ACTO TERCERO


PEDRO, BERNAL, MARTÍN y LORENZO, dentro
PEDRO: ¡Fuera digo! No haya más. LORENZO: ¡Ay, que me ha descalabrado! MARTÍN: Con el cántaro le ha dado. BERNAL: ¡Lavado, Lorenzo, vas! LORENZO: Esto ¿se puede sufrir? PEDRO: Llévale a curar, Bernal. LORENZO: ¡Vive Cristo, que la tal!...
Salen
MARTÍN: No lo acabes de decir. PEDRO: No queda lacayo en ser donde esta mujer está. MARTÍN: Bravas bofetadas da. PEDRO: Dos mozas azotó ayer. BERNAL: ¡Ea, ea! Que no es nada.
Salen doña MARÍA y LEONOR
MARÍA: ¡Pícaro! ¿Pellizco a mí? ¡Fuera, digo! LEONOR: ¿Estás en ti? LORENZO: ¿A mí, Isabel, cantarada? ¡Voto a el hijo de la mar! MARÍA: Llegue el lacayo gallina. PEDRO: Daga trae en la pretina. MARÍA: Y aun enseñada a matar. Llegue el barbado, y daréle dos mohadas a la usanza de mi tierra, por la panza, y hará el puñal lo que suele. LORENZO: ¡Mataréla! PEDRO: Estoy aquí a pagar de mi dinero. LORENZO: Pues con él haberlas quiero, aunque es mujer para mí. PEDRO: ¡Miente! LORENZO: Véngase conmigo.
Vanse los hombres
LEONOR: ¡Buenos van, desafïados! MARÍA: ¡Qué diferentes cuidados me da, Leonor, mi enemigo! LEONOR: ¿No le has visto más? MARÍA: Ayer. LEONOR: Alegre quisiera hallarte, porque te alcanzara parte de mi contento y placer. Ya Martín se determina, y nos queremos casar: mira que nos has de honrar, y que has de ser la madrina. MARÍA: Estoy desacomodada del indiano; que si no, yo lo hiciera: aquí me dio su casa una amiga honrada, donde de prestado estoy. LEONOR: Mi señora te dará vestidos; vamos allá; que pienso que ha de ser hoy. MARÍA: Tendré vergüenza de vella. LEONOR: Anda; que te quiere bien, y sé que tiene también gusto de que hables con ella. MARÍA: Vamos, y de aquí a tu casa te diré lo que pasó en el río. LEONOR: No fui yo; que mujer que ya se casa ha de mostrar más recato del que solía tener. MARÍA: Es achaque; voy por ver aquel caballero ingrato. Fuimos Teresa, Juana y Catalina, el sábado, Leonor, a Manzanares: si bien yo melancólica y mohina de darme este don Juan tantos pesares. De tu dueño las partes imagina; que cuando en su valor, Leonor, repares, presumirás, pues no me he vuelto loca, que soy muy necia o mi afición es poca. Tomé el jabón con tanto desvarío para lavar de un bárbaro despojos, que hasta los paños me llevaba el río, mayor con la creciente de mis ojos. Cantaban otras con alegre brío, y yo, Leonor, lloraba mis enojos: lavaba con lo mesmo que lloraba y el aire de suspiros lo enjugaba. Bajaba el sol al agua trasparente, y, el claro rostro en púrpura bañado, las nubes ilustraba de occidente de aquel vario color tornasolado, cuando, despierta ya del accidente, saqué la ropa, y de uno y otro lado, asiendo los extremos, la torcimos, y a entapizar los tendederos fuimos. Quedando, pues, por los menudos ganchos las camisas y sábanas tendidas, salieron cuatro mozas de sus ranchos, en tod[a] la ribera conocidas; luego, de angostos pies y de hombros anchos, bigotes altos, perdonando vidas, cuatro mozos: no hablé, que fuera mengua, estando triste el alma, hablar la lengua. Tocó, Leonor, Juanilla el instrumento que con cuadrada forma en poco pino despide alegre cuanto humilde acento, cubierto de templado pergamino; a cuyo son, que retumbaba el viento, cantaba de un ingenio peregrino, en seguidillas, con destreza extraña, pensamientos que envidia Italia a España. Bailaron luego hilando castañetas Lorenza y Justa y un galán barbero que mira a Inés, haciendo más corvetas que el Conde ayer en el caballo overo. ¡Oh celos! Todos sois venganza