ACTO TERCERO


Salen ROBERTO y ROSELO, de noche
ROBERTO: Por el reloj de los cielos, pienso que las once son. ROSELO: Yo he pensado esta invención para averiguar mis celos. Porque, fingiéndome el conde, la envidia de su favor, sabré si le tiene amor en lo que Celia responde. ROBERTO: Pues ¿habla con él? ROSELO: Así me lo ha dicho cierta dama. ROBERTO: Pues llega a la reja y llama. ROSELO: ¡Amor se duela de mí!
Sale CELIA a la reja
CELIA: ¿Quién es? ROSELO: (¡Qué a punto que estaba!) Aparte Enrique, señora, soy. CELIA: Dijéronme, conde, que hoy licencia, enojado, os daba el rey para que volváis a vivir a vuestra tierra. ¡Oh, cuánto el consejo yerra que en esta ausencia tomáis! Porque si estando presente os trata la envidia ansí, ¿qué hará de vos y de mí si estáis de la corte ausente? No pensé desenojarme, que tanto estuve ofendida de doña Sol que en mi vida imaginé reportarme, pero, sabiendo que os vais, no quiero ser descortés.
Salen MAURICIO, con rodela y espada, y JULIO
MAURICIO: Hoy tengo de ver quién es, celos, si licencia dais a un padre en tantos desvelos para defender su honor. JULIO: ¿Quién va? ROSELO: Que pase es mejor, si no le detienen celos.
Meta mano a la espada MAURICIO
MAURICIO: De esta suerte pasaré en defensa de esta casa. ROSELO: Pues, si de esta suerte pasa, lo mismo a su ejemplo haré.
Riñen ROSELO y MAURICIO
MAURICIO: Bríos tengo en esta edad para defender mi honor, que no me sufre el valor usar de la autoridad. JULIO: ¿Así se pierde el respeto a tan gran señor, villanos? ROSELO: Hablan de noche las manos y es el silencio discreto. MAURICIO: ¡Herido estoy! ROSELO: ¡Vive Dios, que es Mauricio! ROBERTO: Error ha sido. ¡Huye! ROSELO: ¿Si me han conocido?
Vase ROSELO y ROBERTO
MAURICIO: ¡Qué necios fuimos los dos, Julio, en salir de esta suerte, sin traer armas de fuego! JULIO: ¿Qué sientes? MAURICIO: Pienso que llego a las ansias de la muerte. Entra y a Celia le di la desdicha que ha causado. JULIO: Sin alma voy de turbado. MAURICIO: ¡En triste punto salí!
Vanse. Salen NARCISA y JUANA, de labradoras
JUANA: Murió el mejor labrador que esta montaña ha tenido. NARCISA: La muerte de Albano ha sido templanza de tanto amor. Por padre le he respetado; con tal nombre me crïó. JUANA: ¿Qué, no era tu padre? NARCISA: No. JUANA: Pues ¿quién te ha desengañado? NARCISA: Algún día lo sabrás. JUANA: Haces tantas invenciones que temo de tus razones que otras mayores harás. Di que no es tu padre Albano, fíngete ahora princesa para conseguir la empresa de tu pensamiento vano. Que desde que yo te vi con tanta gala y valor, doña Sol y doña Flor, y hablar con un rey ansí, dije, "O aquesta mujer nació señora, o ninguna tuvo en tan baja fortuna más entendimiento y ser." ¡Qué bien te estaba el vestido! A mí propia me engañabas. NARCISA: Pues de ese engaño en que estabas desengaño el tiempo ha sido. Tú sabrás pronto un secreto que te cause admiración.
Sale TIRSO
TIRSO: Dadme albricias. NARCISA: ¿De qué son? TIRSO: ¿Prométeslas? NARCISA: Sí, prometo. TIRSO: El conde Enrique está aquí. NARCISA: ¿Estás loco? TIRSO: Loco estoy, pues esas nuevas te doy. NARCISA: ¿Tú le has visto? TIRSO: Yo le vi, con el gabán que solía, pasear en nuestra aldea. NARCISA: Juana, ¿quieres que lo crea?-- ¿Mientes por darme alegría o por burlarte de mí? TIRSO: Si no le he visto y hablado, que me vea en alto estado del humilde en que nací, y allí, con tanta arrogancia, que nadie me quiera bien. Mira tú, diciendo amén, si es maldición de importancia. NARCISA: ¿Qué le habrá traído aquí? TIRSO: La mudanza de la corte. Pero ¿qué me das en porte de la nueva que te di? NARCISA: Fuera de la voluntad, pide, Tirso. TIRSO: Que aquel día que el conde, Narcisa mía, pues será con brevedad, se case con quien le iguale en calidad y valor, agradezcas este amor, si para lo mismo vale. Que, habiéndote de casar, ¿quién me iguala en el aldea que de tantas partes sea para poderte igualar? De lo rústico no digo; mas si lo fui, te prometo que pienso que soy discreto después que trato contigo, que por lo menos se aprende de tratar con quien lo es. NARCISA: Digo que sea después que el conde con quien pretende se case, que ya sé yo que esto ha de ser con su igual.
