TERCER ACTO


 
Salen AURELIO, ENRICO y ROSABERTO, hijo del REY de Frisia
ENRICO: Que le has de imitar es cierto, por la grandeza heredada. AURELIO: Hoy quiere ceñirte espada tu padre el rey, Rosaberto; de cuyas obligaciones no hay que advertir tu valor, que tú lo sabrás mejor, pues a tal lado la pones. ENRICO: Ya te dejo ejercitado en la teórica de ella, lo demás sabrás con ella, en prática de soldado. Grande esperanza nos das de la virtud de tu pecho. ROSABERTO: No pretendo al que me ha hecho degenerarle jamás; conozco la obligación en que a mis padres nací y al reino que ya de mí tiene tal satisfación. Yo cumpliré su esperanza, si mi vida guarda Dios, y sabré que de los dos debo tener confïanza, pues os tengo por maestros en las armas y en las letras. AURELIO: Si con tu ingenio penetras más que los hombres más diestros, con la experiencia y los años justa esperanza se tiene de tu valor. ENRICO: El rey viene.
Sale el REY, acompañado, ROSELO y otros, y en una fuente espada y daga
REY: Hoy temblarán los extraños y nacerá nuevo amor en los propios, Rosaberto, quedando el reino tan cierto de tu esperado valor. Vengo a ceñirte la espada, que ha de ser terror de Europa cuando la Fortuna en popa, ya en la mar con gruesa armada, ya con ejército fuerte en la campaña levantes por los reinos circunstantes las esperanzas de verte. Dame esa espada. ROSABERTO: Señor, bien seguro te imagino de mi valor si el divino tuyo me influye valor; que quien le hereda de ti bien dice con su esperanza, si el mayor del mundo alcanza, que como Fénix nací. REY: Ponte, Rosaberto, al lado la ofensa de tu enemigo, la defensa de tu amigo, vida, honor, reino y estado. Dé el cielo a tus verdes años la dicha de Escipión, que tanta varia nación tembló por reinos extraños. Apenas doraba el bozo sus labios, cuando el senado le hizo procónsul, fundado en que tan prudente mozo sería con más edad lo que después de sus glorias escriben tantas historias con tanta felicidad. ROSABERTO: Ya, señor, que me has honrado con lo que ceñida tengo, pues que de tu mano vengo a tenerla puesta al lado, tu licencia me has de dar para que me parta a Cleves, pues hay jornadas tan breves, que quiero a mi madre hablar. Sabes que en mi vida vi su rostro, y que no ha faltado quien me ha dicho que ha llorado muchas lágrimas por mí: que dicen que injustamente la desprecias y la dejas. REY: Quien te trujo tales quejas miente, o presente o ausente; y pues que te han advertido con injusto atrevimiento, está, Rosaberto, atento; sabrás si estoy ofendido con la duquesa de Cleves, Elena, y tan nueva Elena, que ha sido fuego de Frisia, como la de Troya y Grecia. Me casé con tan extraños agüeros, que entre las fiestas una bala me voló las plumas de la cabeza; y dando a un retrato mío, que en el arco de una puerta remataba el edificio y miraba a la Duquesa, pasó el lienzo por la gola, burlando la envidia ciega toro que piensa que es hombre cuando en la capa se venga. Viví los primeros años contento y en paz con ella, que, fuera de su hermosura, es por extremo discreta, mirando los dos en ti aquella concordia eterna de la paz de los casados que los hijos manifiestan. Mas la mudable inconstancia de las cosas de la tierra trocó en discordia esta paz y toda esta gloria en pena. Avisáronme ¡ay de mí! que Elena tenía secreta conversación con un hombre en mi deshonra y afrenta. Fuilo a ver, y entrando acaso, él mismo a voces comienza a decir que yo venía a matar a la Duquesa. Con esto, no sólo el vulgo, pero también la nobleza de Cleves tomó las armas, y me siguieron con ellas. Tuve dicha en que ya estabas en Frisia, y el alma llena de amor, y el honor de infamia puse a la venganza espuelas. Entré abrasando su estado con grueso ejército, y ella me salió al paso, ocupando del Rhin las verdes riberas. Vímonos en cierta noche, y entre los dos se concierta que, por excusar la sangre, si se rompiese la guerra, por mí saliese un soldado y otro saliese por ella, y que si venciese el mío quedase mi afrenta cierta y pudiese repudiarla. Yo