y tretas, pues porque vi bajar el caballero que adora de tu dueño la belleza, no le quise alegrar con mi tristeza. Entré en el baile con desgaire y brío que, admirándole ninfas y mozuelos, "¡Vítor!" dijeron, celebrando el mío: y era que Amor bailaba con los celos. Estando en esto, el contrapuesto río se mueve a ver dos ángeles, dos cielos, que a la Casa de Campo (Dios los guarde) iban a ser auroras por la tarde. ¿No has visto a el agua, al súbito granizo esparcirse el ganado en campo ameno o volar escuadrón espantadizo de las palomas, en oyendo el trueno? Pues de la misma suerte se deshizo el cerco bailador, de amantes lleno, en oyendo que honraban la campaña Felipe y Isabel, gloria de España. ¿No has visto en un jardín de varias flores la primavera en cuadros retratada, que por la variedad de las colores aun no tienen color determinada, y en medio ninfas provocando amores? Pues así se mostraba dilatada la escuadra hermosa de las damas bellas, flores las galas y las ninfas ellas. Yo, que estaba arrobada, les decía a los reyes de España: "Dios os guarde, y extienda vuestra heroica monarquía del clima helado a el que se abrasa y arde"; cuando veo que dice "Isabel mía" a mi lado don Juan; y tan cobarde me hallé a los ecos de su voz, que luego fue hielo el corazón, las venas fuego. "Traidor" respondo, "tus iguales mira; que yo soy una pobre labradora". Y, diciendo y haciendo, envuelta en ira, sigo la puente, y me arrepiento agora: verdad es que le siento que suspira tal vez desde la noche hasta el aurora; mas recelo, si va a decir verdades, lo que se sigue a celos y amistades.
Vanse. Salen doña MARÍA y LEONOR
LEONOR: A mi casa hemos llegado: después, que no puedo agora, porque viene mi señora, te diré lo que ha pasado por los celos en los dos.
Salen doña ANA y JUANA
ANA: ¿Ésta dices? JUANA: Ésta es. MARÍA: Dadme, señora, los pies. ANA: Isabel, guárdela Dios. ¿Qué se ofrece por acá? MARÍA: Quiéreme hacer su madrina Leonor, que no me imagina desacomodada ya. ANA: ¿No está ya con el indiano? MARÍA: No, señora. ANA: Pues ¿por qué? MARÍA: Cierto atrevimiento fue, de hombre al fin; pero fue en vano. ANA: ¿Cómo, cómo, por mi vida? MARÍA: Pudiera estar satisfecho de mi honor y de mi pecho: de mi honor por bien nacida, de mi pecho porque, habiendo entrado por los balcones una noche tres ladrones, que ya le estaban pidiendo las llaves, tomé su espada, y aunque ya se defendieron, por la ventana salieron, y esto a pura cuchillada. Pero obligándole a amor lo que pudiera a respeto, me llamó una noche, a efeto de no respetar mi honor. Que le descalzase fue la invención: llego a su cama, donde sentado me llama, y humilde le descalcé. Pero echándome los brazos, tan descortés procedió, que a arrojarle me obligó donde le hiciera pedazos. Mas de aquellos desatinos sus zapatos me vengaron, cuyas voces despertaron la mitad de los vecinos. Y aunque culpando el rigor, poniéndose de por medio, celebraron el remedio para quitarle el amor. ANA: Notable debes de ser. Cierto que te tengo amor. JUANA: Es el servicio mejor y la más limpia mujer de cuantas andan aquí. Ruégale que esté contigo. ANA: ¿No querrás estar conmigo, Isabel? MARÍA: Señora, sí. ANA: ¿Qué sabes hacer? MARÍA: Lavar, masar, cocer y traer agua. ANA: ¿No sabrás coser? MARÍA: Bien sé coser y labrar. ANA: Pues eso será mejor. Manto y tocas te daré. MARÍA: Señora, yo no sabré servir de dueña de honor. Éste es un hábito agora de cierta desdicha mía, que vos sabréis algún día.
Vase
JUANA: Aquí está don Juan, señora.
