ACTO SEGUNDO


 
Salen FELICIANO y TIRSO
TIRSO: No pensé verte en la aldea. FELICIANO: Por la ropa que ha quedado del conde vengo. TIRSO: ¿A un crïado como tú en la ropa emplea? A la fe, vienes a ver qué hay de la pobre Narcisa.
Salen NARCISA y JUANA
NARCISA: ¿Feliciano? ¿Tan aprisa? JUANA: Luego se quiere volver. NARCISA: ¿Es el que con Tirso está? JUANA: Él mismo. TIRSO: Narcisa es ésta. FELICIANO: Bien lo poco manifiesta que del conde se le da. NARCISA: ¿Señor Feliciano? FELICIANO: ¡Oh, reina en talle, hermosura y brío de esta selva, en cuanto el río sus verdes riberas peina! ¿Cómo estamos de memoria de los que de aquí faltamos? NARCISA: Ya poco nos acordamos de aquella pasada historia, si va a decir la verdad; porque la Naturaleza opuso nuestra bajeza al sol de la majestad. FELICIANO: Nunca menos presumí de tu raro entendimiento, que fuera tal pensamiento soberbia locura en ti. Mil veces hemos reído el conde y yo tus amores, porque ya en cosas mayores tiene ocupado el sentido. "¡Lo que pueden soledades," dice a veces, "pues obligan a que a una piedra se digan del alma tiernas verdades! Como en el monte no había quien tuviese entendimiento, humillé mi pensamiento a quien alguno tenía. Mas ya que en la corte vi ingenio y belleza iguales, a los hombres principales y al estado en que nací, ya que de Celia miré belleza, ingenio y valor, todo aquel pasado amor como se vino se fue." NARCISA: ¿Quién es Celia? FELICIANO: Una señora hija del gobernador de París. NARCISA: ¡Qué justo amor! FELICIANO: Al mismo Amor enamora. NARCISA: Y ¿quiérela mucho? FELICIANO: Tanto que pierde por ella el seso. NARCISA: ¡Bravo amor! FELICIANO: Con grande exceso. NARCISA: Si es tan linda, no me espanto. FELICIANO: Si tú la oyeses hablar, te perderías por ella. NARCISA: No haría, porque con ella no tengo yo qué tratar. FELICIANO: No hay cosa que no se rinda a su hermosura y valor. Todos la tienen amor. NARCISA: ¡Válame Dios! ¿Qué, es tan linda? Por lo que al conde he querido, puesto que de burlas fue, me huelgo de ver que esté tan justamente perdido. Vete con Dios, Feliciano, y mira si puedo yo servirte en algo. FELICIANO: Hoy me dio, Narcisa, tu padre Albano una cuenta que debía el conde. Enviaré el dinero con Tirso. JUANA: Adiós, caballero. ¿Ya no habláis? FELICIANO: ¡Oh, Juana mía, todo se olvida en la corte! En su mar andamos ya. JUANA: ¿Quién duda que ya tendrá otra Celia de más porte? FELICIANO: No faltan, Juana; que allí hay de esa mercadería abundancia. TIRSO: Yo querría también preguntarte... FELICIANO: Di. TIRSO: ...por qué Celio me has dejado? FELICIANO: Yo, Tirso, tu amigo soy; respuesta a Narcisa doy de lo que me ha preguntado. Todos os quedad con Dios.