Salen ENRIQUE, con gabán, y FELICIANO
FELICIANO: ¿Qué, no te parecen mal estas soledades? ENRIQUE: No. Antes me han de dar salud estas selvas, monte y prado, este silencio sagrado y esta dichosa quietud. Aquí, de estas fuentes bellas, mis pensamientos se fíen, que parece que se ríen de verme volver a vellas. ¿Qué amigos más verdaderos que estos árboles y flores? Cántenme aquí ruiseñores y no en París lisonjeros. Aquí viviré pasando las horas en vida honesta. FELICIANO: ¡Ay, señor! Narcisa es ésta. ¡Qué a traición te está mirando! ENRIQUE: ¡Narcisa mía! NARCISA: ¿De quién? ENRIQUE: Mía, mi bien. NARCISA: ¿Suya? ENRIQUE: Sí, que no hay más bien para mí. NARCISA: Luego ¿no es Celia su bien? ENRIQUE: ¿Quién te dijo esa locura? Un día la visité para rendir a tu pie su discreción y hermosura... NARCISA: ¿No más? ENRIQUE: Feliciano diga si fue por otra razón. NARCISA: ¡Buen testigo! FELICIANO: Celos son, que bien sabes que le obliga al conde, para vivir estas selvas, tu belleza. ENRIQUE: Y Juana ¿tanta aspereza? JUANA: Pues yo ¿qué puedo decir si Narcisa está enojada? ENRIQUE: Y Tirso ¿tan escondido? TIRSO: Yo, cierto que no he sentido de aquello de Celia nada; pero si Narcisa y Juana están celosas, ¿soy yo de piedra? ENRIQUE: Si se enojó de la usanza cortesana Narcisa, no lo estéis vos. TIRSO: Yo, como ella no lo esté, no habrá cosa que me dé pesadumbre; no, por Dios. ENRIQUE: Narcisa, a la corte fui, adonde el rey me llamó; la esperanza que me dio mudó la apariencia en mí; no la voluntad, que allí dentro del pecho vivía; que, supuesto que decía otras diversas razones, en todas las ocasiones eras alma de la mía. Decíale al rey, mi bien, que por mujer acetaba la de Cleves, que él me daba, y al gobernador también, por no mostrarles desdén; pero cuando esto decía, dando a entender que quería casarme luego con ella, eras tú, Narcisa bella, en el alma mujer mía. Cuando a Celia visitaba, de su valor satisfecha, sin tener de ti sospecha, de quien tan segura estaba; cuando, necia, imaginaba deshacer lazo tan fuerte, como de los dos se advierte, estaba el alma en su centro diciendo, "Soy aquí dentro de Narcisa hasta la muerte." NARCISA: ¡Qué donaire que ha tenido vuestra alteza, gran señor, en tenerme tanto amor dentro del alma escondido! Como renegado ha sido que dice, cuando se ve entre cristianos, que fue con la lengua siempre incierta, pero que tiene encubierta dentro del alma la fe. Pues, señor, sepa que es poca cuando la encubre el temor, porque también quiere Amor que le confiese la boca. Que pasión que al alma toca es en tiempos semejantes más descubierta entre amantes, si no es que la fe se amengua, que desde el alma a la lengua corre el amor por instantes. De quien calla, cuando es justo que hable claro, se infiere que desprecia lo que quiere o quiere otro nuevo gusto. Que la trae algún disgusto de la corte a este lugar bien se deja imaginar, porque si amor me tuviera, puesto que callar quisiera, era imposible callar. ENRIQUE: Confieso que me ha traído desabrimiento a mi aldea de ver tan loca a la envidia, sin pedir al rey licencia. Andaba cierto marqués lleno de celos de Celia; desbarató los principios, temiendo la competencia con decir que yo tenía de una doña Sol, leonesa, tres hijos, y al rey también que forzaba las doncellas, pues cierta madama Flor le dijo que de Lucrecia, su hermana, Tarquino fui, probando la injusta fuerza con un infame escudero y una mal nacida dueña, que ¡vive Dios! que a saber quién estos villanos eran, que les quitara mil vidas. TIRSO: (¡Oxte, puto, guarda fuera!) Aparte NARCISA: (Maldición de flores nueva; Aparte pero no querrá que estén cautivas Naturaleza.) Prosiga su historia. ENRIQUE: En fin, . . . . . . . . .. aquesta madama Flor, --¡plega al cielo que lo sea en los jardines del Turco!