DEL MONTE SALE 
QUIEN EL MONTE QUEMA

Lope de Vega

Texto basado en el texto de DEL MONTE SALE QUIEN EL MONTE QUEMA encontrado en Lope de Vega Carpio, Obras dramáticas (Real Academia Española, 1916), vol. 2. Fue editado en forma electrónica por David Hildner de la University of Wisconsin-Madison en 2001 en el curso de sus investigaciones. Este text luego fue pasado al HTML por Vern G. Williamsen en el mismo año. 

 


Personas que hablan en ella:

ACTO PRIMERO


Salen el conde ENRIQUE, con gabán y una cayada, FELICIANO y MÚSICOS
ENRIQUE: Aquí cantad. FELICIANO: Un lugar, deshonor de su horizonte que en la nieve de este monte parece pardo lunar, en cuyos cabellos canos comienza el alba a reír, ¿tiene quien merezca oír instrumentos cortesanos gran ofensa a tu decoro? ENRIQUE: ¿No suele naturaleza entre mayor aspereza crïar una mina de oro? ¿Y no suele, artificiosa, fea y tosca por defuera, en una concha grosera crïar una perla hermosa? ¿No produce un verde espino la corona de las flores, que en hermosura y colores tiene el imperio divino? Pues ¿qué mucho que esta aldea, planta de esta selva umbrosa, tenga una perla, una rosa, y una mina de oro sea? Vive este monte Narcisa, sirena en su verde mar, de cuyo dulce mirar, de cuya graciosa risa, cuando sus celajes dora con el primero arrebol, tiene que envidiar el sol, tiene que imitar la aurora. ¿No la adorna el cielo acaso de tantas gracias infusas? Pues bien sabéis que las Musas viven el monte Parnaso. Semíramis ¿no salió de un monte a tan gran corona? FELICIANO: Confieso que en su persona el cielo depositó partes y gracias notables dignas de mayor sujeto; pero no que a lo discreto en cosas de veras hables. Bien me agrada que entretengas tu destierro de la corte, mas no que a cosa que importe con tanto cuidado vengas; que ya parece que pasa de justo entretenimiento. ENRIQUE: Si obliga su entendimiento como su hermosura abrasa, si el amor no es calidad sino igualar voluntades, ¿qué importan desigualdades? Narcisa es reina. --Cantad. MUSICOS: "Fuente, si se viere en ti, para tocarse, Narcisa, su mismo nombre la avisa que se ha de guardar de sí."
Sale NARCISA a una ventana
NARCISA: Aunque me alegra el oír, conde, mi señor, cantar, más el oíros hablar. Perdonadme interrumpir la cortesana canción, que no porque no la entiendo sus dulces verso ofendo, que, en fin, como vuestros son. También quiero agradeceros el estilo y las mercedes con que honráis estas paredes, aunque es todo entreteneros. Si os obligan las costumbres en tan ociosos espacios a que os parezcan palacios estas ahumadas techumbres, ¿en qué dorado balcón os parece que me veis? ENRIQUE: En el del alba, que hacéis con tan propia imitación aquella raya oriental por donde con tal belleza asoma el sol su cabeza. Con la diadema imperial, palacios, Narcisa bella, afectan autoridades, que es bien que las majestades siempre se sirvan con ella. Pero es aquí la hermosura la que da la autoridad fabricando en la humildad espaciosa arquitectura. Allá, rejas y balcones hacen las personas graves; aquí, tus ojos süaves y divinas perfecciones. No he sosegado hasta verte. La música fue invención para hablarte en ocasión que menos pueda ofenderte. ¿Quieres que me acerque más? NARCISA: Bien puedes; mi padre duerme.
