fue preparado por Vern Williamsen en forma electrónica en el año 1988. Luego fue preparado en la forma presentada aquí en 1995.


Personas que hablan en ella:

ACTO PRIMERO


Suenan clarines y atabales y salen el ALMIRANTE y BLANCAFLOR, su hermana, con mascarilla pendiente de un lado del rostro
ALMIRANTE: Blancaflor, ¿qué novedad es ésta? Cuando venimos a París, la que compite en majestad y edificios con Roma y Nápoles, vemos en públicos regocijos la gran ciudad, y la causa ni la entiendo ni adivino. Varios instrumentos suenan, galas no ordinarias miro, y no hay monsiur que no lleve un fénix gallardo y rico por penacho en su cabeza. En los balcones y nichos se previenen luminarias para que dé el artificio competencia a la noche con el día. BLANCAFLOR: No imagino la ocasión de tantas fiestas. ALMIRANTE: ¿Si es admirable prodigio, con que el cielo corresponde a la intención que has traído de ver a Carlos? BLANCAFLOR: No soy tan dichosa yo. ALMIRANTE: En los signos celestes, cuando naciste --si la ciencia y el jüicio de los hombres no se engañan-- matemáticas peritos hallaron que has de ser reina de Francia. Sobrinos somos de Carlos. ¡Qué mucho! Hijos no tiene. En el hijo castigó, como Trajano, la muerte de Valdovinos, y ya en madejas de nieve, haciendo el tiempo su oficio, mira pendiente la barba compitiendo con un siglo su dichosa edad. Pudiera, aplicando los sentidos y afectos de tu hermosura, querer casarse contigo. Por esto, hermana, por esto a la corte te he traído a que la mano le beses; porque los cielos divinos no en balde te dan belleza, poca edad y airoso brío. Y cuando ellos te negasen sucesión, aumentos míos, te llevarán el cuidado, dando a mi dicha principio; que pudieras persuadir a Carlos Magno mi tío me nombrase sucesor del cristiano y del antiguo reino de Francia, de quien soy Almirante. Designios son los nuestros bien fundados; no son vanos ni exquisitos pensamientos, que en los aires trepan a su principio. Aplica al uso francés en el rostro, que a Narciso más que su imagen matara, la mascarilla, que he visto venir los Pares de Francia hacia acá.
Pónese la mascarilla
BLANCAFLOR: Y aun imagino que Carlos viene con ellos. ALMIRANTE: Fortuna, si bien me quiso tu condición inconstante, agora, agora te pido que al Amor hurtes las flechas si no te las presta él mismo.
Salen CARLOS Magno, emperador, y caballeros todos galanes
Déme vuestra majestad su mano. CARLOS: Almirante, amigo, en alas de mi deseo puedo decir que has venido, pus cuando darte quería de mis intentos aviso, o mi fortuna o tu amor el cuidado me previno. ¿Quién es aquella madama que acompañáis? ALMIRANTE: Señor mío, Blancaflor, mi hermana. Llega al rendimiento debido al supremo emperador del mundo.
Derriba la mascarilla
BLANCAFLOR: Turbada miro la cesárea majestad a quien humilde suplico me dé la mano. CARLOS: Sobrina, aunque viejo, no me olvido de ser galán, y bien sé que han de ser los brazos míos lo que yo os tengo de dar; y de la vejez recibo esta licencia. No fuera tan descortés y atrevido siendo joven, claro está.