-- con tantas lágrimas tiernas dicen que al rey informaba que enterneciera las piedras. Como vi que si vivía más tiempo entre tantas fieras aventuraba la vida, acordéme de mi aldea y quise más ver los prados que pisas, Narcisa bella; las fuentes en que te miras, las aves que te requiebran; estas peñas que, arrogantes, compiten con las estrellas, cuya nieve, vuelta en agua, humilla el sol a la tierra; estos cándidos vellones de tus peinadas ovejas; estas cabañas humildes de secos tarayes hechas, que los dorados palacios, cuya envidiada grandeza no me agradaba, enseñado a la quietud de estas selvas. Yo vengo a vivir aquí, yo vengo a servirte en ella, donde, por recién venido, cuando otra cosa no sea, bien merece que tus brazos... NARCISA: Detente. ENRIQUE: No me detengas. JUANA: Ea, Narcisa; que el conde te adora. FELICIANO: Si esto no fuera amor, ¿por qué obligaciones viniera el conde a esta tierra? NARCISA: No pienso hacer paz con él si Tirso no me lo ruega. TIRSO: (Esto es mandarme bailar Aparte y aforrarme la cabeza.) NARCISA: Como Enrique... ENRIQUE: Di, adelante. NARCISA: ...ser mi marido prometa. ENRIQUE: Si me igualaras, Narcisa, o Francia no me pidiera por su Delfín... NARCISA: Yo te igualo. ENRIQUE: ¿De qué suerte? NARCISA: Escucha.
Ruido dentro
ENRIQUE: Espera; que gran gente baja al valle.
Salen LEONELO y soldados
NARCISA: ¡Oh, Amor, no hay gloria sin pena! LEONELO: Prevenid todos las armas. Dése a prisión vuestra alteza. ENRIQUE: ¿Alteza y prisión, Leonelo? ¿Qué novedades son éstas? ¿Hay otra madama Flor? ¿Hay otra fingida queja? LEONELO: La que la tiene de ti aspiraba a ser princesa contigo y, ya tu enemiga, le pide al rey tu cabeza. ENRIQUE: ¿Quién, capitán? LEONELO: No preguntes lo que tan bien sabes. Celia, cuyo padre has muerto. ENRIQUE: ¿Cómo? LEONELO: Dice que, hablando con ella, salió su celoso padre y que, al llegar a su reja tú y Feliciano le habéis muerto. ENRIQUE: Que lo sea me pesa, que era Mauricio mi amigo y hombre de tan altas prendas que no queda al rey en Francia de quien confïarse puedan los consejos de la paz y las armas de la guerra. ¡Qué desdicha! Pero admira que sea Celia tan necia que entienda que yo le he muerto. Vamos, Leonelo, a que sepan en París cuántos caminos contra mi inocencia intenta la envidia. Poco ha, Leonelo, que me llevaste a que fuera Delfín de Francia, y agora me llevas preso. ¿Qué piensa la Fortuna hacer de mí? Mas, por ventura, desea quitar a la necia envidia esta piedra en que tropieza. LEONELO: Esto manda el rey. ENRIQUE: Narcisa, ¡vive Dios! que mi inocencia está libre de esta muerte. Ya no es posible que vuelva. Con Dios te queda y también con la poca o mucha hacienda que hallares en esa casa. No respondes... pero aciertas. Vamos. LEONELO: Venid, Feliciano. FELICIANO: Cuando tú no me quisieras llevar, fuera yo mil veces.
Vanse ENRIQUE, LEONELO, FELICIANO y soldados
JUANA: ¡Bravas desdichas te cercan! TIRSO: ¡Bravas fortunas te siguen! NARCISA: ¡Gran pecho quieren mis penas! ¡Gran ánimo mis desdichas! ¡A ellas, amor, a ellas! Seguidme. TIRSO: Pues ¿dónde vas? NARCISA: Adonde mis penas crean que tengo tan grande amor que las ha de hacer pequeñas.