tuve tanta soberbia, que salí secretamente armado a la honrosa empresa, sin fïarla de ninguno, y aunque presumí que fuera el primero en la estacada, ya estaba un soldado en ella armado de blancas armas, en cuya celada apenas daban lugar a la vista las plumas blancas y negras. Las cubiertas del caballo negras sobre blanca tela, sembradas de letras de oro entre unas dagas y lenguas. Las letras decían "Mentís," como que de su inocencia daba la cubierta indicio, pero era maldad cubierta. Dimos vuelta a la estacada y, nuestras mesuras hechas, de la caja al ristre pasan las lanzas, que al punto vuelan descalabrando los aires y dando los dos en tierra, huyeron nuestros caballos y la batalla comienza a pie con blancas espadas. Pero ni la mía, diestra, ni mi robusta pujanza, real pecho, heroicas fuerzas, resistieron mi fortuna, antes vine a dar, sin ellas, a los pies de mi contrario, en cuyo tiempo nos cercan los nobles de los dos campos, y cuando al de Cleves llegan y le descubren la cara, ven que es la misma duquesa. Dan voces todos y dicen que ha vencido la inocencia y que yo estaba culpado. ¡Qué deshonra y qué vergüenza! Fue tan grande la que tuve de ver que una dama tierna, que una mujer, que a las armas no obliga naturaleza, me venciese y derribase, que, dando a Frisia la vuelta, mandé, pena de la vida, que nadie me hablase en ella. ROSABERTO: Ni yo, señor, seré tan atrevido que os hable en la Duquesa eternamente, y pésame que de ella fui nacido. Que estuviese culpada o inocente... ENRICO: Rosabelo de Cleves ha venido.
Sale ROSABELO
ROSABELO: A Cleves fui, mi señor, secretamente, como mandaste. REY: Y ¿qué hay allí de nuevo? ROSABELO: No me mandes hablar, que callar debo. REY: Habla, Roselo, yo te doy licencia. ¿Puede haber más afrenta? ROSABELO: Sabe el cielo que ni curiosidad ni diligencia debes en esto a mi lealtad y celo. La vulgar opinión, sin diferencia, dice que la duquesa y Pinabelo, hijo de Otón, enamorados viven, y añaden que sus bodas aperciben. Bien puede ser que testimonio sea y que tus enemigos echen fama que en esto su valor Elena emplea. REY: No digas más. ¡Oh, Elena! ¡Oh, incendio! ¡Oh, llama! AURELIO: Señor, tu alteza no es razón que crea la envidia vil que su virtud difama. REY: ¡Oh, Aurelio, calla! Que mujer que ha errado nunca el primero error sólo ha dejado. Pregona en Frisia luego que cualquiera que la cabeza suya me trujere le daré seis ciudades. AURELIO: Considera... REY: ¡Necio! ¿Qué quieres ya que considere? ¿Con tanto deshonor casarse espera? ¿Hay tal bajeza? A Pinabelo quiere. ¿No hay yerro? ¿No hay veneno? ¿Esto consiento? Ya no merece honor ni sufrimiento. Esto que digo les daré firmado a propios y a extranjeros este día. Elija seis ciudades en mi estado quien restaurare la deshonor mía. ENRICO: Aurelio, al poderoso y enojado no pienses que es valor ni cortesía replicarle, que nunca el que es discreto tiempla la ira en el primero efeto.
Vanse todos y salen la DUQUESA y PINABELO
PINABELO: Tiempla, señora, el desdén. ELENA: ¿Qué es desdén, villano, infame? Desdén es bien que se llame en los que se quieren bien. Dime que tiemple la ira, el enojo y el pesar. PINABELO: ¡Qué vicio en mujer es dar crédito a cualquier mentira! ELENA: Yo sé que es mucha verdad que por Cleves echas fama que soy, villano, tu dama, y con poca honestidad. Esto a efeto de que viendo que ya se empaña mi honor, solicite tu favor la voluntad que defiendo. PINABELO: Señora, de esta opinión hablará el pueblo, que gusta, como de cosa tan justa, que me tengas afición. ELENA: ¿Cómo justa? PINABELO: Pues, ¿no fuera que conmigo te casaras? sangre soy. ¿Qué reparas? ELENA: Si sangre tuya tuviera, con una daga, villano, despedezara mis venas, de sólo veneno llenas de los agravios de Albano. ¿Cosa justa dices que es casarme, vivo mi esposo, aun siendo tan rencoroso? PINABELO: Perdona y dame esos pies, que me ciega el mucho amor. ELENA: Sal de Cleves desterrado y no vuelvas a mi estado, pena de infame y traidor. PINABELO: ¡Señora!... ELENA: No hay que pedir.