Salen don JUAN y MARTÍN
JUAN: Siempre soy embajador. El Conde os pide licencia, y dice que de su ausencia fue causa vuestro rigor; que tratáis tan mal su amor, que ya toma por partido, en la casa divertido, solicitar a su daño una manera de engaño que a los dos parezca olvido: a vos excusando el veros, y a él, señora, el cansaros. Pero no quiere engañaros ni olvidarse de quereros: visitaros y ofenderos es fuerza para serviros. Esto me manda deciros: mirad si le dais licencia; que le cuesta vuestra ausencia cuantos instantes, suspiros. ANA: Vos venís en ocasión que os he hecho un gran servicio; a lo menos es indicio de ésta mi loca pasión. Mirad en qué obligación os pone el haber traído a mi casa quien ha sido lo que tanto habéis amado; que os quiero ver obligado, pues no puedo agradecido. Volved los ojos, veréis a Isabel, que viene aquí, no para servirme a mí, sino a que vos la mandéis; que no quiero que os canséis en buscarla en fuente o prado. Mirad si estáis obligado y cómo he sabido hacer que vos me vengáis a ver, no como hasta aquí, forzado. JUAN: De vuestra queja os prometo que es el Conde, mi señor, la causa, cuyo valor únicamente respeto; porque ¿cuál hombre discreto no conociera y amara de vuestra belleza rara la divina perfección, y el discurso a la razón, y a vos el alma negara? Con esto la puse en quien la misma desigualdad disculpe la voluntad, para no quereros bien. Mas no me pidáis que os den gracias de haberla traído mis ojos; que antes ha sido para no poderla ver, pues testigo habéis de ser, y yo menos atrevido.
Sale el CONDE
CONDE: Tanto la licencia tarda que sin ella vengo a veros. ANA: Conde, mi señor, disculpa de ausencia de tanto tiempo. --Llega una silla, Isabel. JUAN: Aquí me estaban riñendo tu ausencia. CONDE: ¡Buena criada! Y nueva; que no me acuerdo haberla visto otra vez. ANA: ¡Buena cara, gentil cuerpo! ¿No es muy linda? CONDE: ¡Sí, por Dios! ANA: De que os agrade me huelgo; que es la dama de don Juan. CONDE: Si es así el entendimiento, disculpa tiene mi primo. Verla más de espacio quiero. --Pasad, señora, adelante. ¿De dónde sois? MARÍA: No sé cierto; porque ha mucho que no soy. CONDE: Partes en la moza veo, que en otro traje pudieran, con el donaire y aseo, dar, fuera de vuestros ojos, a muchos envidia y celos. Mi primo es tan singular que por bizarría ha puesto las preferencias del gusto en tan bajos fundamentos. MARTÍN: A mí responder me toca. Perdóneme si me atrevo, por el honor del fregado, la opinión del lavadero, del cántaro y el jabón; que más de cuatro manteos, de ésos con esteras de oro, cubren algunos defetos. ANA: Cásase Martín agora con mi Leonor, y por eso siente que vueseñoría haga de don Juan desprecio. JUAN: ¡Dar en el pobre don Juan! CONDE: Huélgome del casamiento. Y ¿seréis vos la madrina? Porque ser padrino quiero. ANA: No, señor, que es Isabel; que pienso que ha mucho tiempo que ella y Leonor son amigas. CONDE: Pues tócale de derecho ser padrino a don Juan. JUAN: Basta; que estáis de concierto todos contra mí. Pues vaya; que el ser el padrino aceto. CONDE: ¿Cómo calla la madrina? MARÍA: Señor, corto entendimiento presto se ataja, y más donde hay tantos y tan discretos. Allá en mi lugar un día un muchacho en un jumento llevaba una labradora, y, perdonad, que iba en pelo. "Hazte allá, que le maltratas", iba la madre diciendo; y tanto hacia atrás se hizo, que dio el muchacho en el suelo. Díjole: "¿Cómo caíste?" y disculpóse diciendo: "Madre, acabóseme el asno." Así yo, que hablando veo a tan discretos