Vanse. Salen el REY y ROSELO
REY: No sé cómo te animas, Roselo, a consolarme en tanta pena. ROSELO: Rogarte que reprimas[,] [s]i las mayores el valor refrena, con discreto jüicio, la que dio la muerte de Mauricio. ¿Por qué, señor, te ofende? REY: Porque perdí un amigo en quien tenía, marqués, lo que pretende quien ha de gobernar la monarquía de un reino; que en el polo celeste el sol aun no gobierna solo. A la noche preside la blanca luna, mientras él descansa, y el gobierno divide. Tal vez el peso del imperio cansa y es menester Atlante, en cuyos fuertes hombros se levante. Aquel ángel de guarda que suele dar a un rey la vulgar gente que en lo exterior le guarda, se ha de entender un grave presidente que, haciendo justas leyes, haga dichoso el cetro de los reyes. ¿Quién fue como Mauricio? La coluna de Francia me ha faltado. ROSELO: No faltan al servicio de tu corona con igual cuidado muchos grandes sujetos no menos generosos y discretos. REY: Sin esto, ¿qué desdicha puede igualarse a haberle Enrique muerto? ¿Será razón, por dicha, no castigar tan grave desconcierto? ROSELO: Que no es justicia, digo, a quien ha de heredarte dar castigo. REY: ¿Cómo que no es justicia? ¿Ésa es razón de un hombre de tu ingenio? ROSELO: No se prueba malicia. REY: Pregúntale a Aristómenes Mesenio, supuesto que se ama, cómo la mala sangre se derrama. Casio y Epaminundas y Seleuco ¿sus hijos no mataron? ROSELO: Si la justicia fundas en gentiles, la fama idolatraron. REY: No son, por ser gentiles, si fueron justos, los ejemplos viles. ROSELO: Luego ¿quitar la vida piensas a Enrique porque Celia, airada, diga que fue homicida de su padre, celosa y engañada? REY: ¿Engañada, Roselo? ROSELO: ¿No se pudo engañar? REY: ¡Pluguiera al cielo!
Salen CELIA, de luto, CLARA y acompañamiento
CELIA: Como suele, señor, venir la parte a pedirle justicia a un rey, yo vengo a pedirte piedad y a suplicarte que no mires airado la que tengo, que más glorioso nombre puede darte la que al valor de tu laurel prevengo con perdonar a Enrique, en quien estriba que esta corona con descanso viva. Ya me miran, señor, todos airados, tan grande y justo amor al conde tienen. Ya mi padre murió; ya tus cuidados otros sujetos de valor previenen. Mira que los sucesos desdichados, no por malicia, por desgracia vienen; yo le perdono, la prisión excusa, que me ha seguido la ciudad confusa. No permitas que Francia me aborrezca, que, aunque es verdad que yo le vi matalle, defendiéndose fue; no te parezca que por amor pretendo disculpalle. ¿Qué castigo pretendes que merezca quien no pudo pensar que por la calle viniera un hombre de su edad celoso sin descubrirse a un mozo valeroso? ¿Qué querías, señor, que Enrique hiciese, cuando mi padre la ocasión le daba? Ni puedo yo creer que conociese a quien como a ti mismo respetaba. Con esto, gran señor, tu enojo cese, vuelva a tu gracia el conde, como estaba; harás agora a la razón sujeto lo que después harás menos discreto. REY: ¡Marqués! ROSELO: ¡Señor! REY: Escuchad. Yo os quiero pedir consejo. Ésta quiere a Enrique vivo; no quiere a su padre muerto. ¡Cómo se conoce amor! ROSELO: (¡Más se conocen mis celos!) Aparte REY: He imaginado, marqués, para todos un remedio. Yo no he de matar a Enrique, Francia le llama heredero, yo pienso que lo ha de ser si quieren guerras y pleitos. Pues dejar a Celia ansí no es cumplir con lo que debo al muerto ni a mi justicia; darle por castigo quiero el remedio de su casa. ROSELO: Pues ¿qué tienes por remedio? REY: Que, casándose con Celia, Enrique suceda al muerto. Con esto pago a Mauricio servicios de tanto tiempo, remedio a Celia y castigo a Enrique. ROSELO: No lo aconsejo. REY: ¿Por qué? ¿No es tan buena Celia como Enrique? ROSELO: Yo confieso la nobleza; mas merece Enrique más casamiento, y el que tenías tratado en Cleves, con más acierto, dejará quejoso al duque. REY: Pues ¿qué remedio más cuerdo? ROSELO: A ver lo que Enrique dice, que casamientos violentos, como tú sabes, señor, nunca tienen buen suceso.