Sale OTÓN
OTÓN: ¿Qué es esto? PINABELO: Si de tu tierra esa crueldad me destierra, ¿para qué quiero vivir? OTÓN: Pinabelo, ¿qué ocasión para desterrarte has dado? PINABELO: Haber su bien procurado con sangre del corazón. Quéjase que el vulgo dice que me quiere. OTÓN: Y justo es. Échate luego a sus pies y lo que has dicho desdice. Pide perdón, que es razón, aun de la fama vulgar, que hay mil ofensas sin dar el que las hace ocasión. PINABELO: Señora, a vuestra grandeza pide perdón mi ignorancia. OTÓN: Tú estás muy poca distancia de cortarte la cabeza, y ojalá que me lo mande su alteza a mí, que esta espada, a su defensa enseñada, no sufre ofensa tan grande. Señora, dadle perdón por ignorante y por loco. ELENA: La furia que me provoco vencen tus canas, Otón; por ellas le debo dar. (Quiero, de tantos errores, Aparte perdonar estos traidores, que es mejor disimular. Bien conozco los enredos y las lisonjas de Otón, que no faltará ocasión en cesando tantos miedos.) OTÓN: Nuestra sangre te ha servido desde su origen de suerte, que te obliga a condolerte de un loco amor atrevido, con palabra que jamás te hablaré en él Pinabelo. ELENA: Vuestros años guarde el cielo, padre, a quien estimo en más, que ya la ofensa olvidé.
Sale ALBERTO
ALBERTO: ¿Puédese aquesto sufrir? ELENA: ¿Qué hay, Alberto? ALBERTO: Si decir se sufre, yo lo diré. ELENA: Licencia tenéis. ALBERTO: Albano pregona públicamente que a cualquier hombre que intente poner atrevida mano en tu vida, que Dios guarde, seis ciudades le dará. ELENA: Pues, ¿eso pena te da? ALBERTO: Tu vida me hace cobarde. ELENA: No creas que muera ansí vida con corona de oro. ALBERTO: La ambición pierde el decoro al cetro, y harálo en ti. ELENA: Los reyes que no acobardan a un traidor tan atrevido mucho han de haber ofendido los ángeles que los guardan. ¿Tanto puede perseguirme un hombre que quiero tanto? Del odio del rey me espanto contra una mujer tan firme. ¿Querrá ponerme temor, como es grande Rosaberto, para venir a concierto? mas ya sabe mi valor. Los enemigos quisiera de mi casa desterrar, que yo me sabré guardar de los que vienen de fuera.
Vase
OTÓN: Alberto, de esta arrogancia no nos resulta provecho, que aunque del dicho hasta el hecho suele haber tanta distancia, tenemos en mil historias griegas, troyanas, romanas, mil ambiciones tiranas, que hoy viven por sus memorias. Fuera de que esto ha tocado las honras de la nobleza de Cleves. ALBERTO: Si su cabeza ha puesto en este cuidado, téngale el rey de la suya y pregónese otro tanto, para que le cause espanto y nuestro valor arguya. PINABELO: A quien las cabezas diere de padre y hijo podréis dar seis ciudades, pues seis dar promete al que trajere la de Elena, que aborrece. ALBERTO: Así se hará pregonar. OTÓN: Con este nuevo pesar gallarda ocasión to ofrece el tiempo a tu pretensión. PINABELO: ¡Ay, padre; que no es mujer! OTÓN: Esta discordia ha de ser de tu ventura ocasión. PINABELO: Elena era mi abismo; ya como Troya me quema, que como quiere por tema, aborrece por lo mismo.