Sale TIRSO con una capilla y una espada
TIRSO: ¿Adónde voy a perderme? Tirso, ¿dónde diabros vas? No es competencia querer, sino villana osadía, igualarse a una señoría labrador que araba ayer. Pero yo sirvo mi igual, y este conde--o condenado-- es en pretender culpado un amor tan desigual. Mas son señores; ¿qué quieres, Tirso? Tú a casarte vas y ellos no, porque los más suelen comer las mujeres como dátiles, si igual no es la sangre a la belleza, que se comen la corteza y echan las almas a mal. El diabro le trujo aquí; nunca el rey le desterrara, porque como no le habrara no hiciera caso de mí. Pues no fíes en su amor, que sólo comer procura la corteza a tu hermosura y echarte a mal el honor. ¿Para qué la espada quiero, pues solamente ha servido de que me hubiesen tenido los perros por forastero? No me aprovechaba hablar con muchos que conocí, que más me muerden a mí por ser del propio lugar. La capa me desgarraron, y no han sido desvaríos porque de pedazos míos más de dos se aprovecharon. ¡Cuáles traigo los brebiescos! ¡Hechos una criba están! Mas no importa, que serán para el verano más frescos. ¡Ah, celos! ¿Qué me queréis? ¡Voto al sol, que están aquí! ¿Si me sienten, ¡ay de mí!, que son más de ochenta y seis? Mas puédeme consolar que es morir ventura al doble a manos de gente noble que de perros del lugar. FELICIANO: ¿Quién va? TIRSO: ¿No lo dije yo? FELICIANO: ¿No responde? TIRSO: Éste me espeta, porque saldrá alguna treta, y yo no. FELICIANO: ¿Quién va? TIRSO: ¡Jo, jo! ¡Jo!, digo; verá el rodeo. Desvíese del pollino, señor, que voy al molino. ¡Arre aquí! FELICIANO: Yo no le veo. TIRSO: ¿Que no le ve? Pues yo sí. FELICIANO: ¿Pullas, villano? --Señor, ya la gente de labor al campo va por aquí. Mira que te pueden ver. ENRIQUE: Hermosa Narcisa, adiós. NARCISA: Él vaya, mi bien, con vos. FELICIANO: Ya comienza a amanecer, ya cantan dulces amores, como celosos despechos, calandrias en los barbechos y en los olmos ruiseñores. ENRIQUE: Cítaras de pluma, di, como aquel grave poeta. FELICIANO: Es metáfora imperfeta, aunque dulce. ENRIQUE: ¿Cómo ansí? FELICIANO: Porque es justa consecuencia llamar ruiseñor de palo a la cítara, y es malo. ENRIQUE: Respeta, necio, su ciencia.
Vanse ENRIQUE, FELICIANO y MUSICOS
TIRSO: Fuéronse. Narcisa, escucha, oye, detente. NARCISA: ¿Quién es? TIRSO: Tirso. NARCISA: ¿Tirso? TIRSO: ¿No me ves? NARCISA: Como no hay luz... TIRSO: Sí hay, y mucha. NARCISA: ¿Requiebras? TIRSO: No, que esto digo porque estoy desengañado. NARCISA: ¿De qué? Pues yo no he tratado jamás engaños contigo. TIRSO: ¿No me has hecho llevar paños al arroyo y leña a cuestas? ¿No bailo todas las fiestas contigo? NARCISA: ¿Esos son engaños? Anda, bobo; que no sabes en qué consiste el amor. TIRSO: ¡El diabro trujo al señor! ¡Tan altaneras y graves todas las mozas andáis! NARCISA: Vete a acostar, majadero.
Vase
TIRSO: Esta vez me desespero. Celos, ¿por qué me matáis? ¡Plega a Dios que el ventanazo que me has dado te le den con un suelo de sartén! ¡Qué desengaño! ¡Qué abrazo! ¡Qué disculpa! ¡Qué favor! Pero yo ¿por qué deseo venganza, cuando te veo tener a un príncipe amor? Búrlate agora de mí, quiere bien, quiérele aprisa; allá lo verás, Narcisa, cuando se canse de ti.
