ACTO TERCERO


Suenan atabales y entran con lacayos y rejones don RODRIGO y don FERNANDO
RODRIGO: Poca dicha. FERNANDO: Malas suertes. RODRIGO: ¡Qué pesar! FERNANDO: ¿Qué se ha de hacer? RODRIGO: Brazo, ya no puede ser que en servir a Inés aciertes. FERNANDO: Corrido estoy. RODRIGO: Yo, turbado. FERNANDO: Volvamos a porfïar. RODRIGO: Es imposible acertar un hombre tan desdichado. Para él de Olmedo, en efeto, guardó suertes la Fortuna. FERNANDO: No ha errado el hombre ninguna. RODRIGO: Que la ha de errar os prometo. FERNANDO: Un hombre favorecido, Rodrigo, todo lo acierta. RODRIGO: Abrióle el amor la puerta, y a mí, Fernando, el olvido. Fuera de esto, un forastero luego se lleva los ojos. FERNANDO: Vos tenéis justos enojos. Él es galán caballero, mas no para escurecer los hombres que hay en Medina. RODRIGO: La patria me desatina; mucho parece mujer en que lo propio desprecia, y de lo ajeno se agrada. FERNANDO: De ser de ingrata culpada son ejemplos Roma y Grecia.
Dentro ruido de pretales y voces
VOZ 1: ¡Brava suerte! VOZ 2: ¡Con qué gala quebró el rejón! FERNANDO: ¿Qué aguardamos? Tomemos caballos. RODRIGO: Vamos. VOZ 1: Nadie en el mundo le iguala. FERNANDO: ¿Oyes esa voz? RODRIGO: No puedo sufrirlo. FERNANDO: Aun no lo encareces. VOZ 2: ¡Vítor setecientas veces el caballero de Olmedo! RODRIGO: ¿Qué suerte quieres que aguarde, Fernando, con estas voces? FERNANDO: Es vulgo, ¿no le conoces? VOZ 1: Dios te guarde, Dios te guarde. RODRIGO: ¿Qué más dijeran al rey? Mas bien hacen; digan, rueguen que hasta el fin sus dichas lleguen. FERNANDO: Fue siempre bárbara ley seguir aplauso vulgar las novedades. RODRIGO: Él viene a mudar caballo. FERNANDO: Hoy tiene la Fortuna en su lugar.
Sale TELLO con rejón y librea, y don ALONSO
TELLO: ¡Valientes suertes, por Dios! ALONSO: Dame, Tello, el alazán. TELLO: Todos el lauro nos dan. ALONSO: ¿A los dos, Tello? TELLO: A los dos; que tú a caballo y yo a pie, nos habemos igualado. ALONSO: ¡Qué bravo, Tello, has andado! TELLO: Seis todo desjarreté, como si sus piernas fueran rábanos de mi lugar. FERNANDO: Volvamos, Rodrigo, a entrar, que por dicha nos esperan, aunque os parece que no. RODRIGO: A vos, don Fernando, sí; a mí no, si no es que a mí me esperan para que yo haga suertes que me afrenten, o que algún toro me mate, o me arrastre o me maltrate donde con risa lo cuenten.
Vanse los dos
TELLO: Aquéllos te están mirando. ALONSO: Ya los he visto envidiosos de mis dichas y aun celosos de mirarme a Inés mirando. TELLO: ¡Bravos favores te ha hecho con la risa! Que la risa es lengua muda que avisa de lo que pasa en el pecho. No pasabas vez ninguna que arrojar no se quería del balcón. ALONSO: ¡Ay, Inés mía! ¡Si quisiese la Fortuna que a mis padres les llevase tal prenda de sucesión! TELLO: Sí harás, como la ocasión de este don Rodrigo pase; porque satisfecho estoy de que Inés por ti se abrasa. ALONSO: Fabia se ha quedado en casa; mientras una vuelta doy a la plaza, ve corriendo, y di que esté prevenida Inés, porque en mi partida la pueda hablar; advirtiendo que se esta noche no fuese a Olmedo, me han de contar mis padres por muerto, y dar ocasión, si no los viese, a esta pena, no es razón; tengan buen sueño, que es justo. TELLO: Bien dices; duerman con gusto, pues es forzosa ocasión de temer y de esperar. ALONSO: Yo entro. TELLO: Guárdete el cielo.
Vase don ALONSO
Pues puedo hablar sin recelo a Fabia, quiero llegar. Traigo cierto pensamiento para coger la cadena a esta vieja, aunque con pena de su astuto entendimiento. No supo Circe, Medea, ni Hécate lo que ella sabe; tendrá en el alma una llave que de treinta vueltas sea. Mas no hay maestra mejor que decirle que la quiero, que es el remedio primero para una mujer mayor; que con dos razones tiernas de amores y voluntad, presumen de mocedad, y piensan que son eternas. Acabóse. Llego, llamo. Fabia... Pero soy un necio; que sabrá que el oro precio, y que los años desamo, porque se lo ha de decir el de las patas de gallo.