señores, hago atrás mi entendimiento, hasta que he venido a dar con el silencio en el suelo. MARTÍN: (Tomen lo que se han ganado.) Aparte MARÍA: Es el Conde muy discreto, y la señora doña Ana un ángel; pues yo ¿qué puedo decir que no sea ignorancia? ANA: Ahora bien, señor, hablemos de la ausencia destos días. Ya me olvidáis, ya me quejo de vos al pasado amor. CONDE: Negocios son, os prometo, que me han tenido ocupado por un notable suceso. Mató en Ronda cierta dama Guzmán y Portocarrero, cuyo padre con el duque de Medina tiene deudo, un caballero su amante. ANA: ¿Con qué ocasión? ¿Fueron celos? CONDE: Desagraviando a su padre de un bofetón, porque el viejo no estaba para las armas. ANA: ¡Gran valor! JUAN: ¡Valiente esfuerzo! Diera por ver a esa dama toda cuanta hacienda tengo. MARÍA: (Turbada estoy, encubrir Aparte puedo apenas lo que siento.) CONDE: Al fin, perdonó la parte, poniéndose de por medio, entre deudos de unos y otros, muchos nobles caballeros. Con esto me ha escrito el Duque, por el mismo parentesco, alcance el perdón del Rey; lo que hoy, señora, se ha hecho. Mándame también buscalla, si entre tantos extranjeros alguna nueva se hallase, siendo esta corte su centro. Mirad si estoy disculpado; y porque me voy con esto, vendré, señora, a la noche, si me dais licencia, a veros. ANA: Id con Dios; volvé a la noche. CONDE: Sí haré, encanto de Babel.
A don JUAN
Quedaos con vuestro Isabel; que yo me voy en el coche.
Vanse el CONDE, doña ANA y los criados
JUAN: Alegre, Isabel, estás, que ya el cántaro dejaste, pues con la fe la mudaste, y con el alma, que es más. Que desde que te la di, de cántaro la tenía, pues pienso que se decía este proverbio por mí. Nunca quisiste trocar, cuando yo lo deseaba, al hábito que te daba el que ya quieres dejar. Si cuando yo te rogué, hábito honrado tomaras, la voluntad disculparas, que baja en tus prendas fue. Si el venir aquí son celos, pensando que así me guardas, son, Isabel, sombras pardas en ofensa de tus cielos. ¿Qué guarda de más valor, Isabel, que tu hermosura, si ella misma te asegura que merece tanto amor? ¡Vive Dios, que te he querido y te quiero y te querré con tanta firmeza y fe, que vive mi amor corrido de no vencer tu rigor, siendo tú tan desigual! MARÍA: Quien siente bien no habla mal; que para tener valor con que poder igualaros, aunque de vuestro apellido príncipes haya tenido Italia y Francia tan raros, sóbrame a mí el ser mujer; pero si de vuestro engaño a los dos resulta daño, desengaño habrá de ser. No estoy contenta de estar donde, con hacer mudanza del hábito, mi esperanza aspire a mejor lugar. Ni menos estoy celosa ni os guardo, aunque os he querido; que en este humilde vestido hay un alma generosa, tan soberbia y arrogante, que el cántaro que dejé un cielo en mis hombros fue, como el que sustenta Atlante. Yo os quiero bien, aunque soy de naturaleza esquiva; pero hay otro amor que priva, por quien os dejo y me voy. No os dé pena; que os prometo que no hay nieve tan helada; pero he nacido obligada a su amor y a su respeto. No puedo hacer más por vos que decir que os he querido: en fe de lo cual os pido, y del amor de los dos, que una cosa hagáis por mí. JUAN: ¿Cómo ausentarte, mi bien? Después de tanto desdén, ¿esto merezco de ti? MARÍA: No excuso, aunque lo sintáis, este camino. JUAN: Isabel, ¿qué dices? MARÍA: Que para él estoy joya me vendáis. Diamantes son: claro está que justa sospecha diera si a vender diamantes fuera mujer que a la fuente va; que con lo que ella valiere, podré a mi casa