Vase. Salen el REY de Francia, MAURICIO y LEONELO
REY: ¿De qué sirve, Mauricio, consolarme? MAURICIO: De que se tiemple tanto desconsuelo. REY: ¿Qué consuelo en la tierra puedes darme, si quien me le quitó vive en el cielo? Tan lejos vivo yo de remediarme como el fin de mis lágrimas recelo en la muerte no más, pues ella tiene el que a la causa de mi mal conviene. MAURICIO: Habiendo, gran señor, pasado un año que el príncipe murió, justo parece templar el llanto y no aumentar el daño que el reino por tus lágrimas padece. ¿Ha de venir un heredero extraño, cuyo temor en tus vasallos crece, a ocupar la corona que podrías dar a tu sangre en tus dichosos días? Si no estás en edad para casarte, y el conde don Enrique es tu sobrino, ¿quién con mayor razón puede heredarte por el derecho humano y el divino? REY: Y si este Enrique dicen que fue parte, y de sus pensamientos imagino, para matar su primo y mi heredero, ¿será mejor un bárbaro tan fiero? MAURICIO: Señor, si por envidia, habiendo sido su muerte enfermedad, le han levantado al conde los contrarios que ha tenido que en sospecha de hierbas fue culpado, ¿es justo que este engaño sea creído y que tengas a Enrique desterrado, si todo lo mejor de tu corona con su inocencia su lealtad abona? No puedan envidiosos, que no es justo tenerle desterrado en una aldea. Viva en la corte, y con tu propio gusto consuelo tuyo y de tu reino sea. REY: Será, Mauricio, para más disgusto, aunque mi amor vuestra quietud desea, que, como tanto al príncipe parece, verás que mi dolor su imagen crece. MAURICIO: Si consuela un retrato de un ausente y es Enrique del príncipe retrato, no pienso yo que tu tristeza aumente, que fuera ser a su memoria ingrato. Antes, señor, teniéndole presente, al príncipe tendrás, y con el trato le vendrás a olvidar, siendo tan cierto que el vivo que sucede olvida al muerto. Demás que de probar no pierde nada Vuestra Alteza, señor, pues si se aumenta la pena, es fácilmente remediada con que se vuelva donde no se sienta. Prueba, por Dios, que es breve la jornada y la esperanza de tu reino alienta, que yo confío en la piedad del cielo que Enrique sea de tu edad consuelo. REY: Porque mi reino que deseo crea más su remedio que mi propia vida, vaya Leonelo y traiga de la aldea la cosa que más tengo aborrecida. Mas persuadirme yo cuando le vea que el accidente de mi pena impida es decir que la máquina del cielo rota caerá del eje de oro al suelo. LEONELO: Señor, aborrecer injustamente al conde no es justicia, y así espero que a ti la vida y a tu reino aumente la paz el disponerle a tu heredero. REY: Parte, Leonelo, si esto el reino siente, que contra el mío darle gusto quiero, y venga a renovarme su memoria la viva imagen de mi muerta gloria.
Vanse. Salen ENRIQUE y NARCISA
NARCISA: Aún no presumo, señor, que sabe, amando mi pecho, en cuál de los dos ha hecho mayor milagro el amor. Diréis que el vuestro es mayor por humillar la grandeza a mi rústica bajeza, y yo digo que es el mío, pues que mi bajeza fío de vuestra heroica nobleza. No haréis vos más en quererme que yo en quereros a vos, y aun pienso que de los dos más tenéis que agradecerme. Bajaros vos a tenerme por vuestra en tanta distancia es la misma repugnancia que subir mi humilde ser hasta venir a tener una misma consonancia. Cuando baja un cuerpo grave más fácil viene a su centro; porque subir a su centro el que es pesado no sabe. Bajáis en vuelo süave porque bajáis, en efeto; pero el mío es imperfeto, pues que sube con violencia a vuestra real presencia la tierra de mi sujeto. De donde se infiere aquí, pues esto no es ofenderos, que más hago yo en quereros por ser más violento en mí; pero yo imagino ansí que el amor que lo ha causado músico ha sido extremado para igualarme con vos, y las almas de los dos instrumento destemplado. Tocó las cuerdas y, viendo de mi parte tantas faltas, las bajas subió a las altas, una consonancia haciendo. Agradezco cuanto entiendo que un gran señor me requiebre y que el amor me celebre por prima en su dulce canto, mas cuerda que sube tanto mucho temo que se quiebre. ENRIQUE: Narcisa, cuando te veo discurrir tan altamente, o Naturaleza miente o no es desigual empleo el que tiene mi deseo, ni el quererte cosa impropia, pues, viendo la fértil copia que de tu ingenio me ofreces, he pensado muchas veces que eres disfraz de ti propia. Cuando vi mi pensamiento en tanta descompostura, apelé de tu hermosura, Narcisa, a tu entendimiento; pero hallé tal fundamento que volví a pedir perdón de mi necia