Salen SIRALBO y CELIA, villanos, y los MUSICOS. Canten
MÚSICOS: "Estad muy alegre, dichosa y bella novia en tanto que coméis los picos de la rosca. Huya toda tristeza de vuestro rostro agora, que aún agora no es tiempo para que estéis celosa. Poneos vuestras galas, que hacéis mis envidiosas, en tanto que coméis los picos de la rosca." CELIA: Cuando Perol, Siralbo, de esta montaña sola a la Corte se iba por verme tuya toda, me dijo con sus celos sacudiendo la cola, aunque se despejaba como rocín con mosca, "Ríe, Celia, que aún comes las roscas de la boda." Y esto que agora escucho parece que conforma con aquellas palabras venganzas amorosas. ¿Qué tiene el casamiento, que a tantos alborota? ¿Qué mares se navegan de nunca vistas olas? ¿Qué volcanes se pasan que piedra azufre arrojan? ¿Qué desiertas Arabias? ¿Qué Libias arenosas? ¿A qué plaza se sale? ¿A qué toro se corta con ancha espada el cuello? ¿Qué difuntos se topan en las encrucijadas de las calles angostas? ¿No es el casarse estar, Siralbo, dos personas comiendo en una mesa y cenando a sus horas? ¿No es el estar de noche cubiertos con la ropa en una misma cama de un cobertor y colcha? Pues, bien, ¿qué os acobarda? SIRALBO: Hay, Celia, muchas cosas; mas ninguna contigo, que esto se entiende en otras. Yo sé de cierta tierra que cuando se desposa un hombre clamorean y por muerto le lloran; que puesto que el peligro no es más, ¡oh, Celia hermosa!, que dos matrimoniarse, algunos se endemonian. Santa vida hacen muchos a quien la dicha sobra, que gracia en los casados allá resulta en gloria. Pero verás algunos que no hay turca mazmorra que más cautiva tengan la libertad que gozan, y más si toca en celos con su puntilla en honra, ningún forzado rema que tenga más congojas. CELIA: No se dirá, Siralbo, por dos que así se adoran, aunque ajenas cabezas hacen temblar las propias. Cuando en nuestra duquesa contemplo la discordia que con su esposo tiene la color se me roba. ¿No veis lo que se dice? ¿No veis lo que pregonan a quien la diere muerte? SIRALBO: Alguna furia loca ha entrado en estos reinos. CELIA: ¡Qué tantos años rompa la paz de estos casados! SIRALBO: La Fortuna piadosa nos libre de esta envidia. MÚSICOS: ¿Cantaremos agora? CELIA: Cantad, si os agradare. ¡Qué en tal temor me ponga el día de mis dichas! MÚSICOS: Pues escucha y perdona.
Canten
"Estad muy alegre, dichosa y bella novia, en tanto que coméis los picos de la rosca."
Entren CLENARDO y PANFILO, caballeros, de camino, y PEROL, de lacayo
PEROL: Parar podéis en esta hermosa aldea, siquiera porque yo nací en su monte. PANFILO: No hay otra que mayor ni mejor sea en todo aqueste fértil horizonte. PEROL: Entrad en esa casa que hermosea tanto verde laurel. CLENARDO: Pánfilo, ponte a descansar un poco, que conviene que duerma poco quien ciudados tiene. PANFILO: Apenas estará de las distancias o puntos en que nace y muere el día la noche en medio, llena de arrogancias, cubriendo el sol con su teniebla fría, cuando de aquestas rústicas estancias salga, pues llevo para el monte guía, a ejecutar, Clenardo, mi deseo. CLENARDO: Camina, pues. PEROL: ¡Ay, Dios! Mi muerte veo. ¿Ésta es aquella fiera hermosa y bella por quien desde pastor a cortesano me pasaron sus bodas? Iré a vella. SIRALBO: ¿Quién es el que deciende al verde llano? CELIA: Perol no es éste? SIRALBO: Sí. PEROL: Mi buena estrella hoy a mi diligencia dio la mano para que en este monte, prado y selva, de la Corte, en que estoy, a veros vuelva. CELIA: ¿Adónde vas tan perdido, después que de tu ganado te alejaste a ser soldado, con ese loco vestido? ¿Quién son esos cortesanos con quien por el monte vas? PEROL: Tal voy, que no pienso más volver a tratar villanos. En la corte vivo bien, Celia, pues que te has casado con Siralbo, que es honrado y lo merece tan bien. Verdad es, y Dios lo sabe que no me agrada el servir; pero tengo de sufrir cuanto en sufrimiento cabe. Demás que voy con dos amos, Celia, en aquesta ocasión, ya los viste, aquéllos son, que entre aquellos verdes ramos bajaron a vuestra aldea, que me han de hacer duque o conde. CELIA: De ese peligro te esconde, guarda que tu muerte sea. De títulos agua arriba no tengas, Perol, cuidado, que es caballo desbocado, que a quien levanta derriba. Mira que lo vas agora. PEROL: Oye aparte. CELIA: ¿Qué me quieres? PEROL: ¡Demonios sois las mujeres! ¡No sé qué espíritu mora dentro de vuestro caletre! ¿Quién te ha dicho que mis amos y yo a matar al rey vamos! CELIA: ¿No quieres que lo penetre de verte en aquese traje, lacayo injerto en rufián? Pero dime, ¿que éstos van a matarle? PEROL: Yo soy paje, digo, gentilhombre soy, despensero o mayordomo, que no sé qué oficio tomo, pero con ellos estoy. Van con notable secreto; mas, por más que se han guardado, yo sé que llevan tratado de darle muerte, en efeto. A no lo decir te esfuerza. Eres mujer; no podrás, que lo que os encargan más eso decís con más fuerza. Que si ganan, como creo, las seis ciudades aquí, la que fuere para mí en tu persona la empleo. CELIA: Id con Dios, que si volvieres, donde sabes me hallarás. PEROL: Si callas, Celia, serás nuevo ejemplo de mujeres.