Salen ENRIQUE, preso, LEONELO y guarda
LEONELO: Aquí viene preso Enrique. ENRIQUE: Aquí, señor, vengo preso y inocente de la causa, haciendo testigo al cielo que ni a Celia hablé en su reja ni sé de su padre muerto más de que lo dicen todos. REY: Enrique, todo el proceso se resuelve en que ella dice que eras tú, con juramento. ENRIQUE: Pues ¿qué ley condenar puede con un testigo? CELIA: No vengo a pedir justicia yo, que en la causa que eres reo soy parte y soy abogado, y al rey que perdone ruego. Pésame de que lo niegues, pues en mi reja es tan cierto que te hablé cuando salió mi padre, celoso y necio, dándote causa a matalle. ENRIQUE: Si te hablé, si yo le he muerto, quíteme el cielo la vida. Antes bien, Celia, sospecho que esa noche caminaba a mi aldea, descontento de ver tantos testimonios, y mira que no merezco, Celia, el mayor de tus labios. REY: Enrique, yo hallé remedio, a que no has de replicar, para quedar satisfechos Celia, Mauricio y su casa. Parte a tus estados luego con ella, donde te cases --mira si es partido honesto-- y no vuelvas a la corte hasta que, juntando el reino, te mande lo que has de hacer.
Vanse el REY y ROSELO
ENRIQUE: Tu voluntad obedezco, pues dices que no replique. Vamos, señora, que creo que os debo notable amor, pues con este fingimiento me queréis por vuestro, en fin. CELIA: Yo, conde Enrique, no os fuerzo. Si no fuere vuestro gusto, agora estamos a tiempo. ENRIQUE: ¡Leonelo! LEONELO: ¿Señor? ENRIQUE: Aquí pensabas traerme preso y fue engaño, porque entonces vine libre y preso vuelvo.
Vanse. Salen NARCISA y JUANA
NARCISA: Mucho tarda Tirso, Juana, que siguiendo al conde fue. JUANA: ¡Que en esta locura dé tu loca esperanza vana! NARCISA: ¿Qué quieres? No puedo más. Y si tan perdida estoy es por no ser lo que soy. JUANA: Con esta prisión estás más perdida que solías. ¿Qué nuevo ser tienes ya que, muerto Albano, te da causa a tan locas porfías? NARCISA: Es, Juana, un grande secreto que no se puede saber hasta venir a tener mis pensamientos efeto. ¡Ay, Dios! Si el conde mató al gobernador, ¿qué espero? Pues al engaño primero este segundo añadió; que el venir a nuestra aldea fue para poder negar que no le pudo matar. Pues si él a Celia desea, si la sirve y quiere tanto, ¿para qué quiero ser yo más que hasta aquí, pues me dio más causa para más llanto? ¡Fuentes, a mi llanto iguales, o trasladaos a mis ojos o mis lágrimas y enojos a vuestros puros cristales! Antes que fuese quien soy menos mis penas sentía; por no ser lo que solía, en mayor desdicha estoy.
Sale TIRSO
JUANA: No te aflijas, que ya viene Tirso. TIRSO: Siempre soy correo de malas nuevas. NARCISA: Ya veo que el conde peligro tiene. ¿Está el rey muy enojado? ¿Hay contra su sangre ley? TIRSO: Ya no está enojado el rey, sino Enrique está casado. ¡Presto lo he dicho, a la fe! NARCISA: ¿Casado? ¡Triste de mí! TIRSO: O viene a casarse aquí, que del rey concierto fue por la muerte de Mauricio. NARCISA: Luego ¿con Celia se casa? TIRSO: Él se casa, y en tu casa. NARCISA: ¡Quién tuviera más jüicio! TIRSO: ¿Para qué? NARCISA: Para tener mucho que perder aquí. ¿Que se casa el conde? TIRSO: Sí. NARCISA: ¿Y que es Celia su mujer? TIRSO: Si no lo crees, advierte que los coches llegan ya. NARCISA: Amor, paciencia, que está vuestra esperanza a la muerte.
