EL PERRO DEL HORTELANO

Lope de Vega

Texto basado en varios impresos tempranos y modernos de EL PERRO DEL HORTELANO. Fue preparado por Vern Williamsen en esta forma electrónica en el año 1995.


Personas que hablan en ella:

ACTO PRIMERO


Salen TEODORO y TRISTÁN; vienen huyendo
TEODORO:          Huye, Tristán, por aquí.
TRISTÁN:       Notable desdicha ha sido.
TEODORO:       ¿Si nos habrá conocido?
TRISTÁN:       No sé; presumo que sí.
 
Vanse. Sale DIANA
DIANA: ¡Ah gentilhombre!, esperad. ¡Teneos, oíd! ¿qué digo? ¿Esto se ha de usar conmigo? Volved, mirad, escuchad. ¡Hola! ¿No hay aquí un crïado? ¡Hola! ¿No hay un hombre aquí? Pues no es sombra lo que vi, ni sueño que me ha burlado. ¡Hola! ¿Todos duermen ya?
Sale FABIO
FABIO: ¿Llama vuestra señoría? DIANA: Para la cólera mía gusto esa flema me da. Corred, necio, enhoramala, pues merecéis este nombre, y mirad quién es un hombre que salió de aquesta sala. FABIO: ¿De esta sala? DIANA: Caminad, y responded con los pies. FABIO: Voy tras él. DIANA: Sabed quién es. FABIO: ¿Hay tal traición, tal maldad?
Vase. Sale OTAVIO
OTAVIO: Aunque su voz escuchaba, a tal hora no creía que era vuestra señoría quien tan aprisa llamaba. DIANA: ¡Muy lindo Santelmo hacéis! ¡Bien temprano os acostáis! ¡Con la flema que llegáis! ¡Qué despacio que os movéis! Andan hombres en mi casa a tal hora, y aún los siento casi en mi propio aposento; que no sé yo dónde pasa tan grande insolencia, Otavio. Y vos, muy a lo escudero, cuando yo me desespero, ¿ansí remediáis mi agravio? OTAVIO: Aunque su voz escuchaba, a tal hora no creía que era vuestra señoría quien tan aprisa llamaba. DIANA: Volveos; que no soy yo; acostaos; que os hará mal. OTAVIO: Señora...
Sale FABIO
FABIO: No he visto tal. Como un gavilán partió. DIANA: ¿Viste las señas? FABIO: ¿Qué señas? DIANA: ¿Una capa no llevaba con oro? FABIO: Cuando bajaba la escalera... DIANA: ¡Hermosas dueñas sois los hombres de mi casa! FABIO: A la lámpara tiró el sombrero y la mató. Con esto los patios pasa, y en lo escuro del portal saca la espada y camina. DIANA: Vos sois muy lindo gallina. FABIO: ¿Qué querías? DIANA: ¡Pesia tal! Cerrar con él y matalle. OTAVIO: Si era hombre de valor, ¿fuera bien echar tu honor desde el portal a la calle? DIANA: ¡De valor aquí! ¿Por qué? OTAVIO: ¿Nadie en Nápoles te quiere, que mientras casarse espere, por dónde puede te ve? ¿No hay mil señores que están, para casarse contigo, ciegos de amor? Pues bien digo, si tú le viste galán, y Fabio tirar bajando a la lámpara el sombrero. DIANA: Sin duda fue caballero que, amando y solicitando, vencerá con interés mis crïados; que crïados tengo, Otavio, tan honrados. Pero yo sabré quién es. Plumas llevaba el sombrero, y en la escalera ha de estar.
A Fabio
Ve por él. FABIO: ¿Si le he de hallar? DIANA: Pues claro está, majadero; que no había de bajarse por él cuando huyendo fue. FABIO: Luz, señora, llevaré.
Vase
DIANA: Si ello viene a averiguarse, no me ha de quedar culpado en casa. OTAVIO: Muy bien harás; pues cuando segura estás, te han puesto en este cuidado. Pero aunque es bachillería, y más estando enojada, hablarte en lo que te enfada, ésta tu injusta porfía de no te querer casar causa tantos desatinos, solicitando caminos que te obligasen a amar. DIANA: ¿Sabéis vos alguna cosa? OTAVIO: Yo, señora, no sé más de que en opinión estás de incansable cuanto hermosa. El condado de Belflor pone a muchos en cuidado.
Sale FABIO
FABIO: Con el sombrero he topado; mas no puede ser peor. DIANA: Muestra. ¿Qué es esto? FABIO: No sé. Éste aquel galán tiró. DIANA: ¿Éste? OTAVIO: No le he visto yo más sucio. FABIO: Pues éste fue. DIANA: ¿Éste hallaste? FABIO: Pues ¿yo había de engañarte? OTAVIO: ¡Buenas son las plumas! FABIO: El es ladrón. OTAVIO: Sin duda a robar venía. DIANA: Haréisme perder el seso. FABIO: Este sombrero tiró. DIANA: Pues las plumas que vi yo, y tantas, que aun era exceso, ¿en esto se resolvieron? FABIO: Como en la lámpara dio, sin duda se las quemó, y como estopas ardieron. Ícaro, ¿al sol no subía, y abrasándose las plumas, cayó en las blancas espumas del mar? Pues esto sería. El sol la lámpara fue, Ícaro el sombrero; y luego las plumas deshizo el fuego, y en la escalera le hallé. DIANA: No estoy para burlas, Fabio. Hay aquí mucho que hacer. OTAVIO: Tiempo habrá para saber la verdad. DIANA: ¿Qué tiempo, Otavio? OTAVIO: Duerme agora; que mañana lo puedes averiguar. DIANA: No me tengo de acostar, no, por vida de Dïana, hasta saber lo que ha sido. Llama esas mujeres todas.