llegar. JUAN: Cuando pensaba esperar, quiere amor que desespere. ¡Notable desdicha mía! ¡Tristes nuevas! ¿Quién amó con la fortuna que yo? Mas ¿quién, sino yo, podía? Tened la joya y la mano, que entrambas diamantes son, si es la mina un corazón tan firme como tirano; que cuando forzosa sea vuestra partida, no soy hombre tan vil... MARÍA: Si no os doy la joya, don Juan, no crea vuestro pecho liberal obligarme con dinero; que, pues de vos no lo quiero, bien creeréis que me está mal. ¡Oh, qué habréis imaginado de cosas, después que visteis la joya! Aunque no tuvisteis culpa de haberlas pensado, pues yo os he dado ocasión. JUAN: Cuando yo, Isabel, pensara tal bajeza, imaginara prendas que más altas son de las que tenéis, bastantes a abonaros; cuando fuera hurto, mayor le creyera, si fueran almas, diamantes. Algo sospecho encubierto, Isabel, y en duda igual, que sois mujer principal tengo por mayor acierto. Que desde el punto que os vi con el cántaro, Isabel, echó amor suertes en él para vos y para mí. Vos salisteis diferente de lo que aquí publicáis, y yo sin dicha si os vais, para que yo muera ausente. ¿Quién sois, hermosa Isabel? Porque cántaro y diamantes son dos cosas muy distantes; que hay mucha bajeza en él, y en vos mucho entendimiento, mucha hermosura y valor, mucho respeto al honor, que es más encarecimiento. La verdad se encubre en vano; que como al que ayer traía guantes de ámbar, otro día, le quedó oliendo la mano; así, quien señora fue trae aquel olor consigo, aunque del ámbar que digo, reliquias muestre por fe. MARÍA: No os canséis en prevenciones; que yo no os he de engañar.
Sale LEONOR
LEONOR: ¿Cuándo piensas acabar, Isabel, tantas razones? Vente a vestir y a vestirme; que mi señora te llama. MARÍA: Voy a ponerme de dama. JUAN: ¿Volverás? MARÍA: A despedirme.
Vanse [las] dos
JUAN: ¿Qué confusión es ésta que levanta Amor en mis sentidos nuevamente, que a tales pensamientos adelanta mi dulce cuanto bárbaro accidente? Así el cautivo en la cadena canta, así engañado se entretiene, ausente, de vanas esperanzas, que algún día verá la patria en que vivir solía. No con menos temor, menos sosiego, tímido ruiseñor su esposa llama, a quien el plomo en círculos de fuego quitó la amada vida en verde rama, que mi confuso pensamiento ciego en noche obscura los engaños ama, esperando que llegue con el día la muerta luz de la esperanza mía. Mas ¿cómo puede haber tales engaños? ¿Cómo pensar mi amor que la belleza no puede haber nacido en viles paños, si pudo la fealdad en la nobleza? Así, para mayores desengaños, mostró por variedad naturaleza de un espino la flor cándida, hermosa, y vestida de púrpura la rosa. Que darme yo a entender que la hermosura que vi llevar un cántaro a la fuente, por engastar el barro en nieve pura del cristal de una mano trasparente, no pudo proceder de sangre obscura, y nacer entendida humildemente, es vano error, pues siempre amando veo calificar bajezas el deseo. Pues ¿quién será Isabel, locura mía, con hermosura y prendas celestiales? ¡Oh! ¿cuándo resistió tanta porfía la bajeza de humildes naturales? No ha de pasar sin que lo sepa el día. Industrias hay; y si por dicha iguales somos los dos, como mi amor desea, tu cántaro, Isabel, mi dote sea. No te pienses partir, si por ventura no lo quieres fingir para matarme; que ya no tiene estado mi locura que yo pueda perderte y tú dejarme; que si tienes nobleza y hermosura, del cántaro por armas pienso honrarme; que con el premio con que ya se trata, Amor le volverá de barro en plata.