Salen FELICIANO y criados, CELIA, de camino, ENRIQUE y CLARA
ENRIQUE: En esta pequeña aldea, falda de este monte, vivo; aquí me tiene cautivo el rey, que mi fin desea, y aquí me manda vivir. CELIA: ¡Buen sitio, monte extremado, lindas aguas, fresco prado! ¡Clara, no hay más que pedir! ¡Qué buena casa! CLARA: No creo que la hay en París mejor. CELIA: ¿Qué alcaide tenéis, señor, en esta casa? ENRIQUE: El deseo de que en ella os halléis bien; pero vive en ella agora una honrada labradora y su familia también. Murió su padre, a quien yo fïaba mi hacienda junta. CELIA: ¿Dónde está? TIRSO: (Por ti pregunta.) Aparte CELIA: ¿No está aquí? NARCISA: (Dile que no.) Aparte TIRSO: Señora, dice Narcisa que no está aquí. CELIA: Si sois vos, ¿por qué no llegáis? NARCISA: (¡Ay Dios!) Aparte CELIA: ¿No sabéis andar aprisa? NARCISA: Cuando voy a la ciudad tras el pollino, con Juana, bien sé andar. CELIA: ¡Buena villana! NARCISA: Buena sea su verdad, que cierto que me lo debe, porque cualquiera que al conde quiere bien, me corresponde. JUANA: (A mucho tu amor se atreve.) Aparte CELIA: Clara, ¿no parece mucho a doña Sol? CLARA: Es retrato. NARCISA: Era sol, y el tiempo ingrato noche me volvió. ENRIQUE: (¿Qué escucho? Aparte ¿Ay, Feliciano, qué haré?) FELICIANO: (¿Qué puedes hacer, señor?) Aparte CELIA: Si no es doña Sol, error de Naturaleza fue. NARCISA: Como eso hará la Fortuna, que es tela de tornasol. "Púsoseme el sol, salióme la luna; más valiera, madre, la noche oscura." CELIA: Pues aquella labradora mucho a la dueña parece. CLARA: La imaginación ofrece tales engaños, señora, que aquel villano también me parece al escudero. CELIA: Conde, ver la casa quiero, que me parece muy bien. NARCISA: A saber que sus mercedes venían, otro aparejo toviera; como un respejo rellocieran las paredes. Pésame que la espetera como solía no esté; pero yo la lumpiaré por de dentro y por de huera. A la he, no ha de quedar cosa en casa que no mude, aunque la presona sude cuando pensó descansar. Todo está con la prisión del conde desbaratado, que, a saber que era casado, era forzosa ocasión de que se mudara todo; pero agora lo será. CELIA: La labradora me da gusto. CLARA: El hablar de aquel modo, aunque grosero, es donaire. NARCISA: (Pues a mí no me le ha dado Aparte que tan presto hayan llegado. Mas viene el mal por el aire.)
Vanse todos, menos NARCISA y ENRIQUE
NARCISA: Escuche su señoría, que acerca de aderezar la casa hay que preguntar. ENRIQUE: ¿Qué quieres, Narcisa mía? NARCISA: Traidor conde, ¿qué te hacía el alma que has engañado? Si a Celia la tuya has dado, ¿por qué veniste a casarte, pudiendo excusarlo en parte que yo te viese casado? ENRIQUE: Fue del rey la voluntad. NARCISA: Luego ¿el rey te señaló que vinieses donde yo te viese con tal crueldad? ENRIQUE: Y tú ¿piensas que es verdad que maté a Mauricio yo? NARCISA: Yo no sé quién le mató. ENRIQUE: ¿No ves mi inocencia en mí? NARCISA: Conde, tus traiciones, sí; pero tus desdichas, no. ¡Vive el cielo, que eres hombre! Esto digo y esto siento; no hay más encarecimiento que deciros este nombre. Pero deja que me asombre que el rey te dé por castigo casar a Celia contigo; que si primero me has muerto, fuera más justo concierto que te casaras conmigo. ¡Válgame Dios, qué mudanza cupo en tan grande nobleza! ¡Mi arrogancia y mi bajeza dieron al amor venganza! ¿Qué pensaba mi esperanza cuando se fundaba en ti? Pues advierte que nací mejor que tú y que he de ser en la venganza mujer para vengarme de mí. ENRIQUE: ¡Mi bien! NARCISA: La lengua detén, que de experiencia he sacado que, cuando me has engañado, siempre me has dicho "¡Mi bien!" Yo te dije aquí también que te podía igualar, con que pudieras pensar algún secreto valor. Mas, teniendo a Celia amor, ¿qué te pudiera obligar? ENRIQUE: Oye, amores. ¡Por tus ojos, no te retires!