Abrázala
ALMIRANTE: (Amor, gallardo principio das a mi industria. Prosigue, y flechas de fuego vivo enciendan la riza nieve de su pecho). CARLOS: Cuando admiro la singular hermosura que el cielo pródigo y rico dio a Blancaflor, mi silencio es retórico artificio. Mudo alabo esta belleza, mudo esta deidad estimo. Mas, ¿qué elocuencia bastara? Sobrina, callando digo mucho más. BLANCAFLOR: Soy vuestra esclava. CARLOS: El secreto regocijo de París y de mi pecho agora pienso deciros. Escuchad, parientes. BLANCAFLOR: (Si es Aparte el corazón adivino, reina de Francia soy ya. Rayo mi hermosura ha sido). CARLOS: Por la muerte de Carloto,... (¡Ay, qué funesta principio! Aparte Pero habiendo sido justa, mal me enternezco. Prosigo). ...quedando sin heredero, pasé a mi edad que por siglos puede numerarse agora, cuando tanta nieve miro en esta barba pendiente, si bien el heroico brío de mi juventud lozana y el generoso y altivo vigor permanecen siempre, murieron, que así lo quiso el cielo, mis doce pares, por quien los franceses fuimos asombro de los humanos, famosos desde los rizos cabellos del alba hermosa, hasta el sepulcro más frío del sol en el occidente. Bien es que testando vivos sus hijos, dirá la fama de los franceses lo mismo. Yo, pues, que a los largos años con el ánimo resisto, viéndome sin heredero, que es natural apetito de los reyes, he tratado --¡Oh, cuán alegre lo digo!-- de casarme con Sevilla, más que humano ángel divino, hija del grande Ricardo, el poderoso y el rico emperador del oriente. Por embajador envió al hijo de Galalón, mi cuñado, y solicito con dicha mi casamiento, pues fácilmente consigo mis deseos, porque el conde de Maganza también hizo su embajada, que a Marsella con la desposada vino. Esto, amigos, hasta agora de mis labios no ha salido; que a veces el pecho humano es oscuro laberinto. Fui secreto a recibirla; las manos allí nos dimos. Y una quinta de un jardín, --dije jardín, paraíso-- fue de mis alegres bodas tálamo verde y florido. Diez días en ella estuve, y a la santa que es asilo de pecadores, aquella que lavó a los pies de Cristo sus culpas, humildemente un sucesor he pedido. Víneme a París a donde solemnidades previno mi cuidado, porque sea día famoso y festivo el de su entrada. Ya llega. Ya mis secretos publico; ya soy fénix remozado, y ya pienso que eternizo mi imperio. No os espantéis, vasallos, deudos y amigos, de que en la vejez me case; que esto de muchos se ha visto y tal vez vimos un hombre a la palma parecido, que en arrugadas cortezas, cargada de años y siglos, si en la juventud estéril, da los pálidos racimos de su fruto. En la vejez forma el águila su nido y sus hijuelos alienta con más calor, con más brío. Y no siempre la consorte del que es anciano marido imita a la verde hiedra que derriba el edificio. No siempre parece al mar que el movimiento continuo de las olas va venciendo la eternidad de los riscos. Aguila, mar, hiedra, palma en lazos de amor tejidos, imitan hoy maridajes de diamantes y jacintos. Hoy a la reina Sevilla en la corte recibimos. Hoy llega el sol del oriente hasta el polo de Calisto. Hoy Carlos, el que de magno el renombre ha merecido, de nuevo se ve triunfando en dichoso regocijo. ALMIRANTE: (Desvaneció nuestro intento). Aparte BLANCAFLOR: (Tarde, Almirante, venimos). Aparte ALMIRANTE: Gran señor, la enhorabuena te doy alegre, aunque envidio al hijo de Galalón, conde de Maganza. Mío pudiera ser el favor de haber a Francia traído al sol de Constantinopla. Mucho la estimáis. No fío en hijos de Galalón. ¡Quiera Dios...! CARLOS: Basta, sobrino. ¿Cómo murmuráis así del hombre que más estimo? ALMIRANTE: Dije mal, señor, perdone. CARLOS: No me espanto; que enemigos fueron vuestros padres. Ya, salgamos a recibirlos.
Tocan. Vanse y salen el CONDE de Maganza, la reina SEVILLA, TEODORO, de camino, y criados
CONDE: Mi señora, cerca estamos de la ciudad de París, donde eres ya flor de lis que con respeto adoramos. Esta flores, estos ramos que ponen treguas amenas entre las rubias melenas del sol, y esta clara fuente cuyo cristal transparente da silvestres azucenas, serán rústica floresta, mientras al mar español se va despeñando el sol, y pasa la ardiente siesta. Vecina montaña es ésta a la metrópoli y corte, donde a tu regio consorte has de coronar la frente cuando vienes del oriente a las provincias del norte. REINA: Conde, aunque llegar deseo, y quiere mi honesto amor ver a Carlos, mi señor, que es el último trofeo de mi esperanza, ya veo que con los rayos que tiende el sol, abrasa y ofende, teniendo, aunque es verde mayo, una flecha en cada rayo con que los montes enciende. Pasemos en hora buena la siesta aquí. CONDE: (Dame, Amor Aparte atrevimiento y valor para declarar mi pena; ya que mi desdicha ordena que esta griega bizarría confunda en el alma mía el discurso y la razón. Hablemos, que en la ocasión el respeto es cobardía). Vosotros podéis bajar a ese valle a coger flores que los celestes colores del iris han de envidiar. Pues sobre ellas ha de estar la reina nuestra señora. Si reposar quiere agora, sembrad aquí flores bellas; porque parezcan estrellas en los campos del aurora. TEODORO: Vamos.