presunción, y dije, "No hay que pensar que ha de haber dónde apelar donde es todo perfección." Cómo este monte crïó, no digo yo tu belleza, --que hasta pintar la corteza un jaspe hermoso nació-- mas tu ingenio no sé yo que de causa no proceda más alta; mas, cuando exceda de su esfera natural, que se llame celestial milagro se le conceda. Esto prevenido ansí, y volviendo a nuestro amor, digo que es mayor favor el que tú me has hecho a mí; porque el alma, que ya vi en tu claro entendimiento, es de tanto fundamento que mi valor no alcanzara al tuyo si no templara nuestro amor el instrumento. Pero, en razón de quebrarse aquella divina cuerda que con el alma concuerda cuando más llegue a afinarse, desde aquí, para obligarse, mi amor dice que primero será elemento ligero la tierra, el fuego, pesado, y vivirá sosegado eternamente el mar fiero. Será bienquisto un terrible y el que reprehende, amable; un arrogante, agradable, y un humilde, aborrecible, un codicioso, invencible, bien pagado el que bien hace, lo que nuevo satisface perderá su propio efeto, y un hombre pobre y discreto, estimado donde nace. No querrán que los alaben el soldado y el señor, el poeta y el pintor confesarán que no saben. Habrá cosa que no acaben el dinero y la porfía, la pobreza en la alegría tendrá casa de aposento, ventura el merecimiento y cielo la hipocresía. NARCISA: Antes que haya, Enrique mío, en mí de olvidarte señas, perlas volverá las peñas del alba el fresco rocío, atrás su curso este río, y llevarán sus pizarras oro en tejos, plata en barras, corales rojos los pinos, racimos estos espinos y rosas las verdes parras. El fiero lobo tirano vivirá con el cordero, será este llano primero monte, y este monte, llano... Esto en lenguaje villano, que hablando en el tuyo...
Ruido
ENRIQUE: Tente, que suena tropa de gente, y me ha dado que temer que el rey me manda prender, tan mal de mis cosas siente. Pues ¡vive Dios! que en mi vida le ofendí, Narcisa hermosa. NARCISA: Huye, mi bien, que es furiosa la envidia y siempre atrevida. ENRIQUE: Mi inocencia perseguida quiere huír, y no se atreve. NARCISA: Escóndete por la nieve de ese monte. ENRIQUE: Será error. Cumpla esperando el valor lo que a sí mismo se debe.
Sale LEONELO y gente de guarda
LEONELO: Digo que es él. ¿Qué dudáis? ¡Conde, mi señor! ENRIQUE: ¡Leonelo! LEONELO: Dadnos a todos los pies. ENRIQUE: ¡Qué ociosos comedimientos! ¿Qué dijo la envidia al rey en mis agravios de nuevo, que le ha incitado a prenderme? Tú, capitán, por lo menos, no me quitarás la espada, pues bien ves que no la tengo. ¿Qué dicen allá de mí? Dirán que alboroto el reino, que pretendo la corona, que escribo a los malcontentos, que tengo satisfación de mis amigos y deudos para que tomen las armas en mi favor a su tiempo, que soy bienquisto del vulgo y que los dos parecemos él a Saúl, yo a David, porque dicen en sus versos que él mató mil, yo, diez mil, pues ya los servicios hechos no sirven más que de envidia. LEONELO: ¡Vas de la verdad tan lejos! Que, a petición de los grandes, te quiere hacer su heredero. El estilo que esto tiene agora no le sabemos; sólo sé que me ha mandado buscarte, y que por ti vengo; sólo sé que de esta fama nació una voz en el pueblo, que suele ser voz de Dios, que con general deseo te aclama Delfín de Francia. ENRIQUE: Sea cierto o no sea cierto, yo pude huír y no quise; iré a obedecerle, haciendo resolución de poner mi inocencia a todo riesgo. Narcisa, aquéstos me engañan, pero si es verdad que tengo esta fortuna, está cierta que lo que tratado habemos será eterno en todo estado. NARCISA: ¿Qué es lo que ha de ser eterno? ENRIQUE: El quererte yo, mis ojos. NARCISA: ¿Mis ojos? ENRIQUE: Pues ¿son ajenos? NARCISA: No. ENRIQUE: ¿Que amo tan sólo...? NARCISA: Es no. ENRIQUE: ¡Válgame Dios, qué concetos formando estarás de mí! ¡Qué de varios pensamientos hará tu imaginación! NARCISA: ¿Parécete este suceso tan fácil que sin discursos le pase el entendimiento? Vete con Dios a reinar, que de manera te quiero que me alegra tu ventura, conociendo que te pierdo; y para ganar tu gracia sea el vasallo primero mi amor que te llame "Alteza". ENRIQUE: ¿Quieres matarme? NARCISA: ¿Yo puedo? ENRIQUE: ¡Oh, qué hiciera de locuras a no estar presentes éstos! NARCISA: No las hagas, que están mal a un príncipe de estos reinos. ENRIQUE: Dame tu mano. NARCISA: ¿Los reyes a los vasallos...? ENRIQUE: No quiero cansarte, sino afirmarte los pasados juramentos; y vuelvo a decir... NARCISA: No vuelvas. ENRIQUE: Vamos de aquí, caballeros.