Vase
JUANA: ¡Cuál se ha quedado Narcisa! TIRSO: ¡Que con tanta burla y risa éste hablase de las dos! Yo soy un pobre villano, y fue milagro no hacer un desatino. JUANA: Tener puede ingenio Feliciano, mas no el término que es justo. TIRSO: Él anduvo descortés. ¡Lástima, Narcisa, es de verte en tanto disgusto! Yo, con ser el agraviado, viendo tanta sinrazón, vengo a tener compasión de tu miserable estado. ¿No hablas? NARCISA: ¡Válgame el cielo! ¡Locamente me perdí! ¿Que esto ha pasado por mí, que, duro monte de hielo, tanto fuego sepultó? ¿Tan presto puede querer Enrique a aquella mujer que Feliciano pintó con tanta descortesía? ¿He mudado yo mi ser? ¿Por qué me engañaste ayer, lisonjera fuente fría? ¿No me dijo tu cristal que soy la misma que fui? ¿Cómo ya le parecí al conde Enrique tan mal? Basta, desengaños sabios. Campos, árboles y flores, pues oístes sus amores, escuchadme sus agravios. Una Celia de París me dicen que el conde adora; ¿qué me aconsejáis agora? Pues murmuráis, ¿qué decís? Pensé yo que a mis congojas respondía el sentimiento destos olmos, y era el viento que jugaba con las hojas. ¿Qué locura es ésta? ¡Ay, cielos! Ya no son de amor cuidados, porque agravios declarados ¿qué tienen que ver con celos? ¡Qué libre me dijo flores aquel villano atrevido! "Mil veces hemos reído el conde y yo tus amores." " ¡Lo que pueden soledades!" dice a veces, "pues obligan a que a una piedra se digan del alma tiernas verdades." ¿Piedra era yo? No lo fui, porque si yo piedra fuera, ni aquí ni entonces sintiera; pero en la firmeza sí. No piense Enrique traidor que esta burla me ha de hacer, que desde que fui mujer soy igual a su valor. Si él es de sangre real, que no hay tan vil mujer crea que, con ser mujer, no sea a toda grandeza igual. Iré a la corte a vengarme, o allí perderé la vida. TIRSO: Tente; ¿dónde vas, perdida? NARCISA: A la corte. TIRSO: ¿A qué? NARCISA: A matarme. TIRSO: Juana, aunque celoso estoy, yo no la pienso dejar. JUANA: Temo que se ha de matar. También a seguirla voy. TIRSO: ¿A qué mayores desvelos puede llegar el rigor que a tener Narcisa amor y que la ayuden mis celos? Que, a costa de la cabeza, favorecer su porfía bien puede ser hidalguía, pero parece bajeza.
Vanse. Salen CELIA y CLARA
CLARA: Disculpados y contentos están en esta ocasión, señora, tus pensamientos. CELIA: Fundan mi amor en razón sus altos merecimientos. No te espante la mudanza en tanta desconfïanza, ni que a quererle me aplique, que es tener amor a Enrique de todo un reino esperanza. CLARA: ¿Qué hablastes en el jardín? CELIA: Tantas cosas que prometen a mi amor dichoso fin, como estos reinos le acaten, Clara, por francés Delfín. No le mostré disfavor, olvidando como error mi pasado desconcierto, que tener amor a un muerto más es melindre que amor. Aunque el agradecimiento de aquella pasada historia pide justo sentimiento, no se muda la memoria sino sólo el pensamiento; que si al príncipe quería, a quien tanto amor debía, y el conde lo viene a ser, lo mismo vengo a querer que entonces querer solía. Fuera de esto, en mi defensa dice Amor que no es ingrato, y estar disculpado piensa, porque querer su retrato no es hacer al dueño ofensa. Ningún castigo merece quien ama lo que le ofrece de lo que amó semejanza, porque no ha sido mudanza querer a quien le parece. CLARA: ¿Tiene buen entendimiento? CELIA: ¡Ay, Clara! Díjome cosas, si no fueron fingimiento, tan tiernas, tan amorosas, culpando su atrevimiento, que se disculpara el mío cuando más favor le hiciera. CLARA: Olvida, que es desvarío querer muertos, que aunque fuera justo amor, fuera muy frío. Con ganancia te retiras. Al mayor sujeto miras que pudiste imaginar; no tienes que desear si a reina de Francia aspiras. Mas ¿qué me darás, señora, si llegas a tal estado? CELIA: Clara, no espantes agora la dicha que no ha llegado. CLARA: ¿Por qué, si Enrique te adora? ¿Puede ya dejar de ser Delfín de Francia? ¿Qué quieres, si tú has de ser su mujer? CELIA: ¡Oh, qué presto a las mujeres engaña un falso placer!