Vase
SIRALBO: ¿Fuése Perol? CELIA: ¿No lo ves? SIRALBO: ¿Tan de prisa? CELIA: Hay cierto efeto. SIRALBO: ¿Cómo? CELIA: Encargóme el secreto. SIRALBO: Tú me lo dirás después. CELIA: Y aun agora. SIRALBO: ¿De qué modo? CELIA: Los que viene acompañando van a matar al rey. SIRALBO: ¿Cuándo? CELIA: Pudiendo. SIRALBO: ¡Locura es todo! Pero ¡qué bien has guardado el secreto! CELIA: Si a él le importa y en hablar no se reporta, él mismo ejemplo me ha dado. ¿Por qué piensas que es la lengua tan fácil en atreverse y tan ligera en moverse para nuestro daño y mengua? SIRALBO: Por qué? CELIA: Porque en agua está y en la saliva resbala. La cabeza es menos mala y el pie más pesado va; la mano tarda en moverse, porque, en fin, sin agua están; lengua y ojos mal podrán de hablar y ver detenerse, porque en ella están fundados. Vamos, Siralbo, a la fuente y de Perol, que es valiente, no te maten los cuidados. SIRABLO: ¡Qué lástima! CELIA: ¡Qué suceso! SIRALBO: Vamos, y al cielo pluguiera que tan seca os hiciera de lengua como de seso.
Vanse y salen el REY y su hijo ROSABERTO, de caza, y AURELIO, ENRICO, y ROSELO
REY: Suele imitar tan al justo, hio, la caza a la guerra, que quiero que es esta sierra sea tu ejercicio y gusto. Aquí te harás tan robusto como conviene a soldado; aquí sabrás a mi lado el oso esperar, y aquí perseguir el jabalí y herir el veloz venado. Mira estos campos que están de tantas plantas vestidos, que estos arroyos lucidos cortos espejos les dan. Mira qué alegres que van, qué sonoros y qué iguales. Si al campo con gusto sales excusarás muchos vicios, que no hay tales ejercicios para los pechos reales. Tal vez de correr cansado dormirás del agua al son, haciéndote pabellón los altos olmos del prado. Tal vez de un arroyo helado sabrás beber el cristal sin aparato real, porque en su ribera fresca se aprende la soldadesca como en el campo marcial. Tal vez con la propia mano alcanzarás, diligente, la fruta al ramo pendiente cuando declina el verano. Allá serás cortesano y aquí soldado serás. Con la virtud vencerás con juveniles engaños, que la experiencia y los años te enseñarán lo demás. ROSABERTO: Con tu ejemplo, que, en fin, es de un príncipe tan ilustre, daré a mis rudezas lustre; seré tu fénix después. Beso mil veces tus pies por el consejo y favor. REY: Esto me enseña tu amor, y si es lección que te agrada, a tu memoria traslada estos pensamientos míos hasta que con otros bríos desnudes la blanda espada. AURELIO: Cuando quieras descansar está todo prevenido. REY: Para que cese el ruido haced la gente apartar. ENRICO: Bajan de aqueste pinar rudos villanos a veros. REY: Cazadores y monteros prevenid para la tarde. ROSELO: Ya de su vistoso alarde tiemblan los ciervos ligeros.