Vase FABIO
OTAVIO: Muy bien la noche acomodas. DIANA: Del sueño, Otavio, me olvido con el cuidado de ver un hombre dentro en mi casa. OTAVIO: Saber después lo que pasa fuera discreción, y hacer secreta averiguación. DIANA: Sois, Otavio, muy discreto; que dormir sobre un secreto es notable discreción.
Salen FABIO, MARCELA, DOROTEA, ANARDA
FABIO: Las que importan he traído; que las demás no sabrán lo que deseas, y están rindiendo al sueño el sentido. Las de tu cámara solas estaban por acostar. ANARDA: (De noche se altera el mar, Aparte y se enfurecen las olas.) FABIO: ¿Quieres quedar sola? DIANA: Sí. Salíos los dos allá.
[FABIO habla] aparte a OTAVIO
FABIO: (¡Bravo examen! OTAVIO: Loca está. FABIO: Y sospechosa de mí.)
Vanse OTAVIO y FABIO
DIANA: Llégate aquí, Dorotea. DOROTEA: ¿Qué manda vuseñoría? DIANA: Que me dijeses querría quién esta calle pasea. DOROTEA: Señora, el marqués Ricardo, y algunas veces el conde Paris. DIANA: La verdad responde de lo que decirte aguardo, si quieres tener remedio. DOROTEA: ¿Qué te puedo yo negar? DIANA: ¿Con quién los has visto hablar? DOROTEA: Si me pusieses en medio de mil llamas, no podré decir que, fuera de ti, hablar con nadie los vi que en aquesta casa esté. DIANA: ¿No te han dado algún papel? ¿Ningún paje ha entrado aquí? DOROTEA: Jamás. DIANA: Apártate allí.
[MARCELA habla] aparte a ANARDA
MARCELA: (¡Brava inquisición! ANARDA: Crüel.) DIANA: Oye, Anarda. ANARDA: ¿Qué me mandas? DIANA: ¿Qué hombre es éste que salió? ANARDA: ¿Hombre? DIANA. Desta sala; y yo sé los pasos en que andas. ¿Quién le trajo a que me viese? ¿Con quién habla de vosotras? ANARDA: No creas tú que en nosotras tal atrevimiento hubiese. ¡Hombre, para verte a ti, había de osar traer criada tuya, ni hacer esa traición contra ti! No, señora, no lo entiendes. DIANA: Espera, apártate más; porque a sospechar me das, si engañarme no pretendes, que por alguna crïada este hombre ha entrado aquí. ANARDA: El verte, señora, ansí, y justamente enojada, dejada toda cautela, me obliga a decir verdad, aunque contra la amistad que profeso con Marcela. Ella tiene a un hombre amor, y él se le tiene también; mas nunca he sabido quién. DIANA: Negarlo, Anarda, es error. Ya que confiesas lo más, ¿para qué niegas lo menos? ANARDA: Para secretos ajenos mucho tormento me das, sabiendo que soy mujer; mas basta que hayas sabido que por Marcela ha venido. Bien te puedes recoger; que es sólo conversación, y ha poco que se comienza. DIANA: ¡Hay tan crüel desvergüenza! ¡Buena andará la opinión de una mujer por casar! ¡Por el siglo, infame gente, del conde mi señor! ANARDA: Tente, y déjame disculpar; que no es de fuera de casa el hombre que habla con ella, ni para venir a vella por esos peligros pasa. DIANA: En efeto, ¿es mi crïado? ANARDA: Sí, señora. DIANA: ¿Quién? ANARDA: Teodoro. DIANA: ¿El secretario? ANARDA: Yo ignoro lo demás; sé que han hablado. DIANA: Retírate, Anarda, allí. ANARDA: Muestra aquí tu entendimiento. DIANA: (Con más templanza me siento, Aparte sabiendo que no es por mí.) Marcela... MARCELA: Señora... DIANA: Escucha. MARCELA: ¿Qué mandas? (Temblando llego.) Aparte DIANA: ¿Eres tú de quien fïaba mi honor y mis pensamientos? MARCELA: Pues ¿qué te han dicho de mí, sabiendo tú que profeso la lealtad que tú mereces? DIANA: ¿Tú, lealtad? MARCELA: ¿En qué te ofendo? DIANA: ¿No es ofensa que en mi casa, y dentro de mi aposento, entre un hombre a hablar contigo ? MARCELA: Está Teodoro tan necio que donde quiera me dice dos docenas de requiebros. DIANA: ¿Dos docenas? ¡Bueno a fe! Bendiga el buen año el cielo, pues se venden por docenas. MARCELA: Quiero decir que, en saliendo o entrando, luego a la boca traslada sus pensamientos. DIANA: ¿Traslada? Término extraño. ¿Y qué te dice? MARCELA: No creo que se me acuerde. DIANA: Sí hará. MARCELA: Una vez dice, "Yo pierdo el alma por esos ojos." Otra, "Yo vivo por ellos; esta noche no he dormido, desvelando mis deseos en tu hermosura." Otra vez me pide sólo un cabello para atarlos, porque estén en su pensamiento quedos. Mas ¿para qué me preguntas niñerías? DIANA: Tú a lo menos bien te huelgas. MARCELA: No me pesa; porque de Teodoro entiendo que estos amores dirige a fin tan justo y honesto, como el casarse conmigo. DIANA: Es el fin del casamiento honesto blanco de amor. ¿Quieres que yo trate desto? MARCELA: ¡Qué mayor bien para mi! Pues ya, señora, que veo tanta blandura en tu enojo y tal nobleza en tu pecho, te aseguro que le adoro, porque es el mozo más cuerdo, más prudente y entendido, más amoroso y