Sale MAURICIO
MAURICIO: ¿Celia? CELIA: ¿Señor? MAURICIO: ¿Con quién estás? CELIA: Con Clara. MAURICIO: Despeja, Clara, el aposento luego. CLARA: (Algo ha entendido, si en tu amor repara.) Aparte MAURICIO: Es de los padres el mayor sosiego, Celia, el recato de sus hijos. CELIA: ¡Mira que entras en esta queja a sangre y fuego! MAURICIO: Injustamente mi principio admira tu casto honor hasta saber mi intento, que de los dos a la quietud aspira. CELIA: Es la proposición el fundamento de cualquiera intención, y comenzaste incitando mi justo sentimiento. MAURICIO: ¿A quién diste ocasión, a quién miraste, por vida de los dos? CELIA: Galán pareces. Mucho de que eres padre te olvidaste. MAURICIO: Pues ¿qué galán de los que tú mereces puede haber como yo? Que un galán miente y un padre no. CELIA: Tus celos encareces. Por dicha, ¿temerás que Enrique intente inquietar de tu casa la nobleza y sángraste en salud por accidente? MAURICIO: El venir señoría con alteza no lo he pensado yo, si bien no ha sido el milagro mayor de la belleza. Mis celos o mi engaño han procedido, Celia, de que hoy con el marqués Roselo una cansada plática he tenido. Y aunque te pide, me dejó recelo de que por dicha la ocasión le has dado. ¿Es esto ansí? CELIA: Mejor te guarde el cielo. MAURICIO: Si te parece a ti que es acertado, si lo deseas tú, no hay que replique. CELIA: El marqués, si lo ha dicho, te ha engañado. Y permite, señor, que te suplique que no tratemos más de casamiento, y más pudiendo ser tu yerno Enrique. MAURICIO: ¿Qué Enrique? CELIA: El que ya tiene pensamiento de ser Delfín de Francia. MAURICIO: El tuyo admiro; mas no debe de ser sin fundamento. Dime verdad. CELIA: No hay más de que me mira. MAURICIO: De mirarte no hubieras tú pensado que a darte Enrique su esperanza aspira. CELIA: Con un amigo lo ha comunicado. Si él espera reinar, lo mismo espero. MAURICIO: Ni soy cobarde yo ni confïado; tu vida, Celia, solamente quiero.
Vase. Sale CLARA
CLARA: Una famosa visita quiere hablarte. CELIA: ¿El conde? CLARA: No. CELIA: Pues ¿quién es? CLARA: No sé más yo de que verte solicita. CELIA: ¿Mujer? CLARA: Una gran señora parece. CELIA: Déjala entrar. CLARA: De secreto viene a hablar contigo. Esto dice, y llora.
Salen NARCISA, vestida de dama bizarra, con manto; JUANA, de dueña, con tocas largas; y TIRSO, de escudero
NARCISA: ¿Dónde está su señoría? CELIA: Aquí, mi señora, estoy. NARCISA: Mil gracias al cielo doy de veros, señora mía. CELIA: (¡Qué lindo talle!) Aparte CLARA: (¡Extremado!) Aparte CELIA: Lléganos sillas aquí. CLARA: Mejor estaréis ansí, señora, que en el estrado. CELIA: No sé vuestra calidad, y así no os doy lo que es justo. NARCISA: No requiere mi disgusto más honra ni autoridad. CELIA: No me canso de miraros. NARCISA: De mi pena os cansaréis; pero como no la veis podéis, señora, engañaros; por la mano pudo ser ganarme en encareceros, que no hay bien, después de veros, sino volveros a ver. La fama, aunque grande, ha sido retrato de mal pintor. CELIA: Que no paséis del favor a tanta lisonja os pido.
Hablan aparte TIRSO y JUANA
TIRSO: ¡Ay, Juana, temblando estoy si nos han de conocer! JUANA: ¿Qué nos puede suceder? TIRSO: ¿Eres mujer? JUANA: Sí lo soy, y me ves tan animosa, ¿qué temes? TIRSO: ¿No es con razón temer que en esta ocasión nos suceda alguna cosa, a ti por dueña fingida, y a mí por falso escudero? NARCISA: Si escucháis, deciros quiero, Celia, mi pena y mi vida. Hermosa Celia, en quien el cielo santo un jardín de belleza deposita, con esperanza que a mi tierno llanto algún favor vuestra piedad permita; mi agravio injusto el lastimoso canto de Filomena en verde selva imita, si a las fuentes refiere sus enojos, yo, triste, a las riberas de mis ojos. De alta sangre nacida en León de Francia, quedé sin padres en edad tan tierna que mostró mi desdicha la importancia de la forzosa obligación paterna. Hasta la juventud desde la infancia el debido recato me gobierna, donde apenas mi pie la línea pasa en breve patria de mi propia casa. Turbaron esta paz, no pensamientos nacidos del espejo y de su engaño, que aun apenas primeros movimientos a su cristal reconoció mi daño. La fiesta que los mismos elementos suelen, señora, agradecer al año, vistiendo el fuego luz, el aire olores, el agua perlas y la tierra flores; la fiesta, en fin, de aquel profeta santo, general