Sale PEROL
PEROL: En hábito de villanos mis amos vienen aquí para ejecutar ansí locos pensamientos vanos. Dijéronme que acechase cuándo descansaba el rey. ¡Oh, Codicia! ¿Dónde hay ley que tu rigor no trapase? Quieren llegar a ocasión que esté sin gente. AURELIO: ¿Quién va? PEROL: ¿No lo ven? AURELIO: Haceos allá. PEROL: Oiga, hablando con perdón. AURELIO: ¿Qué queréis? PEROL: Al rey le diga que quiere hablarle... AURELIO: ¿Quien? PEROL: Yo. AURELIO: ¿Vos? PEROL: ¿No tengo lengua? AURELIO: No. PEROL: A enseñársela me obliga. REY: ¿Qué es eso? PEROL: ¿No se le acuerda a su esquelencia de mí? REY: ¿De vos? Pues, ¿adónde os vi? PEROL: ¡Que así la memoria pierda y esté de sí tan ajeno! Cuando de Cleves huía, ¿un labrador no le dio un rocín tuerto, muy bueno, que tragaba lindamente las leguas y la cebada? REY: Aurelio, aquella jornada importó el ser diligente. AURELIO: No se me olvida, señor, del peligro que tuvimos, pues sin caballos nos vimos. REY: Debo a este buen labrador poco menos que la vida. Mas, ¿cómo vivís aquí? PEROL: Retira, señor, de ti, pues mi amor no se te olvida, toda esta gente y sabrás a lo que vengo. REY: Conmigo te aparta. PEROL: ¿Estoy bien? REY: Sí, amigo. PEROL: ¿Puédote hablar? REY: Bien podrás. PEROL: De los montes de mi aldea desesperado salí, ¡oh, muy magnífico rey, que alumbre Dios sin parir!, por celos de una villana, cuyo zapato gentil pudiera dar quince y falta al más gallardo chapín. Casóseme por su gusto con un pastor albañil. ¡De mal andamio de torre vuele, sin ser serafín! Yo, como otros mil perdidos, vine a la Corte a servir o aprender algún oficio de muchos que en ella vi. Primeramente, señor, para aprender a morir, serví un cierto pretendiente a costa de su rocín. Tuve algunos refregones con la gualdrapa, y perdí los estribos y los meses que hay desde noviembre a abril. De la ceniza en las brasas salté, señor, porque di entre un hombre y una mula, mula que hablaba latín. Dejélos por sagitarios, y fui a servir desde allí a un discreto, que es oficio como sastre o menestril. Este hablaba de tal suerte, que una mañana la vi, caídas las dos quijadas y estas palabras decir, "¡Oh, si de diamante fuera la lengua con que nací, pues que Dios hizo de bronce a quien me pudo sufrir!" Dejéle muerto, de hablar harto no; Troya fue aquí, porque di con un poeta toda de plata y marfil, todo de perlas y de oro; pero pienso que comí cercendaduras de versos desde San Blas a San Gil. Al fin, como de su trato tanta soberbia aprendí, pasé a servir gente ilustre; dos caballeros serví. Estos, oyendo que daban de las riberas del Rhin las mejores seis ciudades que Cleves encierra en sí al que diese las cabezas de vos y vuestro delfín, determinaron ser ellos, y vienen a ver si aquí pueden a traición mataros en traje villano y vil, porque en diciendo que os llevan a enseñar un jabalí, piensan de ocultas pistolas dar la rueda al polvorín. Yo, que he visto a la duquesa, cuyo pobre huésped fui, llorar por este pregón que no fue su gusto, en fin, tuve a dicha el avisaros, por ella, por vos, por mí, por que, a pesar de traidores, viváis desde un siglo a mil. REY: Hay cosa semejante? PEROL: De esta traza se quiere aprovechar su atrevimiento. REY: ¡Buen lance hubiera echado en esta caza! ¿Son éstos? PEROL: Sí, señor. REY: Huye al momento.
Salen CLENARDO y PANFILO, vestidos de labradores
PEROL: Aquí me escondo. CLENARDO: Dile cómo has visto estar comiendo el rústico sustento de este encinar al jabalí, Doristo. PANFILO: ¡Pardiez, que ha de matarle su excelencia! REY: ¿Qué es esto, amigos? (¡El furor resisto!) Aparte CLENARDO: Ven solo, gran señor, con advertencia de que se irá, sintiendo alguna gente, un jabalí que espanta su presencia; que sólo con tu hijo en esta fuente le matarás al paso. REY: (Así lo creo, Aparte a estar de vuestras armas inocente; mas no ejecutaréis vuestro deseo.) ¿Aurelio? AURELIO: ¿Gran señor? REY: Prende a estos hombres. Perdido habéis en esto loco empleo. CLENARDO: Pues ¿hay por qué de un jabalí te asombres? REY: Miradlos bien. ENRICO: Pistolas son aquéstas. REY: Ya sé vuestra traición y vuestros nombres. ROSELO: ¿Quisiéronte matar? REY: Las bocas de éstas lo dijeran mejor si las piedades del cielo no nos fueran manifiestas. AURELIO: Pasaréles el pecho. CLENARDO: Las ciudades de Cleves como en Frisia prometidas despiertan contra ti las voluntades. Éstas, señor, se atreven a las vidas del príncipe y de ti. PANFILO: Las nuestras eran las que vinieron hasta aquí vendidas. AURELIO: Mira, señor, que los demás se alteran. REY: Óyeme, Aurelio, atento. Si las cosas de la duquesa bien se consideran, no presumo que son tan sospechosas, pues quien de estos traidores me dio aviso muestra que sus entrañas son piadosas. Secretamente, Aurelio, y de improviso de estos dos hombres las cabezas corta, de quien librar mi vida el cielo quiso, y dame las cabezas, que me importa hacer de mis sospechas una prueba. AURELIO: Mucho el castigo tu grandeza acorta. REY: Tras esto, con los dos llevaréis nueva que al príncipe y a mí nos dieron muerte, y de estos hombres los dos cuerpos lleva con nuestras ropas mismas, de tal suerte, que se crea que son nuestras personas. Sólo a estos dos de que el engaño advierte dirás que por lo mismo que pregonas a Cleves llevan ya nuestras cabezas. AURELIO: Su amor con triste llanto galardonas. REY: Presto verán el fin de sus tristezas. AURELIO: ¡Traed a esos traidores! ROSELO: ¿Dónde vamos? AURELIO: Detrás de aquestas ásperas malezas. CLENARDO: Vendidos fuimos. PANFILO: La ocasión erramos.