Sale CELIA
NARCISA: ¡Desvía! CELIA: ¡No es malo, por vida mía! ¿Soy causa de estos enojos? NARCISA: ¿Agora celos y antojos? Mas ¿qué? ¿Los tiene de mí? ¿No ve que el señor aquí tomarme quiere las llaves de casa? CELIA: Pienso que sabes más de mí que yo de ti. ¿Cosa, aldeana, que fueses la doña Sol que se esconde y que tres hijos del conde en este lugar tuvieses? Habla, di verdad, no ceses; habla, licencia te doy. Si eres Sol, a tiempo estoy, que me holgaré que lo seas. ENRIQUE: ¡Qué mal los celos empleas! NARCISA: Muy mal. ¿Tan rústica soy? Señora, los hombres son tan fáciles que a villanas dirán, si no hay cortesanas, su poquito de razón. No pongáis la presunción de tan gran señora en mí; aquí os dejo, que si fui villana, eso mismo soy, y como quien soy me voy al monde donde salí. Dejad cuidados celosos, que a casos tan levantados, ¿qué importa llegar osados si los acaban dichosos? Mis pasos fueron dudosos, que por no saber quién fui, neciamente los perdí; pero ya que me resuelvo a poner fuego, me vuelvo al monde de quien salí.
Vase
CELIA: ¿Estas enigmas tenéis, Enrique, en aquesta aldea, que con vuestra dama os vea y vuestros hijos queréis? ENRIQUE: Señora, pues ya sabéis que es doña Sol esta dama, volved por mí y por su fama. Esos tres hijos tenía que doña Sol os decía. Así se turba quien ama. Ni os está bien el casaros conmigo, ni al rey querer darme tan noble mujer si no tengo de estimaros. Adoro en mis hijos caros. (¡Vive Dios, que no los tengo Aparte pero aprovecharme vengo de lo que ella misma dice.) CELIA: A la necedad que hice, conde, el remedio prevengo. No fuérades caballero si no me desengañara vuestra piedad. ENRIQUE: (¡Quién pensara Aparte que el rey, tan bárbaro y fiero, sin informarse primero de la verdad de esta muerte me casara de esta suerte!)
Sale FELICIANO
FELICIANO: ¡Brava fineza, señor! ENRIQUE: ¿Cómo? FELICIANO: Descubrióse Amor y viene su alteza a verte.
Salen el REY, ROSELO y LEONELO
REY: No es posible que se atreva. ROSELO: Yo te digo lo que siento. REY: ¡Conde! ENRIQUE: Señor, ¿merced tanta? REY: ¡Celia! CELIA: El rey viene a buen tiempo. REY: Quéjase de que te trate con tanta aspereza el reino y vengo a desengañarle. ENRIQUE: Los favores que me has hecho califica, gran señor, este noble casamiento. REY: Dicen que el ser tan oculto confirma que te aborrezco; y no lo debe de ser cuando tantas luces veo. ¿Qué es esto? ENRIQUE: ¿Luces aquí? Sin duda, el rústico pueblo celebra mi desposorio, lo que encubres descubriendo.
Sale TIRSO
TIRSO: ¡Huíd, señores, huíd, que con la fuerza del viento, encendidos estos montes, podrá ser que llegue el fuego a estas casas en que estáis! ENRIQUE: ¿Encendidos? ¿Quién ha puesto fuego al monte? REY: Si hay peligro, Enrique, no le aguardemos. ENRIQUE: No, señor, que es imposible, estando este río en medio, pasar el fuego al lugar. REY: Vaya alguna gente presto a saber quién fue la causa; que si fue con mal intento, no ha de quedar sin castigo. ENRIQUE: (Aun aquí pienso que tengo Aparte el peligro de la envidia, pues que me viene siguiendo desde la corte a la aldea.)