Vase TEODORO con los criados
CONDE: (Echélos de aquí Aparte para gozar la ocasión. Animo, pues, corazón. Temblando estoy. ¡Ay de mí! Otras veces me atreví y cuando ya el pensamiento entre la voz y el aliento salió del alma y llegó a los labios, se turbó desvanecido en el viento. Pero agora no ha de ser cobarde Amor de esta suerte. Venga la vida o la muerte, alegre me he de perder). Presto, señora, has de ver a la primavera hermosa junto al invierno.
Estará la REINA sentada y recostada, y salen LAURO, VIEJO, GILA y BARUQUEL, carboneros
LAURO: ¿Qué cosa puede impedir que veamos nuesa reina cuando estamos en ocasión tan dichosa? ¡Pardiobre, que la he de ver! BARUQUEL: Yo también, si antes no ciego. CONDE: (Bella deidad, fénix griego, Aparte hermosísima mujer, helarme siento y arder. ¡Oh, qué rústicos tiranos!) ¡Ah, rústicos! ¡Ah, villanos! Mal os haga Dios.
De rodillas
LAURO: A veros llegan estos carboneros, que aunque tiznan, son cristianos. Necio estoy. Tú sabes más y eres más desvergonzada. GILA: Señora,...ya estoy turbada. BARUQUEL: La primer mujer serás que tuvo empacho jamás. Señora, vuestra ventura os trae por esta espesura. Vete, Gila, mientas hablo, que me pareces al diablo si estás junto a su hermosura. Digo, señora suprema de Francia, que desde aquí... ¿Todavía estás aquí? GILA: ¿Conmigo tienes la tema, y estás turbado? CONDE: (Si es tema Aparte la desdicha). ¡Ea, dejad que duerma su majestad. REINA: Déjalos; que me entretengan. CONDE: (¡Qué estos carboneros vengan Aparte a impedir mi voluntad!) BARUQUEL: Señora, pues va a reinar, remediar podrá mil cosas. Las que no fueren hermosas salgan luego del lugar. Mande también azotar cien despenseros si vive. Prive de oficio y reprive tres pícaros cegarrones que pregonan relaciones, y ahorque a quien las escribe. No olvide a los taberneros, así Dios les dé ventura. Uno hay que se llama el cura, porque cristiana los cueros. Yo le vi entre dos enteros. A uno dijo, estando él solo, "visbaptizaré" y probólo. Era fuerte, ardió la fragua y zampóle luego el agua respondiendo él mismo, "volo." CONDE: (¡Qu&eaccute; sufro, ardiéndome yo, Aparte a estos hijos de estas peñas!)
Hácelas señas que se vayan
........................ [ -eñas]. GILA: No queremos irnos, no. BARUQUEL: Pues que licencia nos dio su majestad para vella, no la cansemos. GILA: En ella mucha gracia y beldad vi. LAURO: Ya nos vamos, Malgesí.
Vanse los carboneros
CONDE: (¡Favorézcame mi estrella! Aparte Esta vez me determino). Reina, si un grave deseo...
Sale ZUMAQUE
ZUMAQUE: Malpariré si no veo la reina que va camino. También madre me ha parido. CONDE: (¡Otro estorbo? ¡Vive Dios! Aparte ¡Qué tengo...!) ZUMAQUE: ¿Cuál de los dos es la reina? CONDE: (¡Qué ha venido Aparte este monstruo a deshacer ocasión tan dulce y clara!) ZUMAQUE: Éste tiene mala cara, aquélla debe de ser.
De rodillas
Oigame; que hablarla quiero, aunque so tonto, en jüicio. Aquí tiene a su servicio este pobre carbonero. Cara tiene matizada, colorada y amarilla, como se llama Sevilla puede llamarse Granada. REINA: ¡Qué sencillez! ¡Qué ignorancia! CONDE: (¡Flechas tirándome está!) Aparte ZUMAQUE: ¿No han sonado por allá los carboneros de Francia? CONDE: Vete, bárbaro. ZUMAQUE: No soy barbero, ni en mi linaje rapó nadie. CONDE: (¡Qué un salvaje Aparte me impida! ¡Rabiando estoy!) REINA: ¿Y cómo te llamas, di? ZUMAQUE: Mal, señora, preguntó, que nunca me llamo yo, otros me llaman a mí. REINA: ¿Y es tu nombre? ZUMAQUE: ¿Cuál, el mío? Zumaque, nombre es de pila; mi prima se llama Gila. Lauro se llama mi tío, y mi hermano Baruquel. CONDE: Vete, que nos das calor. ZUMAQUE: Pergeño tiene traidor. Señora, guárdese de él.