Vanse todos menos NARCISA
NARCISA: Yo quedo, como es razón que tenga mi atrevimiento castigo. ¡Ah, soberbia infame! ¿Dónde levantaste el vuelo? ¿Qué pensabas? ¿Qué querías? ¿No era forzoso que luego diese, con fatal rüina, tu pensamiento en el suelo? ¿Tú querer tan gran señor con tan bajo nacimiento como estas flores del campo y estos rústicos romeros? ¿Qué sirven puertas ni rejas si tienen nuestros deseos la puerta de los oídos? Escuché, perdíme, hoy muero. ¡Oh, cuánto en un momento revuelve el mundo el variar del cielo! ¿Qué pensaba mi locura cuando mi sayal grosero emprendió ricos diamantes, dándome el cielo el ejemplo, que no se borda de estrellas si no está claro y sereno, porque retiran sus rayos en estando escuro y negro? Fuése Enrique y no culpado, yo sí, que la culpa tengo, que no son firmes las dichas en cortos merecimientos. No es posible que ya pueda volverle a ver, pues ¿qué espero? La muerte sola, a quien deben las desdichas su remedio. Hoy le tuve, hoy le pierdo. ¡Oh, cuántas esperanzas lleva el viento!
Sale TIRSO
TIRSO: ¿Cómo tienes, di, Narcisa, tanto descuido y silencio entre tantas novedades? NARCISA: ¡Esto me faltaba, oh cielos! TIRSO: A Enrique llevan, Narcisa, algunos dicen que preso, y otros que a ser rey, que el vulgo no acierta más ni habla menos. Lo cierto debe de ser que el rey le nombra heredero, que a los presos, aunque grandes, no guardan tanto respeto. Ya, Narcisa, será aldea, y no corte, nuestro pueblo; no andarán tan altaneras las mozas con los requiebros; no veremos los caballos con los jaeces soberbios; lucirán nuestros rocines; hablarán nuestros jumentos; caperuzas, y no plumas, tendrán el lugar primero en los bancos de la iglesia y en la plaza los asientos. Ocuparán los ancianos las gradas del rollo nuevo las fiestas, y no arrogante tanto emplumado escudero; volverán nuestras perdices, nuestras liebres y conejos, que andaban de ellos huídas a los sotos y barbechos. Cuando el sacristán responda al Gloria en el celis Deo, ed in terra palominos no se reirán descompuestos. Todo labrador, en fin, trairá seguro el pescuezo de sus atrevidas manos, como las mozas los pechos. No nos tomarán las barbas, que sólo dio para esto la misma necesidad privilegio a los barberos. Y tú, que me aborrecías, ¿vaste? Espera. NARCISA: Suelta, necio, que has aumentado mis penas. TIRSO: Ya pasó, Narcisa, el tiempo de desdenes. Voy tras ti a ser sombra de tus celos. NARCISA: ¡Oh, loco amor, cuán presto perdiste la esperanza y no el deseo!