regocijo de la tierra, salí formando del cabello el manto, que pocas veces la ocasión la yerra. Pasaba entonces, y en olvido tanto como belleza, a la vecina guerra el conde Enrique, a quien detuvo el día, mejor dijera la desdicha mía. Transformaba sus lágrimas la aurora con el calor del sol por las orillas de un manso arroyo, cuya margen dora en pimpollos de infantes florecillas, cuando a su gente, entonces vencedora, que se alojaba por diversas villas, alzo los ojos con disculpa y miro la hermosa causa por quien hoy suspiro. En un feroz caballo corpulento que las arenas fuego imaginaba, y como en ellas en el mismo viento fugitivo los átomos pisaba el conde con el mismo pensamiento o con la misma estrella me miraba, coronado de plumas de colores, como su frente de diversas flores. Bien digo yo que fueron las estrellas; pues, después de haber hecho el enseñado bridón las gentilezas, que con ellas mis ojos puso en el primer cuidado, de algunos escuderos y doncellas de mi nombre y mis prendas informado, dejó la guerra y comenzó la mía. ¡Oh, cuánto puede amor cuando porfía! No es justo referiros diligencias, pues que mi calidad, sangre y estado os dirán las forzosas diferencias de nacimiento menos obligado. Rindiéronse del alma las potencias a tanto amor, habiéndose pasado primero un año entero en la conquista desde el rigor de la primera vista. A cuyo fin llegaron juramentos, cédulas y palabras, mal cumplidas, a derribar mis altos pensamientos, si bien no diré yo que son fingidas. Tres hijos aumentaron los contentos de nuestras dos enamoradas vidas; los dos varones, que a su cargo tiene aquel hidalgo que conmigo viene. La hija cría aquella dueña honrada, a cuyos brazos debe, agradecida, en virtud y labores enseñada, más que a las ansias que le dieron vida. Trújome aquí; pero en la muerte airada que al príncipe la envidia revestida de esta ciudad nos desterró a su tierra, que de montañas ásperas se cierra. Después que el reino pide su heredero, volvimos a París, donde me ha dado celos de vos, si bien, como primero, me jura que conmigo está casado. De vuestro gran valor, señora, espero que no daréis lugar a su cuidado, por lo menos estando de por medio la gran dificultad de mi remedio. Tres ángeles os muevan, que perdidos pueden quedar por vos, y el llanto os mueva de una mujer tan noble si, atrevidos, sus pensamientos a engañaros lleva. No aspiro a reinar yo; mis ofendidos deudos intentarán que yo me atreva; sólo pretendo ya que satisfaga mi honor el conde, que bien mal me paga. CELIA: ¡Lástima me habéis causado! TIRSO: (¿Hay embeleco mayor?) Aparte JUANA: (Calla, Tirso, que el Amor Aparte fue siempre el mayor letrado.) TIRSO: (¿Yo crío dos niños, yo? ¡El diablo me trujo aquí!) CELIA: Que estéis celosa de mí me pesa; del conde, no. Confieso que me ha servido después que vino a la corte, no de manera que importe a lo que os ha prometido; y que yo, como ignorante, le miré con afición; mas viendo que no es razón, no ha de pasar adelante. Aquesta palabra os doy. NARCISA: Mil veces los pies os beso. Yo temo algún mal suceso si ve que con vos estoy. Dadme licencia, que aquí estoy temblando de miedo de su rigor. CELIA: ¿Y no puedo saber vuestro nombre? NARCISA: Sí; que vos, como tan discreta, no le diréis de esto nada, que a su condición airada tengo la vida sujeta. Temo sus graves enojos, tanto mi amor desconfía, que no me amanece el día si no me le dan sus ojos. Y no le quiero perder una noche de mi lado, que estará muy enojado y me dejará de ver. Doña Sol me llamo. Adiós. CELIA: El cielo os guarde. NARCISA: Rufino, vamos. TIRSO: (¿Hay tal desatino?) Aparte
Vanse NARCISA, TIRSO y JUANA
CELIA: ¡Suceso extraño, por Dios! Hizo fin mi pensamiento. CLARA: ¿Por qué? CELIA: Porque no es razón. CLARA: Damas como ésta no son materia de casamiento. ¿Es mucho que un caballero mozo tenga una mujer? CELIA: Mucho, Clara, puede ser si la quiere, y yo le quiero. Aquí dejo mi cuidado y cuanto afición se llama, que hombre con hijos y dama nunca salió bien casado. Será su amor inmortal, Clara, por más que lo dores, que los primeros amores salen siempre tarde y mal. En otra puede emplearse que no sepa sus cuidados. CLARA: ¿Han de estar empapelados los hombres para casarse? Puede dejar de querer sus hijos. CELIA: Mi intento muda esto de ser reina en duda y tener otra mujer.