Vase ZUMAQUE
CONDE: Amor, pues que ya se han ido dame dicha y osadía; si dicen que es tiranía la beldad porque ha vencido el alma que libre ha sido con potestad rigurosa; cuando algún amante osa decir su pena a su dama, no es la culpa de quien ama sino de quien es hermosa. Y, pues, lenguas mudas son los ojos en el amante, que dicen con el semblante las ansias del corazón, si yo en alguna ocasión, después, señora, que vi tu hermosura, descubrí con los ojos mi fe pura, culpa tu gran hermosura y no me culpes a mí. Sé bien que ya me entendiste las veces que te han hablado mis ojos y mi cuidado. De mi silencio supiste que estar turbado, estar triste en tu divina presencia es una muda elocuencia, y a decir las penas graves que ya de mis ojos sabes, los labios tienen licencia. REINA: Conde, cuando escucho tal, estamos... --¿Quién tal creyó?-- o tú loco o sorda yo. Hablas mal o entiendo mal. No son de cuerdo y leal conceptos tan atrevidos, y pienso entre dos sentidos y entre dudosos agravios, o que han errado tus labios o que mienten mis oídos. CONDE: Ni te admire, ni te espante que adore un sol soberano. Corazón tienes humano, no le tienes de diamante. Despreciar joven amante cuando dueño anciano tienes, no es justo. Mira que vienes a hacer una unión gentil del enero y del abril. No prosigan tus desdenes. Nadie nos oye ni ve, y este silencio tendrán cuantas cosas viendo están tu ingratitud y mi fe. Secreto amante seré. Argos soy de tu opinión. REINA: Estos árboles que son testigos de mis enojos, harán de las hojas ojos para mirar tu traición. Las cosas inanimadas y brutos, si aleve fueres, han de publicar quién eres con lenguas desenfrenadas: esas cumbres empinadas con peñascos atrevidos al sol, los prados floridos con sus rosas naturales, las fuentes con sus cristales, las fieras con sus bramidos. CONDE: Vanos tus recelos son y aunque reina eres mujer. REINA: Tú, traidor. Mas, ¿qué ha de ser un hijo de Galalón? CONDE: De griega es esa razón; y si tu amor me desprecia, bien sé que no eres Lucrecia; que si va a decir verdad jamás hubo honestidad en las mujeres de Grecia. REINA: Conde Magancés, tú mientes. CONDE: Eres hermosa y mujer. No agravias. REINA: Debes de ser cobarde. ¿Agravios no sientes? CONDE: Pues, para que no me afrentes, la mano te he de besar. REINA: Ella te sabrá matar. CONDE: Desagráviame un favor. Dámela. REINA: Toma, traidor.
Dale un bofetón
CONDE: ¿Qué paciencia ha de bastar? ¡Vive Dios! REINA: Al mismo juro que no temo y que la muerte sabré darte. CONDE: (De esta suerte Aparte se convirtió un amor puro en odio. Vengar procuro el agravio y bofetón. Disimulad, corazón, encubrid el sentimiento. Ya será aborrecimiento lo que fue dulce pasión).
Sale TEODORA
TEODORA: Carlos viene. REINA: Di el contento, el bien y el dueño que estimo, la salud con que me animo, el alma con que me aliento.
Salen CARLOS, el ALMIRANTE, FLORANTE y acompañamiento, y detrás BARUQUEL, ZUMAQUE y GILA
CARLOS: Si el alma y el pensamiento estaban acá, señora, no he estado sin vos una hora. REINA: Todo se debe a mi amor. CARLOS: Joven soy con tal favor.
Abrázanse
REINA: Esclava soy que os adora. CARLOS: Después que en Marsella fui dueño de vuestra beldad, cautiva la voluntad, vivo en vos, no vivo en mí. REINA: Desde entonces hasta aquí no vi el rostro del placer.
A ellos
CARLOS: Para estimar y querer prendas que son más que humanas, no me embarazan las canas. Galán soy de mi mujer. Llegad a besar los tres mano de quien soy amante. Dad la mano al almirante, hijo de Oliveros es.