Vase. Salen MARTÍN y PEDRO
PEDRO: Martín, en esta ocasión me habéis desfavorecido; quejoso estoy y ofendido. MARTÍN: Pedro, no tenéis razón; que el Conde gusta que sea padrino con Isabel. PEDRO: Ensancharáse con él cuando a su lado se vea. Yo sé que si me casara, padrino os hiciera a vos. MARTÍN: Yo no pude más, por Dios. PEDRO: Pedro ¿también no la honrara? ¿No tengo cueras y sayos, capas, calzas, que por yerro quedaron en su destierro vinculadas en lacayos? Pues ¡por el agua de Dios, aunque poca me ha cabido, que soy yo tan bien nacido!... MARTÍN: ¿Quién pudiera como vos honrarme con Isabel? PEDRO: ¿Hay hidalgo en Mondoñedo que pueda, como yo puedo, volver la silla a el dosel? MARTÍN: Dejad el enojo ya; y pues que sois entendido, decidme si acierto ha sido casarme. PEDRO: Pues claro está; que es muy honrada Leonor, aunque pide más caudal la talega de la sal, que anda el tiempo a el rededor. Mas queriendo el Conde bien a doña Ana, por Leonor os hará siempre favor, y ella ayudará también de su parte a vuestra casa. MARTÍN: Pues con eso pasaremos. PEDRO: ¿Quién queréis que convidemos? MARTÍN: No lo excusa quien se casa. A Rodríguez lo primero, a Galindo y a Butrón, a Lorenzo y a Ramón, y a Pierres, buen compañero. PEDRO: Haced llevar un menudo; que no hay hueso que dejar. MARTÍN: Eso es darles de cenar. PEDRO: En esta ocasión no dudo de que tendrán los señores arriba gran colación. MARTÍN: Por allá conservas son y confites de colores. PEDRO: Lobos de marca mayor tendremos en cantidad. MARTÍN: Pedro, ésa es enfermedad que no ha menester doctor.
Vanse. Salen doña ANA y don JUAN
JUAN: Yo pienso que es condición, y no amor, vuestra porfía. ANA: Y ¿quién sin amor podía sufrir tanta sinrazón? JUAN: No es sinrazón la ocasión que me fuerza a no querer lo que del Conde ha de ser.
Sale el CONDE, que se queda escuchando sin que le vean
CONDE: (Necios celos me han traído Aparte de un deudo amigo fingido y de una ingrata mujer.) JUAN: Cuando no os quisiera bien el Conde, mil almas fueran las que estos ojos os dieran. ANA: ¡Oh, mal haya el Conde, amén! CONDE: (Don Juan la muestra desdén, Aparte y ella a don Juan solicita.) ANA: Con oro en mármol escrita tiene el amor una ley, que como absoluto rey, no hay traición que no permita. Demás, que esto no es traición; que nunca yo quise al Conde. CONDE: (En lo que agora responde Aparte conoceré su intención.) JUAN: Ninguna loca afición que se haya visto ni escrito ha disculpado el delito del amigo; que el valor es resistir a el amor y vencer a el apetito. Que yo con vos me casara es sin duda, si pudiera. ANA: Y ¿si el Conde lo quisiera, y aun él mismo os lo mandara? JUAN: Entonces es cosa clara; mas cierta podéis estar que no me lo ha de mandar. Y así, me voy; que no quiero dar a tan gran caballero ni sospecha ni pesar. CONDE: Detente. JUAN: Si habéis oído lo que ya sospecho aquí, pienso que estaréis de mí seguro y agradecido. CONDE: Todo lo tengo entendido; y si por quereros bien trata mi amor con desdén doña Ana, no ha sido culpa, porque sois vos la disculpa, y mi desdicha también. Dice que sabe de mí que os mandaré que os caséis: dice bien, y vos lo haréis, porque yo os lo mando así. Que a saber, cuando la vi, que os tenía tanto amor, no la amara; aunque en rigor fue engañado pensamiento que con tal entendimiento no escogiese lo mejor. JUAN: Aunque a Alejandro imitéis en darme lo que estimáis, ni como Apeles me halláis, ni enamorado me veis, ni vos mandarme podéis que sea lo que no fui; pues cuando pudiera aquí ser lo que no puede ser, no quisiera yo querer a quien os deja por mí. ANA: Quedo, quedo; que no soy tan del Conde que me dé, ni tan de don Juan que esté menos contenta ayer que hoy. Libre, a mí misma me doy, y daré luego, si quiero, a un honrado caballero mujer y cien mil ducados, sin suegros y sin cuñados, que es otro tanto dinero.