Vanse. Salen el marqués ROSELO y CELIA
CELIA: Hiciera, señor marqués, el justo agradecimiento que debo a ese pensamiento que, en fin, como vuestro es, si la pena que he tenido del príncipe, mi señor, diera lugar a otro amor o me permitiera olvido. Quísome bien, y de suerte me obligó darme a entender que fuera yo su mujer que debo llorar su muerte como si lo hubiera sido. ROSELO: Más siento que le queráis que la respuesta que dais al amor que os he tenido. ¿Es posible que, ya muerto, le guardéis tan viva fe? ¡Qué pocas veces se ve en el mundo amor tan cierto! Si de ser amado incierto está un vivo, que por dicha teme una injusta desdicha, Naturaleza se espanta de tanto amor, de fe tanta y que tenga un muerto dicha. Ser, Celia, el muerto quisiera, porque, por verme querer, envidia vengo a tener de quien nadie la tuviera. Mi esperanza desespera un desengaño tan cierto; mas ¿qué mayor desconcierto, cuando de vos le recibo, que llegar un hombre vivo a tener envidia a un muerto? Que al amor agradecida, Celia, del príncipe estéis es justo, no que tratéis con tanto rigor mi vida. Dais vida y sois homicida, y pues de vos la recibe quien con los muertos se escribe, yo soy el muerto, señora, no el príncipe, pues agora en vuestra memoria vive. CELIA: Amor tuve a su valor y hoy memoria agradecida, que amor que tan presto olvida no puede llamarse amor. El tiempo me ha de curar, que no hay memoria tan firme que no olvide. ROSELO: Si es decirme, Celia, que puedo esperar que con el tiempo os mudéis, no sé que mi pensamiento tenga tanto sufrimiento que os aguarde a que olvidéis. CELIA: Tampoco os doy esperanza, aunque olvide, que no sé si del olvidar podré hacer al querer mudanza. ROSELO: Ya vuestro desdén airado excede a todo rigor. CELIA: ¿Quién hay que prometa amor para cuando haya olvidado?
Sale ROBERTO
ROBERTO: ¿Está aquí el marqués? ROSELO: Roberto, ¿entra el conde Enrique? ROBERTO: Hoy entra; el rey sale a recibirle; el vulgo su intento aprueba, que, cuando en las cosas justas los reyes, señor, aciertan, los vasallos, a una voz, el buen gobierno celebran. Verdad es que el rey, forzado, al conde contento enseña, ya más porque le parece que no por lo que sospecha. Es del príncipe retrato, y dale tanta tristeza la memoria de su hijo que puede mirarle apenas. ¿Qué aguardas, que no acompañas, como dicen, a su alteza, que te acuasarán de envidia? ROSELO: Yo me voy; hermosa Celia, a ver siquiera el traslado de quien me da celos. CELIA: Venga a dar consuelo a mis ojos quien al príncipe parezca. ¡Clara!
Sale CLARA
CLARA: ¿Señora? CELIA: ¿Has oído que viene Enrique? CLARA: La fiesta sólo pudiera ocultarse a tu soledad y pena. ¿Haré que pongan el coche? CELIA: No, Clara, que para verla mejor iremos con mantos, y créeme que me lleva ver del príncipe el retrato, porque no quedaron muertas las memorias con su muerte. CLARA: ¡Plega a los cielos que sea tan vivo retrato suyo que tus tristezas divierta! CELIA: Bien puede ser que este Enrique o me engañe o me entretenga, que tanto milagro sólo puede hacer quien le parezca.
Vanse. Salen MAURICIO, ROSELO, y acompañamiento; detrás, el REY, ENRIQUE y FELICIANO
ENRIQUE: A tu obediencia vengo, invicto rey, supuesto que dudoso, aunque esperanza tengo, viendo que me recibes amoroso, que ha hecho resistencia a la pasada envidia mi inocencia. Temores no han podido alejarme de ti, que pobre aldea corto límite ha sido; pero el mayor testigo que desea darte el pecho seguro, que es la verdad impenetrable muro. Si me hallara culpado, fugitivo a los reinos extranjeros, de tu poder airado, hiciera mis contrarios verdaderos, no en parte donde alcanza, con extender la mano, la venganza. El capitán Leonelo sabe que sospeché prisión injusta y con humilde celo la obedecí, como si fuera justa, que no examina leyes la lealtad al imperio de los reyes. REY: Enrique, yo he tenido, como hombre, en la fortuna que he pasado, más fácil el oído de lo que fuera justo. Ya he llegado a pensar en tu ausencia, que el esperar confirma la inocencia. No culpéis enemigos, que el venir a mi casa y a mi gracia debes a tus amigos. Sospechas engendraron tu desgracia, que de mi amor nacieron; pero tú sabes si dudosas fueron. Resta que tú, pues fuiste retrato de la prenda que he perdido, mi desconsuelo triste cubras, con tu virtud, de eterno olvido, para que en tu persona restaure la esperanza mi corona. Aquí vienes, no a darte tan presto aquel lugar para que vienes, sino sólo a probarte que entendimiento, que prudencia tienes, pues, sin envidia alguna, queda en tus propias manos tu fortuna. ENRIQUE: Señor, sólo a servirte, sin otras esperanzas, he venido, y así vuelvo a pedirte la mano, a la merced agradecido con que quieres honrarme y a tan gloriosa empresa levantarme. Espero en mi cuidado con el favor del cielo. REY: No prosigas, que yo estoy confïado de tu virtud y entendimiento. ENRIQUE: Obligas tu hechura ¡oh, rey! de forma que un alma nueva un nuevo ser me informa. REY: Recibe parabienes de tus amigos, que yo voy en tanto a ver adónde tienes prevenido aposento. ENRIQUE: El cielo santo te guarde como puede, que ya tu amor mis méritos excede.