Llegan a besar la mano
ALMIRANTE: Postrando espero a tus pies los rayos del mismo Febo. CARLOS: Conde, ¿qué tienes de nuevo? ¿Cómo, aquí, tristezas graves si lo que te quiero sabes, si sabes lo que te debo? Abrázame. ¿Cómo vienes? CONDE: Vasallo tuyo, señor. CARLOS: Y así es mi gusto mayor porque sé que salud tienes para coronar tus sienes de diademas de laurel. Vamos a París, que en él todo el pueblo nos desea. ALMIRANTE: Honra, señora, esta aldea que se llama Mirabel. Es muy gallarda y es mía. CARLOS: Ya sé que es alegre y bella, pasemos la noche en ella; que entrar en París de día ya no es posible, y sería entristecer su esperanza. ALMIRANTE: Con honras que nadie alcanza Blancaflor y yo quedamos. CARLOS: Vamos, reina. Conde, vamos. CONDE: (Trazando iré mi venganza). Aparte
Vanse y quedan los villanos
BARUQUEL: Corte será Mirabel esta noche con los dos. ¡Ay, buen rey! ZUMAQUE: ¡Válgame Dios! ¿Qué caldo magro es aquél? BARUQUEL: Carlo Magno di. El señor y emperador de la mar. ZUMAQUE: ¡Y ver que se ha de casar tan viejo un emperador! Ya va la novia enviudando desde aquí hasta Mirabel. Ella moza y viejo él, mala ventura les mando. ¡Pero, a fe que es bien hermosa! BARUQUEL: ¡Calla, bestia! Que es locura delante de esta hermosura alabar así otra cosa. Muchas veces yerra... ZUMAQUE: Una cualquiera marquesota cae. BARUQUEL: Donde Gila está, no hay que alabar gracia ninguna. GILA: Dos mojicones, y aun tres te daré. ¡Socarrón eres! BARUQUEL: Dime cuanto tú quisieres, como un favor no me des. GILA: Sí, lo haré, cara de lobo. ZUMAQUE: Si él no la quiere ni ocupa, acá habrá quien no la escupa. Luego dirán que so bobo. BARUQUEL: Aquellos requiebros son los que me traen cuidadoso. Perdido estoy de celoso. GILA: Ya te entiendo, bellacón.
Sale LAURO
LAURO: Cada cual su carbón saque, llevémosle a Mirabel. .................. [ -el]. Date priesa tú, Zumaque; que en las cocinas del rey esta noche ha de venderse. BARUQUEL: Si va Gila, ha de perderse que no hay respeto ni ley jamás en los cortesanos. GILA: ¿Quién te mete a ti conmigo? Las orejas, enemigo, te he de arrancar con mis manos. BARUQUEL: Téngala, tío; que es fiera una mujer si se enoja. LAURO: Haréisme que un palo coja. ¿Siempre andáis de esta manera? ZUMAQUE: Baruquel es socarrón. Piensa, tío, que te engañan y si de día se arañan, cardas a la noche son. BARUQUEL: ¿Pues tú murmuras de mí, bestia indómita? ZUMAQUE: No hay tal, porque soy hombre tal cual. Tu hermano mayor nací. BARUQUEL: Daréte un palo. ZUMAQUE: Hablador, no dará ni aun dos. LAURA: Prometo que si voy... ZUMAQUE: Tenga respeto que soy cabeza mayor.
Vase todos y salen el CONDE y AURELIO
CONDE: Mi venganza prevengo del modo que te digo, porque tengo un desprecio, una injuria que me están provocando a rabia y furia. AURELIO: ¿Y con qué fundamento verosímil harás tan grave intento? CONDE: Cuando en Marsella estaba la reina, y ver a Carlos deseaba, yo mismo remitía las cartas, que ella amante le escribía. Una de éstas guardé, pensando en ella engañar mi esperanza, imaginando que mujer tan bella a mí me la escribía. ¡Fuerza de amor o gran melancolía! Un testigo ha de ser de su delito la carta, que mudando el sobreescrito, he imitado su letra, rompiendo la cubierta que tenía. AURELIO: No digas más. Tu intento se penetra y Carlos viene acá. Tu sangre es mía, mi ayuda y mi favor no he de negarte. CONDE: Vete antes que entre por esta otra parte.