Salen ENRIQUE y FELICIANO
ENRIQUE: ¿A qué mejor ocasión pudo llegar mi deseo? FELICIANO: Sola está Celia. ENRIQUE: Señora, gracias al amor y al tiempo concertados en mi dicha, pues en ocasión os veo que os pueda hablar sin testigos. Hermosa Celia, ¿qué es esto? ¿Tan limitada alegría de vuestros ojos merezco? ¿Tan poco favor a quien con tal cuidado y desvelo pasa las horas de ausencia en vuestros merecimientos? ¿Qué novedad ha causado, claro sol, cielo sereno, tanta tempestad de agravios sobre mi inocente pecho? ¿Rayos a mí, dulces ojos? ¿Soy yo gigante soberbio, que me fulminan airados? ¿He conquistado su cielo por ambición de su gloria con montes de atrevimiento? CELIA: Enrique, por no tenerle con vos, que en esto os debo respeto, por muchas causas daba mi agravio al silencio. Indigna cosa parece de tan nobles caballeros, que los llama su fortuna al laurel de tantos reinos, engañar una mujer de mi calidad, haciendo tan falsas demostraciones, todas por ventura a efeto de engañarme, como a quien hoy llora rigores vuestros. Yo no soy mujer, Enrique, de obligaciones, que puedo andar en pruebas de amor ni en competencias de celos. Aquí ha estado doña Sol con la dueña y escudero que vuestros tres hijos crían. A vuestra memoria dejo la historia de sus agravios. Con lágrimas, desde el tiempo que la distes en León palabra de casamiento, me la refirió, y me pide no os dé lugar con su ejemplo a mayor desdicha mía, y que me admiro os confieso que, estando todas las noches con libre y cansado sueño con ella y con vuestros hijos, tengáis atrevido aliento de inquietarme a mí los días con visitas y paseos. Enrique, yo soy quien soy; bien sabéis, porque es muy cierto, que no sois mejor que yo. Burlas, donde hay padre y deudos de la calidad que veis, no parecen de hombre cuerdo. No habéis de mirarme más; acudid a vuestro empleo, que llora por vos el Sol y es lástima darle celos.
Vase CELIA
ENRIQUE: ¡Señora! ¡Señora! FELICIANO: Fuése. ENRIQUE: Clara, detente. ¿Qué es esto? CLARA: ¿Qué ha de ser? ENRIQUE: ¿Suelen a Celia darle aquestos movimientos por alguna enfermedad? CLARA: Piensa muy a lo discreto disimular vuestra alteza. ENRIQUE: ¿Qué dices? CLARA: Que ya sabemos de la misma doña Sol todos los pasados cuentos. Váyase con sus tres hijos; cumpla, pues la debe al cielo, la palabra que le ha dado. ENRIQUE: Oye, Clara, que no acierto, de turbado, a responderte. CLARA: Conde, no tiene remedio. ENRIQUE: ¿Mujer ha venido aquí? CLARA: Y con lágrimas que creo que enternecieran las piedras. ENRIQUE: ¿Mujer principal? CLARA: No pienso que hay en París tan hermosa dama. ENRIQUE: Vete, que ya entiendo la invención, y sé en qué prenda. CLARA: ¿Qué invención?
Vase CLARA
ENRIQUE: ¡Viven los cielos, que he tenido por desdicha que viva en este suceso Celia dentro de palacio. FELICIANO: Pues ¿qué presumes? ENRIQUE: Sospecho que ese engaño le ha contado a Celia el marqués Roselo, que, como sabes, la sirve; que haber venido es enredo esta doña Sol que dicen y, si no fuera aquí dentro, yo lo averiguara a voces, agraviado y descompuesto. FELICIANO: Vámonos de aquí, señor, que viene el marqués, y temo tu condición.