discreto, que tiene aquesta ciudad. DIANA: Ya sé yo su entendimiento del oficio en que me sirve. MARCELA: Es diferente el sujeto de una carta, en que les pruebas a dos títulos tu deudo, de verle hablar más de cerca, en estilo dulce y tierno, razones enamoradas. DIANA: Marcela, aunque me resuelvo a que os caséis, cuando sea para ejecutarlo tiempo, no puedo dejar de ser quien soy, como ves que debo a mi generoso nombre; porque no fuera bien hecho daros lugar en mi casa. (Sustentar mi enojo quiero.) Aparte Pues ya que todos lo saben, tú podrás con más secreto proseguir ese tu amor; que en la ocasión yo me ofrezco a ayudaros a los dos; que Teodoro es hombre cuerdo, y se ha criado en mi casa; y a ti, Marcela, te tengo la obligación que tú sabes, y no poco parentesco. MARCELA: A tus pies tienes tu hechura. DIANA: Vete. MARCELA: Mil veces los beso. DIANA: Dejadme sola.
[ANARDA habla] aparte a MARCELA
ANARDA: (¿Qué ha sido? MARCELA: Enojos en mi provecho. DOROTEA: ¿Sabe tus secretos ya? MARCELA: Sí sabe, y que son honestos.)
MARCELA, DOROTEA y ANARDA hacen tres reverencias a la condesa, y se van
DIANA: Mil veces he advertido en la belleza, gracia y entendimiento de Teodoro, que a no ser desigual a mi decoro, estimara su ingenio y gentileza. Es el amor común naturaleza; mas yo tengo mi honor por más tesoro, que los respetos de quien soy adoro, y aun el pensarlo tengo por bajeza. La envidia bien sé yo que ha de quedarme; que si la suelen dar bienes ajenos, bien tengo de que pueda lamentarme, porque quisiera yo que, por lo menos, Teodoro fuera más, para igualarme, o yo, para igualarle, fuera menos.
Vase DIANA. Salen TEODORO Y TRISTÁN
TEODORO: No he podido sosegar. TRISTÁN: Y aun es con mucha razón; que ha de ser tu perdición si lo llega a averiguar. Díjete que la dejaras acostar, y no quisiste. TEODORO: Nunca el amor se resiste. TRISTÁN: Tiras, pero no reparas. TEODORO: Los diestros lo hacen ansí. TRISTÁN: Bien sé yo que si lo fueras, el peligro conocieras. TEODORO: ¿Si me conoció? TRISTÁN: No y sí; que no conoció quién eras, y sospecha le quedó. TEODORO: Cuando Fabio me siguió bajando las escaleras, fue milagro no matalle. TRISTÁN: ¡Qué lindamente tiré mi sombrero a la luz! TEODORO: Fue detenelle y deslumbralle, porque si adelante pasa, no le dejara pasar. TRISTÁN: Dije a la luz al bajar, "Di que no somos de casa"; y respondióme: "Mentís." Alcé y tiréle el sombrero; ¿quedé agraviado? TEODORO: Hoy espero mi muerte. TRISTÁN: Siempre decís esas cosas los amantes cuando menos pena os dan. TEODORO: Pues ¿qué puedo hacer, Tristán, en peligros semejantes? TRISTÁN: Dejar de amar a Marcela, pues la condesa es mujer que si lo llega a saber, no te ha de valer cautela para no perder su casa. TEODORO: Y ¿no hay más sino olvidar? TRISTÁN: Liciones te quiero dar de cómo el amor se pasa. TEODORO: ¿Ya comienzas desatinos? TRISTÁN. Con arte se vence todo: oye, por tu vida, el modo por tan fáciles caminos. Primeramente has de hacer resolución de olvidar, sin pensar que has de tornar eternamente a querer; que si te queda esperanza de volver, no habrá remedio de olvidar; que si está en medio la esperanza, no hay mudanza. ¿Por qué piensas que no olvida luego un hombre a una mujer? Porque, pensando volver, va entreteniendo la vida. Ha de haber resolución dentro del entendimiento, con que cesa el movimiento de aquella imaginación. ¿No has visto faltar la cuerda de un reloj, y estarse quedas sin movimiento las ruedas? Pues desa suerte se acuerda el que tienen las potencias, cuando la esperanza falta. TEODORO: Y la memoria, ¿no salta luego a hacer mil diligencias, despertando el sentimiento a que del bien no se prive? TRISTÁN: Es enemigo que vive asido al entendimiento, como dijo la canción de aquel español poeta; mas por eso es linda treta vencer la imaginación. TEODORO: ¿Cómo? TRISTÁN: Pensando defetos, y no gracias; que olvidando, defetos están pensando, que no gracias, los discretos. No la imagines vestida con tan linda proporción de cintura, en el balcón de unos chapines subida. Toda es vana arquitectura; porque dijo un sabio un día que a los sastres se debía la mitad de la hermosura. Como se ha de imaginar una mujer semejante, es como un disciplinante que le llevan a curar. Esto sí; que no adornada del costoso faldellín. Pensar defetos, en fin, es medicina aprobada. Si de acordarte que veías alguna vez una cosa que te pareció asquerosa, no comes en treinta días; acordándote, señor, de los defetos que tiene, si a la memoria te viene, se te quitará el amor. TEODORO: ¡Qué grosero cirujano! ¡Qué rústica curación! Los remedios al fin son como de tu tosca mano. Médico empírico eres; no has estudiado, Tristán. Yo no imagino que están desa suerte las mujeres, sino todas cristalinas, como un vidrio transparentes. TRISTÁN: ¡Vidrio! Sí, muy bien lo sientes, si a verlas quebrar caminas; mas si no piensas pensar defetos, pensarte puedo, porque ya he perdido el miedo de que podrás olvidar. Pardiez, yo quise una vez, con esta cara que miras, a una alforja de mentiras, años cinco veces diez; y entre otros dos mil defetos, cierta barriga tenía, que encerrar dentro podía, sin otros mil parapetos, cuantos legajos de pliegos algún escritorio apoya, pues como el caballo en Troya pudiera meter cien griegos. ¿No has oído que tenía cierto lugar un nogal, que en el tronco un oficial con mujer y hijos cabía, y aun no era la casa escasa? Pues de esa misma manera, en esta panza cupiera un tejedor y su casa. Y queriéndola olvidar --que debió de convenirme--, dio la memoria en decirme que pensase en blanco azar, en azucena y jazmín, en marfil, en plata, en nieve, y en la cortina, que debe de llamarse el faldellín, con que yo me deshacía. Mas tomé más cuerdo acuerdo, y di en pensar, como cuerdo, lo que más le parecía; cestos de calabazones, baúles viejos, maletas de cartas para estafetas, almofrejes y jergones; con que se trocó en desdén el amor y la esperanza, y olvidé la dicha panza por siempre jamás amén; que era tal, que en los dobleces, y no es mucho encarecer, se pudieran esconder cuatro manos de almireces. TEODORO: En las gracias de Marcela no hay defetos que pensar. Yo no la pienso olvidar. TRISTÁN: Pues a tu desgracia apela, y sigue tan loca empresa. TEODORO: Toda es gracias: ¿qué he de hacer? TRISTÁN: Pensarlas hasta perder la gracia de la condesa.
Sale DIANA
DIANA: Teodoro TEODORO: (La misma es.) Aparte DIANA: Escucha. TEODORO: A tu hechura manda. TRISTÁN: (Si en averiguarlo anda, Aparte de casa volamos tres.) DIANA: Hame dicho cierta amiga que desconfía de sí que el papel que traigo aquí le escriba. A hacerlo me obliga la amistad, aunque yo ignoro, Teodoro, cosas de amor; y que le escribas mejor vengo a decirte, Teodoro. Toma y léele. TEODORO: Si aquí, señora, has puesto la mano, igualarle fuera en vano, y fuera soberbia en mí. Sin verle, pedirte quiero que a esa señora le envíes. DIANA: Léele. TEODORO: Que desconfíes me espanto: aprender espero estilo que yo no sé; que jamás traté de amor. DIANA: ¿Jamás, jamás? TEODORO: Con temor de mis defetos, no amé; que soy muy desconfïado. DIANA: Y se puede conocer de que no te dejas ver, pues que te vas rebozado. TEODORO: ¡Yo, señora! ¿Cuándo o cómo? DIANA: Dijéronme que salió anoche acaso, y te vio rebozado el mayordomo. TEODORO: Andaríamos burlando Fabio y yo, como solemos, que mil burlas nos hacemos. DIANA: Lee, lee. TEODORO: Estoy pensando que tengo algún envidioso. DIANA: Celoso podría ser. Lee, lee. TEODORO: Quiero ver ese ingenio milagroso.
Lee
"Amar por ver amar, envidia ha sido; y primero que amar estar celosa es invención de amor maravillosa, y que por imposible se ha tenido. De los celos mi amor ha procedido por pesarme que, siendo más hermosa, no fuese en ser amada tan dichosa, que hubiese lo que envidio merecido. Estoy sin ocasión desconfïada, celosa sin amor, aunque sintiendo: debo de amar, pues quiero ser amada. Ni me dejo forzar ni me defiendo; darme quiero a entender sin decir nada: entiéndame quien puede; yo me entiendo." DIANA: ¿Qué dices? TEODORO: Que si esto es a propósito del dueño, no he visto cosa mejor; mas confieso que no entiendo cómo puede ser que amor venga a nacer de los celos, pues que siempre fue su padre. DIANA: Porque esta dama, sospecho que se agradaba de ver este galán, sin deseo; y viéndole ya empleado en otro amor, con los celos vino a amar y a desear. ¿Puede ser? TEODORO: Yo lo concedo; mas ya esos celos, señora, de algún principio nacieron, y ése fue amor; que la causa no nace de los efetos, sino los efetos de ella. DIANA. No sé, Teodoro: esto siento de esta dama, pues me dijo que nunca al tal caballero tuvo más que inclinación, y en viéndole amar, salieron al camino de su honor mil salteadores deseos, que le han desnudado el alma del honesto pensamiento con que pensaba vivir. TEODORO: Muy lindo papel has hecho: yo no me atrevo a igualarle. DIANA: Entra y prueba. TEODORO: No me atrevo. DIANA: Haz esto, por vida mía. TEODORO: Vuseñoría con esto quiere probar mi ignorancia. DIANA: Aquí aguardo: vuelve luego. TEODORO: Yo voy.