Vase AURELIO. Salen CARLOS y el ALMIRANTE
CARLOS: Yo te prometo, Almirante, que tan gustoso me veo, que sólo vivir deseo, para ser perpetuo amante de la reina. Siempre un viejo ama con mayor cuidado porque es un amor fundado en prudencia y en consejo. Ama aquel ser infinito del alma, a amarse dispuesto, no tiene su amor honesto mezcla de torpe apetito. Por la fe de hombre de bien que fue Jordán para mí el casarme. Nunca fui tan galán y mozo. ALMIRANTE: Den a tu majestad, señor, vida del fénix los cielos. CARLOS: Si no hay torpeza de celos, dulce cosa es el amor. CONDE: Hablarte a solas querría. CARLOS: Vete, Almirante.
Vase el ALMIRANTE
(Sospecho Aparte que trae el conde en su pecho, según su melancolía, algunas quejas o agravios de la reina, y me pesara que decírmelas osara. ¿Cómo cerraré sus labios? Ya hallé modo). Conde, amigo, si estimarte tanto es justo, ¿qué cosa ha de darme gusto que no la goce contigo? Ese caballo que al sol, aunque bruto, desafía que en campos de Andalucía le engendró el viento español, me presentaron ayer. Y ésta es la misma cuchilla que dio espanto y maravilla al mundo. ¿Quiéresla ver?
Saca la espada
Mira un rayo de cristal. No forjó acero tan fuerte en su guadaña la muerte. Al que me dijere mal de mi espada o mi caballo, o mi mujer... ¡vive el cielo!, que le echaré por el suelo la cabeza. CONDE: (Tiemblo y callo. Aparte Parece que me ha entendido). El caballo he de mirar de espacio para estimar lo que de tu gusto ha sido. (Perdiendo voy la esperanza Aparte de vengarme, mudo el labio. Vuelvo, sintiendo mi agravio y temiendo la venganza).
Vase el CONDE
CARLOS: ¡Vive Dios! Que era sospecha lo que ya es en mí cuidado. Confuso y atravesado el corazón de una flecha me dejó. A solas quería hablarme. No dijo nada. Claro está que de mi espada, y el caballo no sería. ¡Qué terrible sobresalto! Mas mi fe dudar no debe. ¡Ay de mí! Un rayo se atreve al edificio más alto. Y bien puede el deshonor ser parecido a la muerte igualando de una suerte al monarca y al pastor. Mal digo, mal he pensado, mal discurso, entiendo mal. ¡Jesús! ¿Yo, sospecha tal? ¡Loco estoy! ¡Estoy turbado!
Sale el CONDE a la puerta
CONDE: Pensativo y sospechoso el rey se está paseando. Yo también estoy dudando atrevido y temeroso. Perdida la vida tengo si de él la reina es creída; y así aseguro mi vida y de la injuria me vengo.
Llega [y pónese] de rodillas
Gran señor, desnuda luego la espada de más fiereza y córtame la cabeza. CARLOS: ¿Qué dices, Conde? CONDE: Que llego a tus pies sólo a morir fidelísimo vasallo. CARLOS: De esa suerte, del caballo mal me vienes a decir. CONDE: Pluguiera a Dios, gran señor, que no fuera mi cuidado mayor. CARLOS: (¡Viejo desdichado! Aparte ¡Miserable emperador! ¡Triste rey! ¡Hombre infelice! ¡Pobre esposo! Antes del trueno sentí el rayo de horror lleno. Mal de la reina me dice. Y ya es fuerza el escuchar porque con preñez contada una nueva desdichada más tormento suele dar). Conde, ya sabéis que soy el primer hombre del mundo; no reconozco segundo en Asia, y a Africa doy espanto con estas canas. Muchas fueron mis victorias en las mortales memorias. No son mis obras humanas. Europa temió mi diestra. Todo está para caer y todo se ha de perder con una palabra vuestra. Mirad bien lo que decís, porque espera mi Sevilla, una octava maravilla, una sexta flor de lis; y más crédito he de dar al honor que en ella vi que a vuestra lengua, y así volvedlo, conde, a pensar. CONDE: A mi amor y obligación no correspondo callando. Tened ánimo escuchando; que yo verdad y razón he de tener si os refiero lo que sentimos los dos. CARLOS: Conde, por amor de Dios, que lo miréis bien primero. Tened lástima de mí que adoro a la reina. Amigo, conde, rogando os obligo. Ved qué contáis. CONDE: Lo que vi... CARLOS: Decid. Echada es la suerte. Nazcan ya de mi temor, si es verdad, mi deshonor, si es mentira, vuestra muerte. CONDE: Griega fue Elena, y hermosa, y dicen que no fue buena. Sevilla es griega y Elena. CARLOS: ¡Oh, vejez poco dichosa! CONDE: Mal se disimula amor; a Teodoro, su crïado, este papel he quitado.