Sale PEROL
PEROL: Salir quise, señor, a que me vieran. Todo lo vi desde estos verdes ramos. ROSABERTO: ¿Qué pretendes hacer luego que mueran? REY: Partir contigo a Cleves, disfrazado; que no es bien que estas cosas se difieran. Ni se ha casado Elena ni mudado. Tú eres su hijo; yo he de ver mi muerte o quedar de mi honor desengañado. ROSABERTO: Besar quiero tus pies. PEROL: A mí me advierte lo que tengo de hacer. REY: Esas cabezas de quien Aurelio ya la sangre vierte traes ocultas. PEROL: Altamente empiezas a procurar tu justo desengaño. REY: Cansado vivo ya de mis tristezas. O se acabe la vida o el engaño.
Vanse y sale la DUQUESA y OTAVIA
ELENA: En esta resolución tengo, Otavia, el pensamiento. OTAVIA: Cosas de tu ingenio son. ELENA: ¿Hay más triste casamiento? ¿Hay más bárbara afición? Que algún hombre con desdén trate a quien le quiere bien, puede haber causas o engaños. ¡Pero que a mí tantos años este galardón me den! OTAVIA: Tenéis tan malos terceros en Pinabelo y Otón, que es imposible poneros en paz. ELENA: Los dos polos son de todos mis males fieros. No dudes; culpa he tenido en que no los hayan muerto. Piedad de mujer ha sido. ¡Yo a mi hijo Rosaberto! ¡Yo matar a mi marido! ¡Loca estoy de este pregón! OTAVIA: Con esto se ha echado el sello a tu discordia y pasión. ELENA: Si he sido culpada en ello, yo muera, Otavia, a traición. ¡Ay, gobierno de mujer, errado cuando acertado; pues aunque sobre el poder, en no viendo espada al lado se afrentan de obedecer! Ni puedo admitir marido, ni hacer que me teman puedo. Cuando el que ha de ser temido llega, Otavia, a tener miedo el gobierno va perdido. Morir quiero, y no vivir entre Otón y Pinabelo. Al rey tengo de escribir que venga a matarme. ¡Ay, cielo! ¡Qué mayor bien que morir! OTAVIA: Mira que es eso locura. Tu daño, señora, advierte. ELENA: ¡En los males que no hay cura dichoso el que con la muerte descansa en la sepultura!
Salen OTON, PINABELO y LEONIDO
LEONIDO: Dicen que nos has llamado porque estás con mucha pena. ¿Qué tienes? ¿Qué te han contado? ELENA: ¡Perros! ¡Por vida de Elena, que os he de dar dueño honrado! Vasallos habéis de ser de Frisia. Yo haré venir al rey, que os haga temer. Hoy le tengo de escribir que os enseñe a obedecer. Su hijo en vuestro señor; ponga gobierno en su estado; máteme y cobre su honor, que aunque no se le he quitado, ya lo tengo por mejor. ¿Quién fue el infame que ha hecho con este pregón de agora nueva desgracia en su pecho? OTON: Advierte, heroica señora, que procuran tu provecho. ELENA: Que no hay provecho, villanos. PINABELO: ¿No hay de procurar tu vida? ELENA: ¿Qué vida, si sois tiranos? Hoy estoy aborrecida. Mi vida pongo en sus manos. De todos he de vengarme con morir. PINABELO: ¡Bravo rigor! ELENA: ¡Albano venga a matarme! LEONIDO: ¡Qué raro ejemplo de amor!
Sale ALBERTO
ALBERTO: Albricias pudieras darme, si yo no te conociera, de la nueva que ha venido y menos sangrienta fuera. ELENA: ¿Cómo? ALBERTO: Ya es muerto el que ha sido... ELENA: ¡No prosigas! ¡Tente! ¡Espera! ¿Es el rey? ALBERTO: Dos caballeros tudescos en una caza le han muerto. ELENA: ¡Oh, tiranos fieros! ALBERTO: Dióles un monte la traza y el hábito dos monteros, que dicen que estando a solas le tiraron dos pistolas. ELENA: ¿Es cierto? ALBERTO: Sin duda es cierto. Y a tu hijo Rosaberto. ELENA: ¡Calla, que cubren las olas del mar de tanto dolor el alma, que ya se anega! OTÓN: (¡Brava nueva!) Aparte PINABELO: (¡Qué mejor!) Aparte LEONIDO: Ya con las cabezas llega.