Vase [TEODORO]
DIANA: Escucha, Tristán. TRISTÁN: A ver lo que mandas vuelvo, con vergüenza destas calzas; que el secretario, mi dueño, anda salido estos días; y hace mal un caballero, sabiendo que su lacayo le va sirviendo de espejo, de lucero y de cortina, en no traerle bien puesto. Escalera del señor, si va a caballo, un discreto, nos llamó, pues a su cara se sube por nuestros cuerpos. No debe de poder más. DIANA: ¿Juega? TRISTÁN: ¡Pluguiera a los cielos! Que a quien juega, nunca faltan, de esto o de aquello, dineros. Antiguamente los reyes algún oficio aprendieron, por, si en la guerra o la mar perdían su patria y reino, saber con qué sustentarse: ¡dichosos los que pequeños aprendieron a jugar! Pues en faltando, es el juego un arte noble que gana con poca pena el sustento. Verás un grande pintor, acrisolando el ingenio, hacer una imagen viva, y decir el otro necio que no vale diez escudos; y que el que juega, en diciendo "paro," con salir la suerte, le sale a ciento por ciento. DIANA: En fin, ¿no juega? TRISTÁN: Es cuitado. DIANA: A la cuenta será cierto tener amores. TRISTÁN: ¡Amores! ¡Oh qué donaire! Es un hielo. DIANA: Pues un hombre de su talle, galán, discreto y mancebo, ¿no tiene algunos amores de honesto entretenimiento? TRISTÁN: Yo trato en paja y cebada, no en papeles y requiebros. De día te sirve aquí; que está ocupado sospecho. DIANA: Pues ¿nunca sale de noche? TRISTÁN: No le acompaño; que tengo una cadera quebrada. DIANA: ¿De qué, Tristán? TRISTÁN: Bien te puedo responder lo que responden las malcasadas, en viendo cardenales en su cara del mojicón de los celos: "Rodé por las escaleras." DIANA: ¿Rodaste? TRISTÁN: Por largo trecho. Con las costillas conté los pasos. DIANA: Forzoso es eso, si a la lámpara, Tristán, le tirabas el sombrero. TRISTÁN: (¡Oxte, puto! ¡Vive Dios, Aparte que se sabe todo el cuento!) DIANA: ¿No respondes? TRISTÁN: Por pensar cuándo..., pero ya me acuerdo: Anoche andaban en casa unos murciélagos negros; el sombrero les tiraba, fuese a la luz uno de ellos, y acerté, por dar en el, en la lámpara, y tan presto por la escalera rodé, que los dos pies se me fueron. DIANA: Todo está muy bien pensado; pero un libro de secretos dice que es buena la sangre para quitar el cabello, de esos murciélagos digo; y haré yo sacarla luego, si es cabello la ocasión, para quitarla con ellos. TRISTÁN: (¡Vive Dios, que hay chamusquina, Aparte y que por murciegalero me pone en una galera!) DIANA: (¡Qué traigo de pensamientos!)
Sale FABIO
FABIO: Aquí está el marqués Ricardo. DIANA: Poned esas sillas luego.
Salen RICARDO y CELIO, y vanse FABIO y TRISTÁN
RICARDO: Con el cuidado que el amor, Dïana, pone en un pecho que aquel fin desea que la mayor dificultad allana, el mismo quiere que te adore y vea: solicito mi causa, aunque por vana esta ambición algún contrario crea, que dando más lugar a su esperanza, tendrá menos amor que confïanza. Está vuseñoría tan hermosa, que estar buena el mirarla me asegura; que en la mujer--y es bien pensada cosa-- la más cierta salud es la hermosura; que en estando gallarda, alegre, airosa, es necedad, es ignorancia pura, llegar a preguntarle si está buena, que todo entendimiento la condena. Sabiendo que lo estáis, como lo dice la hermosura, Diana, y la alegría, de mí, si a la razón no contradice, saber, señora, cómo estoy querría. DIANA: Que vuestra señoría solemnice lo que en Italia llaman gallardía por hermosura, es digno pensamiento de su buen gusto y claro entendimiento. Que me pregunte cómo está, no creo que soy tan dueño suyo que lo diga. RICARDO: Quien sabe de mi amor y mi deseo el fin honesto a este favor se obliga. A vuestros deudos inclinados veo para que en lo tratado se prosiga; sólo falta, señora, vuestro acuerdo, porque sin él las esperanzas pierdo. Si, como soy señor de aquel estado que con igual nobleza heredé agora, lo fuera desde el sur más abrasado a los primeros paños del aurora; si el oro, de los hombres adorado, las congeladas lágrimas que llora el cielo, o los diamantes orientales que abrieron por el mar caminos tales tuviera yo, lo mismo os ofreciera; y no dudéis, señora, que pasara adonde el sol apenas luz me diera, como a sólo serviros importara: en campañas de sal pies de madera por las remotas aguas estampara, hasta llegar a las australes playas, del humano poder últimas rayas. DIANA: Creo, señor marqués, el amor vuestro; y satisfecha de nobleza tanta, haré tratar el pensamiento nuestro, si al conde Federico no le espanta. RICARDO: Bien sé que en trazas es el conde diestro, porque en ninguna cosa me adelanta; mas yo fío de vos que mi justicia los ojos cegará de su malicia.