Dásele
Bien conoceréis, señor, su letra y cuando el papel llegó a mis manos, ya había sabido su alevosía. CARLOS: ¡Oh, qué trance tan crüel! "A Teodoro" dice aquí. Suspended, infames celos, vuestro rigor. Tened, cielos, misericordia de mí.
Lee
"Mi dueño sois verdadero, de veros el ser recibo; sin vos muero, con vos vivo. En mis brazos os espero." La reina no he de firmar, "vuestra esclava," sí, "Sevilla." ¡Qué no tuviese mancilla de mi vejez el pesar! ¿Si leyeron bien mis ojos? ¿Si dijeron bien mis labios? Para leer sus agravios nadie ha menester antojos, porque la desdicha alienta los espíritus visivos. ¿Hay fundamentos más vivos para dar a tal afrenta todo crédito? CONDE: Señor, de noche este griego pasa a su cámara y abrasa la Troya de vuestro honor. Decid que vais a París esta noche, y volved luego. Veréis mi verdad. CARLOS: Un ciego, ¿qué ha de ver? Tarde venís. ¡Dolor grave! ¡Dolor fuerte! Pero acabaréisme presto, porque es, sin duda, que en esto viene marchando la muerte. No pudo el tiempo acabar mi vida con su rigor, y ha llamado al deshonor para poderme matar. Voy a tomar tu consejo. A París diré que voy. Pasos de hombre ciego doy. No acierto a andar. ¡Pobre viejo!
Vase CARLOS
CONDE: Perdone la inocencia de la reina que quiero conservar así la vida; porque sus quejas no me maten antes.
Sale TEODORO
TEODORO: Conde y señor. CONDE: (Venir en este tiempo Aparte Teodoro es para mí feliz agüero). Harásme un gran placer. TEODORO: Servirte quiero. CONDE: Sabe, Teodoro, pues que de mi dama un pequeño rubí favor ha sido. En el camino le agradó a la reina. No supe decir "no", y agora temo parecer en presencia de su dueño. Una cosa has de hacer. Dos mil escudos galardón te serán. Ya está la reina, cansada del camino, en dulce sueño. Carlos se fue a París. Tú podrás sólo en su cámara entrar, y pues se quita al entrar en su cama las sortijas, y las pone debajo el almohada, sin temer que despierte, has de sacarme el rubí que te digo. No me atrevo a pedir a la reina don tan corto, para no descubrir que es de mi dama. En silencio está todo, amigo. TEODORO: Basta, ya lo entendí muy bien, y entraré luego. Déjame el cargo a mí. CONDE: Lo prometido tendrás sin falta, y esperando quedo. Entra con desenfado. Entra sin miedo.
Vase TEODORO
Traidor me ha de llamar el que supiere el prodigioso atrevimiento mío; reciba un bofetón, sienta una injuria, y errando por amor, tema su muerte cualquiera que mi intento me culpare y podrá disculparme. Carlos viene. Ayúdeme mi ingenio y osadía.
Sale CARLOS con una vela encendida
CARLOS: Conde, ya vengo a la desdicha mía. Del silencio y del sueño vi ocupados los ojos de mis deudos y crïados. ¡Oh, si ya a nunca despertar durmieran mis ojos esta vez y esto no vieran! CONDE: Detrás de este cancel podrás ponerte. CARLOS: ¡Qué venga yo a acechar mi propia muerte! No he temido jamás si no es agora. Temblando está una mano vencedora. CONDE: No difirió Teodoro la partida. Mira adentro, señor. CARLOS: ¿Qué? ¿Tenga vida quien esos pasos da? ¡Si son antojos, o me ha cegado el llanto de los ojos! Teodoro llega al lecho más honrado, y pienso que a la reina ha despertado.
Deja caer el candelero
¡Más no quiero mirar! ¡Mátame luego, que viendo tal, ni muero ni estoy ciego! Mátame, conde, aunque inmortal me han hecho; pues no ha faltado el corazón del pecho. Mi agravio y deshonor, mi mal es cierto; no tengo honor, pues no me caigo muerto. CONDE: Al traidor mataré. ¡Muera Teodoro!
Vase el CONDE
CARLOS: ¡Qué me pueda ofender mujer que adoro! ¡El ánimo y valor pierdo! ¿Qué espero?