Vanse el REY y acompañamiento
MAURICIO: Dé vuestra alteza la mano a Mauricio, gran señor. ENRIQUE: Los brazos, gobernador, con el pecho humilde y llano, e indigno a tanto favor. ROSELO: Aquí del marqués Roselo tiene vuestra alteza el celo con una alma declarada. LEONELO: Y aquí la vida y la espada y el corazón de Leonelo. ENRIQUE: Señores, tantos favores pudieran desvanecerme. No más; bueno está, señores, que no es posible ponerme obligaciones mayores. MAURICIO: Está contento París de que a ser fénix venís del príncipe que faltó. ENRIQUE: ¿Cómo puedo ocupar yo el gran lugar que decís? Id en buen hora y creed que os he de ver obligados. Esta esperanza tened. ROSELO: Ya, señor, como crïados nos habéis de hacer merced.
Vanse ROSELO y MAURICIO. Salen CELIA y CLARA, con mantos
CELIA: Vile pasar, y he quedado, Clara, contenta de ver tan verdadero traslado. CLARA: No es Enrique; viene a ser el príncipe retratado. CELIA: ¿Hay cosa tan parecida? CLARA: Pienso que vienes picada. CELIA: No agravio mi muerta vida, porque amar quien le traslada con el mismo amor le olvida.
Salen NARCISA, JUANA y TIRSO, ellas con tocas de rebozo y sombreros y rebociños
JUANA: Si venías a llorar, ¿para qué a verle venías? TIRSO: Déjala, que viene a dar venganza a las penas mías. NARCISA: Vuélvete, necio, al lugar, que de escucharte me enfado. JUANA: Dos tapadas han llegado. NARCISA: Hoy es día que los cielos rayos y truenos de celos disparan a mi cuidado. ¿Qué no llevará tras sí Enrique en esta ocasión? TIRSO: Más haces conmigo aquí; pero ya tus ojos son de piedra imán para mí. NARCISA: ¿Cómo? TIRSO: Levantan la paja. JUANA: Ellas llegan. NARCISA: La voz baja, no nos oiga Feliciano. TIRSO: ¿Con un príncipe un villano? ¡Qué temeraria ventaja! CELIA: Si vuestra alteza, señor, pagar una deuda quiere que dicen que a los deseos como a las obras se debe, no tenga a descortesía que le escuche quien le quiere, fuera de sus altas prendas, por copia de cierto ausente. No se esquive, por su vida, que hoy es día de mercedes, que reyes en esperanza las han de hacer como reyes. Lo primero, el parabién le ofrezco de la que tiene, por cierto, bien empleada en quien tan bien la merece. Lo demás... ¡¡Ya me he turbado! ...en que se ve claramente que ya sois rey, pues turbáis. ENRIQUE: Antes ya duda me ofrece de que no lo seré yo el turbarme vos, de suerte que no acierto a responderos; pero si venís a hacerme todo el favor que decís, ¿en qué podré conocerle como en que conozca yo quien tanto me favorece? NARCISA: ¿No escuchas, Juana? JUANA: ¡Son hombres! NARCISA: ¡En fin, ejecutan siempre la libertad con que nacen. JUANA: Tú acertarás si te vuelves. NARCISA: ¡No tiene más fe que un moro. ¡Vive el cielo! que se mete debajo del mismo manto. ¡Muerta soy! ¿Tirso? TIRSO: ¿Qué quieres? NARCISA: Pon los pollinos a punto. TIRSO: Buenos caballos previenes para huír de amor con alas! ENRIQUE: Yo os he visto de la suerte que al cielo, pues levantamos siempre el rostro para verle. Como astrólogo, ¿queréis que vuestros cielos contemple todos dentro de la luna? Cosa nueva me parece. A sus estrellas hermosas me guïaron dos claveles con jazmines, que ponerlos dentro de las hojas suelen. Pero ¿para qué los pinto si la vista fue tan breve? Pero ¿qué fuera de mí si pudiera detenerme? ¿Quién sois y dónde vivís? NARCISA: Ya se informa; verla quiere; agradóle la señora ¿A esto vine? ¡Ah, cielos! JUANA: ¡Tente! CELIA: Cubre, señor conde, el manto más grandeza que parece, que debéis este disfraz a un antojo solamente. Quedad con Dios. ENRIQUE: Feliciano, sigue esta dama. CELIA: No puede. ENRIQUE: ¿Por qué? CELIA: Porque soy... ENRIQUE: ¿Quién? CELIA: Yo. NARCISA: ¡Bravas señas! ENRIQUE: No la dejes.