Sale TEODORO
TEODORO: Ya lo que mandas hice. RICARDO: Si ocupada vuseñoría está, no será justo hurtarle el tiempo. DIANA: No importara nada, puesto que a Roma escribo. RICARDO: No hay disgusto como en día de cartas dilatada visita. DIANA: Sois discreto. RICARDO: En daros gusto.
[RICARDO habla] aparte [a CELIO]
(Celio, ¿qué te parece? CELIO: Que quisiera que ya tu justo amor premio tuviera.)
Vanse RICARDO y CELIO
DIANA: ¿Escribiste? TEODORO: Ya escribí, aunque bien desconfïado; mas soy mandado y forzado. DIANA: Muestra. TEODORO: Lee. DIANA: Dice así:
Lee
"Querer por ver querer envidia fuera, si quien lo vio sin ver amar no amara, porque si antes de ver, no amar pensara, después no amara, puesto que amar viera. Amor, que lo que agrada considera en ajeno poder, su amor declara; que como la color sale a la cara, sale a la lengua lo que al alma altera. No digo más, porque lo mis ofendo desde lo menos, si es que desmerezco porque del ser dichoso me defiendo. Esto que entiendo solamente ofrezco; que lo que no merezco no lo entiendo, por no dar a entender que lo merezco." DIANA: Muy bien guardaste el decoro. TEODORO: ¿Búrlaste? DIANA: ¡Pluguiera a Dios! TEODORO: ¿Qué dices? DIANA: Que de los dos, el tuyo vence, Teodoro. TEODORO: Pésame, pues no es pequeño principio de aborrecer un crïado, el entender que sabe más que su dueño. De cierto rey se contó que le dijo a un gran privado: "Un papel me da cuidado, y si bien le he escrito yo, quiero ver otro de vos, y el mejor escoger quiero." Escribióle el caballero, y fue el mejor de los dos. Como vio que el rey decía que era su papel mejor, y díjole al mayor hijo, de tres que tenía: "Vámonos del reino luego; que en gran peligro estoy yo." El mozo le preguntó la causa, turbado y ciego; y respondióle: "Ha sabido el rey que yo sé más que él; --que es lo que en este papel me puede haber sucedido. DIANA: No, Teodoro; que aunque digo que es el tuyo más discreto, es porque sigue el conceto de la materia que sigo; y no para que presuma tu pluma que, si me agrada, pierdo el estar confïada de los puntos de mi pluma. Fuera de que soy mujer a cualquier error sujeta, y no sé si muy discreta, como se me echa de ver. Desde lo menos, aquí dices que ofendes lo más; y amando, engañado estás, porque en amor no es ansí; que no ofende un desigual amando, pues sólo entiendo que se ofende aborreciendo. TEODORO: Ésa es razón natural; mas pintaron a Faetonte y a Ícaro despeñados, uno en caballos dorados, precipitado en un monte; y otro, con alas de cera, derretido en el crisol del sol. DIANA: No lo hiciera el sol si, como es sol, mujer fuera. Si alguna dama quisieres alta, sírvela y confía; que amor no es más que porfía: no son piedras las mujeres. Yo me llevo este papel; que despacio me conviene verle. TEODORO: Mil errores tiene. DIANA: No hay error ninguno en él. TEODORO: Honras mi deseo; aquí traigo el tuyo. DIANA: Pues allá le guarda..., aunque bien será rasgarle. TEODORO: ¿Rasgarle? DIANA: Sí; que no importa. ¿Que se pierda, si se puede perder más?
Vase [DIANA]
TEODORO: Fuése. ¿Quién pensó jamás de mujer tan noble y cuerda este arrojarse tan presto a dar su amor a entender? Pero también puede ser que yo me engañase en esto. Mas, ¿no me ha dicho jamás, ni a lo menos se me acuerda? "Pues ¿qué importa que se pierda, si se puede perder más?" "Perder más", bien puede ser por la mujer que decía... --Mas todo es bachillería, y ella es la misma mujer. Aunque no; que la condesa es tan discreta y tan varia, que es la cosa más contraria de la ambición que profesa. Sírvenla príncipes hoy en Nápoles, que no puedo ser su esclavo. Tengo miedo, que en grande peligro estoy. Ella sabe que a Marcela sirvo, pues aquí ha fundado el engaño y me ha burlado... Pero en vano se recela mi temor, porque jamás burlando salen colores. ¿Y el decir con mil temores que se puede perder más? ¿Qué rosa, al llorar la aurora, hizo de las hojas ojos, abriendo los labios rojos con risa a ver cómo llora, como ella los puso en mí, bañada en púrpura y grana; o qué pálida manzana se esmaltó de carmesí? Lo que veo y lo que escucho, yo lo juzgo (o estoy loco) para ser de veras poco, y para de burlas mucho. Mas teneos, pensamiento, que os vais ya tras la grandeza, aunque si digo belleza, bien sabéis vos que no miento; que es bellísima Dïana, y en discreción sin igual.