Dentro
TEODORO: ¡Qué me matan! ¡Jesús, Jesús, que muero! CARLOS: Cuando dudé mi mal, enternecido estaba con razón, pero sabido, valor haya en la pena y osadía.
Sale el CONDE
CONDE: (Secreta queda así mi alevosía). Aparte CARLOS: La vida y el honor, conde, te debo; siempre te quise bien, esto no es nuevo. Aconséjame, pues. CONDE: Antes que sea su venida más pública y la vea todo el concurso popular, desvía a la reina de mí. A su patria envía la griega, que ofendió imperio latino. En sus mismos bajeles en que vino puede volverse luego. Si la pena ordinaria de Francia la condena a muerte, ¿qué piedad no uses con ella? CARLOS: Bien me aconsejas. Llévenla a Marsella y desde allí navegue el Mar Terreno. Del ser y del vivir me siento ajeno.
Sale FLORANTE con una hacha encendida y la espada desnuda en la mano
FLORANTE: Voces sentí, diciendo "que me matan," y no sé dónde fueron. CARLOS: Oh, Florante, a tu mísero rey tienes delante. Ni dudes, ni preguntes, ni repliques. Lleva a Sevilla al mar y en los bajeles que surcaron con paz ondas crüeles, navega a la ciudad de Constantino, y entrégala a su padre, su destino fatal esto causó; ella misma sabe y la causa dirá de acción tan grave. FLORANTE: Lo que mandas haré. CONDE: (Muchos errores Aparte ocasiona un horror. A mis amores pasados pienso dar fin peregrino saliéndola a robar en el camino).
Sale la REINA Sevilla
REINA: Cuando, mis ojos despiertos, a lástimas me levanto, he salido con espanto, tropezando en cuerpos muertos. ¿Qué podrá ser? Dulce dueño, ¿aquí estáis? Viéndoos, señor, ni me turbará el temor ni el sobresalto del sueño. CARLOS: (¿Es posible que he de hallar Aparte culpa en beldad tan inmensa? ¿Es posible que hay ofensa en valor tan singular? Mas, ¿qué dudo si es mujer? Mas, ¿qué dudo si lo veo? [Mas, ¿qué dudo si lo creo?] Mas, ¿qué dudo se he de ser en la vejez desdichado?) REINA: ¿Vos en tal melancolía? ¿Vos confuso, rey? CARLOS: Desvía. REINA: ¿Conmigo estáis enojado? CARLOS: (En mi pecho poco sabio Aparte matar al amor pretende el agravio, él se defiende, pero vencerá el agravio. El honor le hará vencer; no la quiero ver ni hablar; que son sirenas del mar lágrimas de una mujer).
Vuélvela las espaldas
REINA: Mi señor, mi rey, mi esposo, mi gloria, mi bien inmenso, ¿qué es lo que os tiene suspenso? ¿Qué es lo que os tiene quejoso? ¿Vos os receláis de mí? ¿Qué causa turbaros pudo? Mas, ¿qué pregunto? ¿Qué dudo cuando miro al conde aquí? CARLOS: Parte luego con Florante. REINA: ¿Dónde me mandas partir? CARLOS: A Constantinopla has de ir. REINA: ¿Cómo podrá un pecho amante ausentarse de vos hoy? Advertid, señor, que espero daros presto un heredero. Encinta sin duda estoy. ¿De tan súbitos agravios causa, señor, no me das? CARLOS: De ti misma lo sabrás. NO la sepas de mis labios. REINA: Vuelve el rostro. CARLOS: Es imposible. REINA: Conde, piedad. CONDE: ¿Yo, señora? REINA: Carlos, mirad que os adora esta infeliz. FLORANTE: ¡Qué terrible suceso! CARLOS: (Verla querría. Aparte el rostro pienso volver). ¡Ah, peregrina mujer! REINA: ¡Ah, señor! CARLOS: (¡Ah, honra mía!) Aparte REINA: Conde, cause en ti mudanza el ver que te estoy rogando. CONDE: Con mi rey estoy callando. FLORANTE: ¡Gran desdicha! CONDE: (¡Gran venganza!) Aparte REINA: ¿Cómo me ausentas de ti? CARLOS: Amor sabe lo que siento. REINA: ¡Muerta voy! CONDE: (Ya estoy contento). Aparte CARLOS: ¡Ay, qué hermosura! REINA: ¡Ay de mí!
Vanse todos

FIN DEL PRIMER ACTO

Los carboneros de Francia y reina Sevilla, Jornada II  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 27 Jun 2002