Salen LEONELO y NARCISA
LEONELO: ¡Camina, loca! REY: ¿Qué es esto? NARCISA: ¿Qué ha de ser? Una mujer que, habiendo perdido el seso por desesperado amor y sin esperar remedio, a este monte en que nació puso fuego, presumiendo quemar con él estas casas. REY: Temerario atrevimiento, y no sin causa nacido, de un desesperado pecho. Di la ocasión y quién eres. NARCISA: Si el perdido entendimiento cobra algún valor mirando, ¡oh, rey, que me estás oyendo!, oye la notable historia de mi vida y mis sucesos. REY: La sangre me has alterado. Di, mujer. NARCISA: Estadme atentos. Invicto rey Ludovico, cristianísimo de Francia, a cuyo blasón del cielo un ángel trujo las armas, yo soy una labradora que salí de las entrañas de este monte, rudo parto de sus romeros y jaras. Albano, un hombre de bien, que vivió de su labranza, fue mi padre, que a lo mismo toscamente me aplicaba. Viví llevando a estos prados una grosera manada de ovejas, sin más discursos que, con la risa del alba, sacarlas de sus rediles por cristales y esmeraldas de estas hierbas y estas fuentes, y cuando el sol declinaba al polo por donde dicen que al mar de otro mundo pasa, volverlas a que otra vez aguardasen la mañana. Vida que, al nacer en ella, sólo pudiera pasarla mujer que iguales tenía el ingenio y las desgracias. Era sayal mi vestido ordinario la semana, y de algún paño grosero la fiesta, sayuelo y saya. Sobre el cabello, que siempre me cubrió toda la espalda, sombrero para los soles y gabán para las aguas. Vino el conde a nuestra aldea y, andando una tarde a caza, como dicen las historias, vióme en un prado sentada. No sé qué le parecí la crespa melena echada, con los naturales rizos que el artificio ignoraban, que me dijo, y lo creí, "Agrádame la villana, que no siempre a los señores agradan las cosas altas." Dio en venirse cada día donde yo segura estaba, y de un disparate en otro me puso en locura tanta que en un pedazo de espejo di en mirarme las mañanas, más que por verme yo a mí, por ver lo que le agradaba. Aconsejóme el cristal --¡qué mal consejo! ¡Mal haya quien fía en vidrio tan débil materias de confïanza!--. Él, finalmente, me dijo que me pusiese en la cara cierto color que me dio una vecina casada. Con esto al campo salía, de verme querer tan vana que en cualquier fuente del prado por instantes me miraba. Ya no dormía de noche; que es violencia temeraria la primera voluntad, y más tan bien empleada. Porque cuando yo me vía una rústica aldeana y de un príncipe tan grande con tan grande extremo amada, desvanecíme de suerte que en todo el pueblo no hallaba adonde el alma cupiese, tan grande me vino el alma. Con los regalos del conde atrevíme a seda y plata y, aunque en traje labradora, era en los adornos dama. En estos medios llamaste a Enrique, y de la esperanza de ser rey, le dio un olvido que fue de mi muerte causa. Enamoróse de Celia, fui a la corte, y pude hablarla en hábito de señora, para decirle que estaba casado el conde, fingiendo que doña Sol me llamaba. También, señor, te engañé diciéndote que una hermana me había forzado el conde, para quitarle tu gracia. Con esto volvió a la aldea, que esto "del monte" no habla que de él sale quien le quema por quemar sus robles y hayas, sino porque los crïados o mujeres de una casa, como testigos de vista son los que a los dueños matan. Estando el conde en la corte murió Albano, cuya extraña y rústica condición mi nacimiento ocultaba, con un papel y una joya hallé en un cofre una caja. El papel decía, "Aquí, del condestable de Francia, llegó Floripes, su hija, fugitiva de su espada. Parió del rey Ludovico a Isabela, que hoy se llama Narcisa." Tomé la joya, que es este anillo que engasta esta hermosa flor de lis de diamantes coronada. Pero, estando yo tan cierta de ver que al conde igualaba, hija del rey y su prima, me dicen que el rey le casa porque dio muerte a Mauricio y por ser en tu desgracia. Vienen los dos a la aldea donde yo, desesperada, poniendo fuego a este monte, pretendí tomar venganza, creyendo que poco a poco llegara el fuego a su casa. Pero, esforzándose el viento y deteniéndole el agua, sólo descubrió mis celos y mi esperanza burlada. Yo soy Isabela, rey, que, como mujer que ama y que sin saber quién era, vencida de su ignorancia y animada de valor de ser tu hija, intentaba lo que has visto y has oído. No te pido que deshagas el casamiento de Celia; pero que si fue la causa matar el conde a Mauricio, vuelvas, señor, por su fama, con hacer información; porque si conmigo estaba el conde en aquesta aldea cuando en la corte a aquél matan, no es razón que yo le pierda, si no es que en tu amor no hallan ni remedio mis desdichas ni puerto mis esperanzas. REY: Muestra el anillo o testigo firme de verdad tan clara. Dame tus brazos, que el cielo esta dicha me guardaba para consolar la muerte del príncipe, pues a Francia dejaré tales dos reyes de mi sangre y de la casa de Guisa. ROSELO: Advierte, señor, que si a Celia dar pensabas a quien a su padre ha muerto, yo soy, que con tal desgracia le maté sin conocerle. REY: Celia, no hay que satisfaga mejor su muerte. CELIA: Tu gusto para mi remedio basta. TIRSO: Al escudero y la dueña ¿no dan sus mercedes nada? ENRIQUE: Este monte en dote. TIRSO: ¿Agora que está quemado? ENRIQUE: Aquí acaba Del monte sale, que dio tan ilustre reina a Francia.

FIN DE LA COMEDIA


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 26 Jun 2002