Sale MARCELA
MARCELA: ¿Puedo hablarte? TEODORO: Ocasión tal mil imposibles allana; que por ti, Marcela mía, la muerte me es agradable. MARCELA: Como yo te vea y hable dos mil vidas perdería. Estuve esperando el día. como el pajarillo solo; y cuando vi que en el polo que Apolo más presto dora, le despertaba la aurora, dije: "Yo veré mi Apolo." Grandes cosas han pasado; que no se quiso acostar la condesa hasta dejar satisfecho su cuidado. Amigas que han envidiado mi dicha con deslealtad, le han contado la verdad; que entre quien sirve, aunque veas que hay amistad, no lo creas, porque es fingida amistad. Todo lo sabe en efeto; que si es Dïana la luna, siempre a quien ama importuna, salió y vio nuestro secreto. Pero será, te prometo, para mayor bien, Teodoro; que del honesto decoro con que tratas de casarte le di parte, y dije aparte cuán tiernamente te adoro. Tus prendas le encarecí tu estilo, tu gentileza; y ella entonces su grandeza mostró tan piadosa en mí, que se alegró de que en ti hubiese los ojos puesto, y de casarnos muy presto palabra también me dio, luego que de mi entendió que era tu amor tan honesto. Yo pensé que se enojara y la casa revolviera, que a los dos nos despidiera y a los demás castigara; mas su sangre ilustre y clara, y aquel ingenio en efeto tan prudente y tan perfeto, conoció lo que mereces. ¡Oh, bien haya amén mil veces quien sirve a señor discreto! TEODORO: ¿Que casarme prometió contigo? MARCELA: Pues ¿pones duda que a su ilustre sangre acuda? TEODORO: (Mi ignorancia me engañó. Aparte ¡Qué necio pensaba yo que hablaba en mí la condesa! De haber pensado me pesa que pudo tenerme amor; que nunca tan alto azor se humilla a tan baja presa.) MARCELA: ¿Qué murmuras entre ti? TEODORO: Marcela, conmigo habló; pero no se declaró en darme a entender que fui el que embozado salí anoche de su aposento. MARCELA: Fue discreto pensamiento, por no obligarse al castigo de saber que hablé contigo, si no lo es el casamiento; que el castigo más piadoso de dos que se quieren bien es casarlos. TEODORO: Dices bien, y el remedio más honroso. MARCELA: ¿Querrás tú? TEODORO: Seré dichoso. MARCELA: Confírmalo. TEODORO: Con los brazos, que son los rasgos y lazos, de la pluma del amor, pues no hay rúbrica mejor que la que firman los brazos.
Sale DIANA
DIANA: Esto se ha enmendado bien. Agora estoy muy contenta; que siempre a quien reprehende da gran gusto ver la enmienda. No os turbéis ni os alteréis. TEODORO: Dije, señora, a Marcela que anoche salí de aquí con tanto disgusto y pena de que vuestra señoría imaginase en su ofensa este pensamiento honesto para casarme con ella que me he pensado morir; y dándome por respuesta que mostrabas en casarnos tu piedad y tu grandeza, dile mis brazos; y advierte que si mentirte quisiera, no me faltara un engaño; pero no hay cosa que venza, como decir la verdad, a una persona discreta. DIANA: Teodoro, justo castigo la deslealtad mereciera de haber perdido el respeto a mi casa; y la nobleza que usé anoche con los dos no es justo que parte sea a que os atreváis ansí; que en llegando a desvergüenza el amor, no hay privilegio que al castigo le defienda. Mientras no os casáis los dos, mejor estará Marcela cerrada en un aposento; que no quiero yo que os vean juntos las demás crïadas, y que por ejemplo os tengan para casárseme todas. ¡Dorotea! ¡Ah Dorotea!
Sale DOROTEA
DOROTEA: Señora... DIANA: Toma esta llave, y en mi propia cuadra encierra a Marcela; que estos días podrá hacer labor en ella. No diréis que esto es enojo.
[DOROTEA habla] aparte a [MARCELA]
DOROTEA: (¿Qué es esto, Marcela? MARCELA: Fuerza de un poderoso tirano y una rigurosa estrella. Enciérrame por Teodoro. DOROTEA: Cárcel aquí no la temas, y para puertas de celos tiene amor llave maestra.)