Sale el marqués ROSELO
ROSELO: Aquí está. Señor conde, ¡a qué buen tiempo os hallo en esta ocasión! ENRIQUE: (¿Podré tener sufrimiento?) Aparte FELICIANO: (Mira, señor, dónde estamos.) Aparte ROSELO: Enrique, hablaros deseo. ENRIQUE: (¿Qué haré, Feliciano?) Aparte FELICIANO: (Oírle.) Aparte ENRIQUE: ¿En qué os sirvo? ROSELO: Estadme atento. Después que de París os retirastes, conde, a vivir en una pobre aldea, y su confusa pompa despreciastes, como quien tanto su quietud desea, y lejos de la envidia cortesana en dulce soledad la vida emplea, yo vi sin elección ni ambición vana la hermosura de Celia por destino, alma divina en perfección humana. Seguir mi pensamiento determino con alguna esperanza lisonjera que a darme aliento o a engañarme vino. Contar los gastos de esta empresa fuera bajeza del valor; cuento los pasos mientras un año el sol corrió su esfera. Fui de su puerta en todos sus ocasos inmoble piedra hasta salir la aurora, donde me sucedieron varios casos. No porque tenga yo de esta señora ni queja ni favor; vengo a pediros, porque entendí que la servís agora, procuréis, si es posible, divertiros del nuevo pensamiento si obligaros merecen tantas ansias y suspiros. Esto con humildad, y aseguraros que amor y no arrogancia me ha movido, que si no puede ser, quiero dejaros libertad de pedirme lo que os pido. ENRIQUE: Marqués, por medios honrados los caballeros discretos intentan fines y efeto iguales a sus cuidados. Si esto fuera antes de hacer lo que en mi agravio habéis hecho, yo quedara satisfecho; pero como viene a ser después de haberle contado, viendo que ya me quería, a Celia que yo tenía tres hijos y que le he dado palabra de casamiento a mujer que jamás vi, contentaos que tenga aquí de escucharos sufrimiento. ¿Yo doña Sol? ¿Yo he tenido tres hijos? ¿No hay otros medios para celosos remedios? ROSELO: Conde, menos atrevido, aunque aspiréis a Delfín, que no lo sois hasta agora. Yo he mirado a esta señora para tan honesto fin que no tengo que temer de hombre humano competencia, ni es tan baja diligencia de mi noble proceder. Dw ella yo estoy satisfecho, aunque con desdén me mira, porque tan grande mentira fuera indigna de su pecho. Si otro alguno os engañó, miente, y yo lo probaré con la espada. ENRIQUE: Yo no sé más de que Celia me dio la queja que os he contado; y como la fama ha sido que de París me ha tenido vuestra envidia desterrado, presumo que vos seréis. ROSELO: Respondo que no es razón que mienta la presunción, si sois vos quien la tenéis. ENRIQUE: A tales atrevimientos no hay respeto que mirar. ROSELO: Ni reservado lugar para honrados pensamientos.
Sale el REY, MAURICIO y LEONELO
FELICIANO: ¡El rey, señor! ENRIQUE: No le espero,
Vase
REY: ¿Aquí espadas? ROSELO: Quien defiende honra y vida, gran señor, vuestra disculpa merece. El conde... REY: No prosigáis; bien sé que la culpa tiene, pues no esperó como vos, que quien sin ella se siente no huye el rostro al juez. ROSELO: De que tú le favoreces piensa que estoy envidioso. Tú sabes, señor, que siempre te he dicho de Enrique bien. REY: ¿Y ésa es causa suficiente para que saquéis la espada? ROSELO: Si fue para defenderme, como he dicho, ¿no fue justo que su furor resistiese? REY: Leonelo, llevadle preso y buscad al conde. ¿Puedes, Mauricio, agora abonarme estas cosas, como sueles? ¿Ves cómo comienza Enrique, arrogante y insolente, a atropellar la nobleza? ¡Qué buen principio me ofrece para lo que el reino pide! MAURICIO: Hasta oírle no conviene ponerle toda la culpa. REY: Yo le conozco. ¡Si él fuere digno del laurel de Francia! MAURICIO: Presumo que le aborreces.