Desembócese NARCISA
NARCISA: ¿Quiere su alteza que yo vaya tras estas mujeres? ENRIQUE: ¡Narcisa! NARCISA: ¿Señor? ENRIQUE: ¿Aquí? NARCISA: ¿Es mucho? ENRIQUE: Es cosa indecente seguirme tú en este día. NARCISA: Como algunos hombres eres que sienten que en alto estado deudos pobres los afrenten. ENRIQUE: Narcisa, la discreción es que el lugar se respete donde Dios pone a los hombres con hábito diferente. Yo te avisaré y pondré en el que a los dos conviene, para que no me murmuren ni de ti lo injusto piensen.
Vase ENRIQUE. Quédase anonadada NARCISA
JUANA: ¿Cómo te has quedado ansí? TIRSO: Déjala, Juana, que duerme. JUANA: Que duerma no puede ser; pero si duerme, despierte. ¡Ah, Narcisa, vuelve en ti! NARCISA: ¡Que pudiese responderme un hombre tales palabras que ayer, entre los laureles a quien debe sombra el prado y ellos frescura a sus fuentes, me dijo que era su alma! TIRSO: Como esas cosas suceden en los milagros del mundo; mas mira que Amor lo quiere porque me pagues el mío. NARCISA: Hombre ¡por Dios! que me dejes, que te quitaré la vida. JUANA: Narcisa amiga, pues tienes entendimiento tan claro, en que es desatino advierte que una humilde labradora de un rey de Francia se queje. Para en el monte eras Venus, para en la corte no eres señora. ¿Qué fe le pides? ¿De qué te admiras? ¿Qué emprendes? Volvámonos al lugar, tus iguales apetece. Mozos hay. TIRSO: Y yo ¿qué soy? ¿Soy algún toro silvestre? ¿Soy algún borrico, Juana? ¿A mí no puede quererme Narcisa? ¿Qué tengo yo que a Narcisa descontente? NARCISA: Conozco el error que hacía. ¿Qué queréis? Somos mujeres. Parécenos que los hombres cumplirán lo que prometen y, aunque humilde labradora como tú me reprehendes, a los pensamientos altos estas desgracias suceden. Pues ¿vesme tosca villana? Yo tengo de hacer de suerte que a Enrique, de mis agravios, para siempre se le acuerde. ¡Con la falsedad que dijo, mezclando pólvora y nieve, "Narcisa, la discreción es que el lugar se respete donde Dios pone a los hombres." Vamos, Tirso. TIRSO: Al monte vuelve, que más vale tu rebozo y el sombrero a lo valiente que cuantos diamantes y oro los palacios enriquecen. Deja pensamientos vanos, permite que te requiebren tus iguales, como yo. NARCISA: Adiós, cortesano aleve; adiós, sirena engañosa del mar de los pretendientes; sol que madruga al aurora y antes que anochezca llueve; dulce pájaro que llama a los que la liga prende; veneno en taza dorada que con resplandor se bebe; ingrato y fingido amigo que a quien más debe más vende; breve tesoro de sueño; áspid entre hierbas verdes, que yo tomaré venganza de ti si amor me concede que te adore y que te agravie, que antes me daré la muerte.

FIN DEL ACTO PRIMERO

Del monte sale quien el monte quema, Jornada II  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002