Vanse MARCELA y DOROTEA
DIANA: En fin, Teodoro, ¿tú quieres casarte? TEODORO: Yo no quisiera hacer cosa sin tu gusto; y créeme, que mi ofensa no es tanta como te han dicho; que bien sabes que con lengua de escorpión pintan la envidia; y que si Ovidio supiera qué era servir no en los campos, no en las montañas desiertas pintara su escura casa; que aquí habita y aquí reina. DIANA: Luego ¿no es verdad que quieres a Marcela? TEODORO: Bien pudiera vivir sin Marcela yo. DIANA: Pues díceme que por ella pierdes el seso. TEODORO: Es tan poco, que no es mucho que le pierda; mas crea vuseñoría que, aunque Marcela merezca esas finezas en mí, no ha habido tantas finezas. DIANA: Pues ¿no le has dicho requiebros tales que engañar pudieran a mujer de más valor? TEODORO: Las palabras poco cuestan. DIANA: ¿Qué le has dicho, por mi vida? ¿Cómo, Teodoro, requiebran los hombres a las mujeres? TEODORO: Como quien ama y quien ruega, vistiendo de mil mentiras una verdad, y ésa apenas. DIANA: Sí; pero ¿con qué palabras? TEODORO: Extrañamente me aprieta vuseñoría. "Esos ojos, le dije, esas niñas bellas, son luz con que ven los míos; y los corales y perlas de esa boca celestial..." DIANA: ¿Celestial? TEODORO: Cosas como éstas son la cartilla, señora, de quien ama y quien desea. DIANA: Mal gusto tienes, Teodoro. No te espantes de que pierdas hoy el crédito conmigo, porque sé yo que en Marcela hay mis defetos que gracias, como la miro más cerca. Sin esto, porque no es limpia, no tengo pocas pendencias con ella... Pero no quiero desenamorarte de ella; que bien pudiera decirte cosas... Pero aquí se quedan sus gracias o sus desgracias; que yo quiero que la quieras, y que os caséis en buen hora. Mas pues de amador te precias, dame consejo, Teodoro, ansí a Marcela poseas, para aquella amiga mía, que ha días que no sosiega de amores de un hombre humilde. Porque si en quererle piensa, ofende su autoridad; y si de quererle deja, pierde el jüicio de celos; que el hombre, que no sospecha tanto amor, anda cobarde, aunque es discreto, con ella. TEODORO: Yo, señora, ¿sé de amor? No sé, por Dios, cómo pueda aconsejarte. DIANA: ¿No quieres, como dices, a Marcela? ¿No le has dicho esos requiebros? Tuvieran lenguas las puertas, que ellas dijeran... TEODORO: No hay cosa que decir las puertas puedan. DIANA: Ea, que ya te sonrojas, y lo que niega la lengua, confiesas con las colores. TEODORO: Si ella te lo ha dicho, es necia. Una mano le tomé, y no me quedé con ella, que luego se la volví; no sé yo de qué se queja. DIANA: Sí, pero hay manos que son como la paz de la Iglesia, que siempre vuelven besadas. TEODORO: Es necísima Marcela. Es verdad que me atreví pero con mucha vergüenza, a que templase la boca con nieve y con azucenas. DIANA: ¿Con azucenas y nieve? Huelgo de saber que templa ese emplasto el corazón. Ahora bien, ¿qué me aconsejas? TEODORO: Que si esa dama que dices hombre tan bajo desea, y de quererle resulta a su honor tanta bajeza, haga que con un engaño, sin que la conozca, pueda gozarle. DIANA: Queda el peligro de presumir que lo entienda. ¿No será mejor matarle? TEODORO: De Marco Aurelio se cuenta que dio a su mujer Faustina, para quitarle la pena, sangre de un esgrimidor; pero estas romanas pruebas son buenas entre gentiles. DIANA: Bien dices; que no hay Lucrecias; ni Torcatos ni Virginios en esta edad; y en aquélla hubo Faustinas, Teodoro, Mesalinas y Popeas. Escríbeme algún papel que a este propósito sea, y queda con Dios.
[Se] cae [DIANA]
¡Ay Dios! Caí. ¿Qué me miras? Llega, dame la mano. TEODORO: El respeto me detuvo de ofrecella. DIANA: ¡Qué graciosa grosería! ¡Que con la capa la ofrezcas! TEODORO: Así cuando vas a misa te la da Otavio. DIANA: Es aquella mano que yo no le pido, y debe de haber setenta años que fue mano, y viene amortajada por muerta. Aguardar quien ha caído a que se vista de seda, es como ponerse un jaco quien ve al amigo en pendencia; que mientras baja, le han muerto. Demás que no es bien que tenga nadie por más cortesía, aunque melindres lo aprueban, que una mano, si es honrada, traiga la cara cubierta. TEODORO: Quiero estimar la merced que me has hecho. DIANA: Cuando seas escudero, la darás en el ferreruelo envuelta; que agora eres secretario: con que te he dicho que tengas secreta aquesta caída, si levantarte deseas.
Vase
TEODORO: ¿Puedo creer que aquesto es verdad? Puedo, si miro que es mujer Dïana hermosa. Pidió mi mano, y la color de rosa, al dársela, robó del rostro el miedo. Tembló, yo lo sentí: dudoso quedo. ¿Qué haré? Seguir mi suerte venturosa; si bien, por ser la empresa tan dudosa, niego al temor lo que al valor concedo. Mas dejar a Marcela es caso injusto; que las mujeres no es razón que esperen de nuestra obligación tanto disgusto. Pero si ellas nos dejan cuando quieren por cualquiera interés o nuevo gusto, mueran también como los hombres mueren.

FIN DEL PRIMER ACTO


El perro del hortelano, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 26 Jun 2002