Salen NARCISA, JUANA y TIRSO, todavía vestidos de dama, dueño y escudero
NARCISA: Aquí está su majestad. TIRSO: ¿Es posible que te atreves a hablarle? NARCISA: Calla, cobarde; también escuchan los reyes. ¡Señor! REY: ¿Quién es? NARCISA: Quien quisiera hablarte secretamente. REY: El gobernador no importa. ¿A qué vienes y quién eres? NARCISA: Invicto Ludovico, yo soy madama Flor, hija de Arnesto. Escucha, te suplico, la justa causa que a tus pies me ha puesto. Soy principal y grave; todo París mi nacimiento sabe. Tengo una hermana hermosa, a quien vio por mi mal el conde Enrique, tan noble y virtüosa, que, no sabiendo qué remedio aplique a vencer su decoro, porque con la virtud no es precio el oro. De medios se ha valido tan indignos de un príncipe que aspira al reino pretendido, y del espejo en que París se mira, pues ha de sucederte, que de mayores males nos advierte. La escura noche estaba habrá tres días en silencio solo; mi gente reposaba, porque, en partiendo el sol al otro polo, a ejemplo de su dueño, se encierra, muda a la labor y al sueño. Cuando el conde, atrevido, de mi hermana Lucrecia enamorado, nuevo Tarquino ha sido, aunque sólo ser güésped le ha faltado; pues, rompiendo ventanas, puso en su honestidad manos tiranas. Lloraba la doncella, que enterneciera un mármol. Aquí vienen testigos que de vella lágrimas tiernas en los ojos tienen. Mas no le aprovechaba, que Roma ardía y a Nerón lloraba. De ellos, señor, te informa; ellos te digan lo que yo no puedo; verás cómo conforma la pena al llanto, la desdicha al miedo. ¡Ay, mi Lucrecia amada! ¿Qué hará tu honor, tu castidad violada? REY: ¿Qué dices de esto, Mauricio? MAURICIO: Estoy, señor, admirado. REY: ¿Parécete que me ha dado de ser buen príncipe indicio extremada educación?-- Venid acá vos, señora, ¿por dónde entró y a qué hora Enrique en tan gran traición? JUANA: Señor, las doce serían y entró por una ventana. TIRSO: (En examinando a Juana, Aparte a las galeras me envían.) JUANA: Era lástima, señor, verla de lágrimas llena, como dulce Filomena llorar su perdido honor. REY: Vos, buen hombre, ¿qué decís? TIRSO: Señor, lo que es el forzarla yo lo vi, que de mirarla lloraba todo París; mas lo que es a Filomena yo no la he visto, en verdad. NARCISA: Túrbale la majestad y enternécele la pena. TIRSO: Lo que es forzarla, eso vi; no diré otra cosa yo, y aun después que la forzó... REY: ¿Qué? TIRSO: ...quiso forzarme a mí. NARCISA: Está turbado, señor. TIRSO: Sí, porque la defendía de sus manos, me decía, lleno de enojo y furor, que me había de hacer y acontecer. ¿No es forzarme? REY: No es menester informarme; reportarme es menester. Traedme mañana aquí esa doncella. NARCISA: Señor, remedio pide mi honor. REY: Traedla y fïad de mí. NARCISA: Guarden los cielos tu vida. TIRSO: Juana traerá a Filomena, señor, que yo, con la pena de nuestra casa ofendida, no sé agora dónde vive. JUANA: (Camina, que puede entrar Aparte el conde.) NARCISA: (No he de parar Aparte hasta que el rey le desprive, hasta que al monte se vuelva, porque el conde ha de saber que, agraviada una mujer, no hay cosa que no revuelva.)
Vanse NARCISA, JUANA y TIRSO
REY: ¿Qué podrás decir agora, Mauricio? MAURICIO: No sé qué diga si el conde te desobliga de esta suerte. REY: ¿A una señora tan principal eso intenta Enrique para agradarme? ¿Con esto quiere obligarme? Al reino quiero dar cuenta de estos principios, Mauricio. MAURICIO: Disculpa tiene la edad. REY: Nacen con la majestad canas, valor y jüicio.