Salen doña MARÍA, de madrina y muy bizarra, con LEONOR de la mano; MARTÍN, PEDRO, LORENZO, BERNAL y otro lacayos, muy galanes; Acompañamiento de mujeres de la boda, MÚSICOS. Cantan
MÚSICOS: En la villa de Madrid Leonor y Martín se casan: corren toros y juegan cañas. MARTÍN: ¡Mala letra para novios! PEDRO: Pues ¿no os agrada la letra? MARTÍN: Correr toros y casarme paréceme a los que llevan pronósticos para el año dos meses antes que venga. CONDE: Gallarda viene la novia; pero quien no conociera a Isabel, imaginara, viéndola grave y compuesta, que era mujer principal. ANA: Juzgarse puede por ella cuánto las galas importan, cuánto adorna la riqueza. CONDE: ¡Qué perdido está don Juan! ANA: ¡Qué admirado la contempla! CONDE: Por Dios, que tiene disculpa de estimarla y de quererla; que la gravedad fingida parece tan verdadera, que, a no conocerla yo, y saber sus bajas prendas, hiciera un alto conceto de su gallarda presencia.
Para sí
JUAN: (Amor, si en esta mujer no está oculta la nobleza, la calidad y la sangre que por lo exterior se muestra, ¿qué es lo que quiso sin causa hacer la naturaleza, pues pudiendo en un cristal guarnecido de oro y piedras, puso en un vaso de barro alma tan ilustre y bella? Yo estoy perdido y confuso, doña Ana celosa de ella, el Conde suspenso, hurtando a su gravedad respuesta. Ella se parte mañana, diamantes me da que venda; ¿qué tienen que ver diamantes con la fingida bajeza? Pues ¿he de quedar así, Amor, sin alma y sin ella? ¿No alcanza el ingenio industria? No suele en dudosas pruebas, por las inciertas mentiras, hallarse verdades ciertas? Ahora bien; no ha de partirse Isabel sin que se entienda si en exteriores tan graves hay algún alma secreta.) Conde, el más alto poder que reconoce la tierra, el cetro, la monarquía, la corona, la grandeza del mayor rey de los hombres, todas las historias cuentan, todos los sabios afirman, todos los ejemplos muestran que es amor; pues siendo así, y que ninguno lo niega, que yo por amor me case, que yo por amor me pierda, no es justo que a nadie admire, pues cuantos viven confiesan que es amor una pasión incapaz de resistencia. Yo no soy mármol, si bien no soy yo quien me gobierna; que obedecen a Isabel mis sentidos y potencias. Cuando esto en público digo, no quiero que nadie pueda contradecirme el casarme, pues hoy me caso con ella. Sed testigos que le doy la mano. CONDE: ¿Qué furia es ésta? ANA: Loco se ha vuelto don Juan. CONDE: ¡Vive Dios, que si es de veras, que antes os quite la vida que permitir tal bajeza! ¡Hola! Crïados, echad esta mujer hechicera por un corredor, matadla. JUAN: Ninguno, infames, se atreva; que le daré de estocadas. CONDE: Un hombre de vuestras prendas ¿quiere infamar su linaje? JUAN: ¡Ay Dios! Su bajeza es cierta, pues calla en esta ocasión. Ya no es posible que pueda ser más de lo que parece. CONDE: ¿Con cien mil ducados deja un hombre loco mujer, que me casara con ella, si amor me hubiera tenido? MARÍA: Quedo, Conde; que me pesa de que me deis ocasión de hablar. JUAN: (¡Ay Dios! ¿Si ya llega Aparte algún desengaño mío?) MARÍA: No está la boda tan hecha como os parece, señor; porque falta que yo quiera. Para igualar a don Juan, ¿bastaba ser vuestra deuda y del duque de Medina? CONDE: Bastaba, si verdad fuera. MARÍA: ¿Quién fue la dama de Ronda que mató, por la defensa de su padre, un caballero, cuyo perdón se concierta por vos, y que vos buscáis? CONDE: Doña María, a quien deban respeto cuantas historias y hechos de mujeres cuentan. MARÍA: Pues yo soy doña María, que por andar encubierta... JUAN: No prosigas relaciones, porque son personas necias, que en noche de desposados hasta las doce se quedan. Dame tu mano y tus brazos. MARTÍN: Leonor, a escuras nos dejan. Los padrinos son los novios. ANA: Justo será que lo sean el Conde y doña Ana. CONDE: Aquí puso fin a la comedia quien, si perdiere este pleito, apela a Mil y Quinientas. Mil y quinientas ha escrito: bien es que perdón merezca.

FIN DE LA COMEDIA


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002