Sale PERÓN, de tudesco gracioso, con una caja, y el REY y PINABELO, su hijo, de tudescos, con calzas, muy galanes, y muchas plumas
PEROL: Llega, y no tengas temor. REY: Dame, señora, tus pies; pues más por vengar tu agravio que por promesa hemos hecho hazaña que importa tanto a tu vida, a tu sosiego, a tus nobles, a tu estado y al bien común de dos reinos. ROSABERTO: Aquí en esta caja traigo las degolladas cabezas de Rosaberto y Albano. Agora casarte puedes y dar para siglos largos herederos de tu sangre a tu estado y tus vasallos. ELENA: ¡Calla, infame, que ni he sido quien esa sentencia ha dado, ni en mi vida tuve intento de solicitar su daño! ¡Ya es muerto el rey, mi señor! El sentimiento que hago no es por temor ni lisonjas, mas porque, aun muerto, le amo! Estos traidores han sido los que este pregón han dado. Yo me mataré tras él. Suelta de ese infame lado la espada, porque una misma nos quite la vida a emtrambos. REY: ¡Tente, señora! ¡Qué es esto? Pésame de haberte dado este dolor. ELENA: Tú me has muerto y los que me estáis mirando. OTÓN: ¡Ya no se puede sufrir, Elena, tu pecho ingrato! Tu hijo y el rey son muertos. Trata de tomar estado, o buscaremos señor. ELENA: ¿Eso me dices, villano? OTÓN: Pues habiendo el rey de Frisia tan mal de tu honor tratado, que hasta agora sin él vives, siendo testimonio claro, ¿es justo que por él llores? REY: Paso, almirante Otón, paso, que el rey no le levantó ese testimonio cuando le llevaste a la duquesa, y tuyo fue el falso trato; que tú le dijiste al rey su ofensa y que en su palacio el hombre le enseñarías. OTÓN: ¿Yo? REY: ¡Tú! OTÓN: ¿Quién te lo ha contado? REY: ¿El rey! OTÓN: Con testigos muertos, mala probanza. REY: Yo hago más fe que el rey. OTÓN: Pues, tú mientes. REY: ¡Toma!
En dándole un bofetón, se pongan con las espadas el REY y ROSABERTO, el príncipe, OTON y PINABELO y la DUQUESA en medio
ELENA: ¿Hay caso más extraño? OTÓN: ¡En mi cara! ¡Pinabelo! PINABELO: ¿Señor? Aquí estoy. ¡Matadlo! ELENA: Teneos. REY: Yo soy el rey, y éste es mi hijo, villanos. A mí ninguno me ha muerto, duquesa, y si tantos años en tal discordia he vivido, ese infame lo ha causado. Él me dijo que ofendías mi honor. Yo, con el agravio, entrélo a ver, y salieron su hijo y su gente al paso. Salí huyendo, y he vivido, hasta que he sido avisado de tu justo sentimiento, la venganza procurando, y he tenido por mejor, reina, ponerme en tus manos, que vivir entre sospechas. ELENA: ¡Dame, gran señor, los brazos, o esos pies, que es más razón! REY: ¡Tu hijo abraza! ELENA: Este llanto te dice lo que no puedo. ROSABERTO: Mis ojos te la han pagado. PEROL: ¿Quién ha de pagar el porte de estas cabezas? ELENA: ¡Crïados! Las de Otón y Pinabelo con esas dos haced cuatro. OTON: ¡Señora! ELENA: ¡Llevadlos luego! PINABELO: ¡Más merecemos! ELENA: ¡Llevadlos! PEROL: ¿No conoces a Perol, el que en el monte cazando toda la noche tenía de las traíllas los galgos? Pues yo fui el que al rey le di el rocín tuerto pasando por mi cabaña una noche. ELENA: Alcaide, Perol, te hago de las dos torres de Cleves. REY: Yo le doy seis mis ducados de renta. ROSABERTO: Yo le hago noble. PEROL: A todos beso las manos. ¿Qué armas he de poner? ROSABERTO: Escoge. PEROL: En el primer cuarto tres cantimploras de vino; en el segundo, un pedazo de una nalga de tocino, y en el tercero un gazapo; en el cuarto, medio queso, porque acabe con aplauso, en la cama o en la mesa, la discordia en los casados.

FIN DE LA COMEDIA


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002