Salen ENRIQUE, FELICIANO y LEONELO
LEONELO: Al conde tienes aquí. REY: No sé, Enrique, cómo pueda decirte mi sentimiento. ENRIQUE: ¿Quién duda, señor, que seas juez discreto y que agora a la otra parte reservas uno de los dos oídos? REY: Cuando solamente fuera sacar sin causa la espada, Enrique, mi justa queja admitiera tu disculpa, y aun pienso que cuando hubieras muerto al marqués, porque, en fin, honor y cólera ciegan los hombres y, de improviso, pocas espadas son cuerdas; pero hacer Roma a París y que a quejárseme venga madama Flor de que fuerces, sin ser Tarquino, a Lucrecia, ¿cómo lo podré sufrir? ¿Tú por las ventanas entras de una casa principal y fuerzas a una doncella? ENRIQUE: (¿Qué es aquesto, Feliciano?) Aparte FELICIANO: (No es posible que esto sea Aparte sino envidia de traidores.) ENRIQUE: Señor, ¿qué traidora lengua te informa tan mal de mí? ¿Qué hombre es éste que desea mi muerte? REY: No es hombre, Enrique. Como un instante vinieras antes, hallaras aquí el dueño de tanta afrenta. Madama Flor me ha contado que, como no te aprovecha contra su virtud el oro, te has valido de la fuerza. A su hermana has forzado, Enrique, ¿por qué lo niegas? ENRIQUE: ¿Qué madama Flor, señor, que me quitas la paciencia? Si la conozco ni he visto tal casa ni tal Lucrecia, quíteme el cielo la vida. REY: Y si viene esta doncella mañana aquí, y en tu cara te dice con la violencia que le quitaste el honor, ¿qué dirás? ENRIQUE: Que cuando venga tal mujer, ni del delito que te han dicho me convenza, quiero que luego me quiten de los hombros la cabeza en un público teatro.
Empieza a irse ENRIQUE
REY: Yo sé que, cuando la veas que te prueba con testigos tan abonados la fuerza, será imposible negarlo.
Vuelve ENRIQUE
ENRIQUE: ¿Qué testigos? REY: Una dueña y un escudero, que entrambos te harán decir lo que niegas. ENRIQUE: ¿Qué es esto, señor Mauricio? MAURICIO: Conde, ¡por Dios!, que me pesa. Yo he visto a madama Flor, las lágrimas y las quejas. Lo demás vos lo sabéis.
Vanse el REY, MAURICIO y el REY
ENRIQUE: ¿Hay tal maldad? FELICIANO: ¡Bueno quedas! Temo que te vuelvan loco. ENRIQUE: No hayas miedo que me vuelvan loco, porque ya lo estoy. ¿Qué Flor o demonio es ésta? FELICIANO: Otra doña Sol será que, como entonces con Celia, agora con otro engaño también con el rey te enreda. ENRIQUE: Fáciles son, Feliciano, de conocer estas tretas. No puede sufrir la envidia que Delfín de Francia sea; siempre sigue a la virtud. FELICIANO: El pie temerario asienta; adonde pone la planta sus mismas estampas sella. ENRIQUE: Dos cosas inremediables sombra de su sol engendran: a la envidia, la privanza, por más humildad que tenga, y a los celos el amor. Pero ¡que mi suerte sea tan desdichada que al rey le digan tales bajezas...! ¿Yo he visto a madama Flor ni yo he forzado a Lucrecia? ¿Yo estoy casado y con hijos, como dijeron a Celia? ¡Oh, fortuna de las cortes! ¡Oh, mar de infames sirenas! ¡Oh, peligro deseado[,] posta que la vida llevas! ¡Oh, piélago de mentiras! ¡Oh, vil quimera compuesta de lisonja y ambición, murmuración y soberbia, donde el mentiroso vulgo ni aun la majestad respeta! ¿Tan lejos viven los pies de conocer la cabeza? Si me aborreces, yo a ti, y, por que mejor lo creas, desde aquí me vuelvo a un monte, donde son los hombres peñas. Mejor que vivir contigo quiero vivir entre fieras, que más fácil que a la envidia les puedo hacer resistencia. Deme seguro descanso la soledad de una aldea, una fuente sus cristales, un olmo su sombra fresca. No quiero yo más palacios que la cumbre de una sierra; no más dosel que su nieve, hecho de escarchada tela; allí me canten las aves, no las lisonjeras lenguas. De las cortinas del sol sumiller la aurora sea; rústica Narcisa mire y no adore ingrata Celia; aquella verdad estime, aquellas entrañas crea. Adiós, París, adiós, corte; adiós, pretensiones necias; adiós, que monte y Narcisa con dulces brazos me esperan. Llevarle quiero dos joyas y, porque de plata y seda entiende menos que de almas, a toda el alma con ellas.

FIN DEL ACTO SEGUNDO

Del monte sale quien el monte quema, Jornada III  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 26 Jun 2002