Sale FABIA
FABIA: ¡Jesús, Tello! ¿Aquí te hallo? ¡Qué buen modo de servir a don Alonso! ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? TELLO: No alteres lo venerable, pues eres causa de venir tan presto; que por verte anticipé de don Alonso un recado. FABIA: ¿Cómo ha andado? TELLO: Bien ha andado, porque yo le acompañé. FABIA: ¡Extremado fanfarrón! TELLO: Pregúntalo al rey, verás cuál de los dos hizo más; que se echaba del balcón cada vez que yo pasaba. FABIA: ¡Bravo favor! TELLO: Más quisiera los tuyos. FABIA: ¡Oh, quién te viera! TELLO: Esa hermosura bastaba para que yo fuera Orlando. ¿Toros de Medina a mí? ¡Vive el cielo! Que les di reveses, desjarretando, de tal aire, de tal casta, en medio de regocijo, que hubo toro que me dijo, "Basta, señor Tello, basta." "No basta," le dije yo, y eché de un tajo volado una pierna en un tejado. FABIA: ¿Y cuántas tejas quebró? TELLO: Eso al dueño, que no a mí. Dile, Fabia, a tu señora, que ese mozo que la adora vendrá a despedirse aquí; que es fuerza volverse a casa, porque no piensen que es muerto sus padres. Esto te advierto. Y porque la fiesta pasa sin mí, y el rey me ha de echar menos, que en efeto soy su toricida, me voy a dar materia al lugar de vítores y de aplauso, si me das algún favor. FABIA: ¿Yo favor? TELLO: Paga mi amor. FABIA: ¿Que yo tus hazañas cause? Basta, que no lo sabía. ¿Qué te agrada más? TELLO: Tus ojos. FABIA: Pues daréte mis antojos. TELLO: Por caballo, Fabia mía, quedo confirmado ya. FABIA: Propio favor de lacayo. TELLO: Más castaño soy que bayo. FABIA: Mira cómo andas allá, que esto de ne nos inducas suelen causar los refrescos; no te quite los gregüescos algún mozo de San Lucas; que será notable risa, Tello, que donde lo vea todo el mundo, un toro sea sumiller de tu camisa. TELLO: Lo atacado y el cuidado volverán por mi decoro. FABIA: Para un desgarro de un toro, ¿qué importa estar atacado? TELLO: Que no tengo a toros miedo. FABIA: Los de Medina hacen riza, porque tiene ojeriza con los lacayos de Olmedo. TELLO: Como ésos ha derribado, Fabia, este brazo español. FABIA: Mas, ¿qué? ¿Te ha de dar el sol adonde nunca te ha dado?
Vanse. Ruido de plaza y grita, y digan dentro
VOZ 1: ¡Cayó don Rodrigo! ALONSO: ¡Afuera! VOZ 2: ¡Qué gallardo, qué animoso don Alonso le socorre! VOZ 1: Ya se apea don Alonso. VOZ 2: ¡Qué valientes cuchilladas! VOZ 1: Hizo pedazos el toro.
Salgan los dos; y don ALONSO teniéndole
ALONSO: Aquí tengo yo caballo; que los nuestros van furiosos discurriendo por la plaza. Ánimo. RODRIGO: Con vos le cobro. La caída ha sido grande. ALONSO: Pues no será bien que al coso volváis; aquí habrá crïados que os sirvan, porque yo torno a la plaza. Perdonadme, porque cobrar es forzoso el caballo que dejé.
Vase y sale don FERNANDO
FERNANDO: ¿Qué es esto? ¡Rodrigo y solo! ¿Cómo estáis? RODRIGO: Mala caída, mal suceso, malo todo; pero más deber la vida a quien me tiene celoso y a quien la muerte deseo. FERNANDO: ¡Que sucediese a los ojos del rey y que viese Inés que aquel su galán dichoso hiciese el toro pedazos por libraros! RODRIGO: Estoy loco. No hay hombre tan desdichado, Fernando, de polo a polo. ¡Qué de afrentas, qué de penas, qué de agravios, qué de enojos, qué de injurias, qué de celos, qué de agüeros, qué de asombros! Alcé los ojos a ver a Inés, por ver si piadoso mostraba el semblante entonces, que, aunque ingrato, necio adoro; y veo que no pudiera mirar Nerón riguroso desde la torre Tarpeya de Roma el incendio, como desde el balcón me miraba; y que luego, en vergonzoso clavel de púrpura fina bañado el jazmín del rostro, a don Alonso miraba; y que por los labios rojos pagaba en perlas el gusto de ver que a sus pies me potro, de la Fortuna arrojado y de la suya envidioso. Mas, ¡vive Dios!, que la risa, primero que la de Apolo alegre el oriente y bañe el aire de átomos de oro, se le ha de trocar en llanto, si hallo al hidaguillo loco entre Medina y Olmedo. FERNANDO: Él sabrá ponerse en cobro. RODRIGO: Mal conocéis a los celos. FERNANDO: ¿Quién sabe que no son monstruos? Mas lo que ha de importar mucho no se ha pensar tan poco.
Vanse. Salen el REY, el CONDESTABLE y criados
REY: Tarde acabaron las fiestas; pero ellas han sido tales que no las he visto iguales. CONDESTABLE: Dije a Medina que aprestas para mañana partir; mas tiene tanto deseo de que veas el torneo con que te quiere servir, que me ha pedido, señor, que dos días se detenga vuestra alteza. REY: Cuando venga, pienso que será mejor. CONDESTABLE: Haga este gusto a Medina vuestra alteza. REY: Por vos sea, aunque el infante desea, con tanta prisa camina, estas visitas de Toledo para el día concertado. CONDESTABLE: Galán y bizarro ha estado el caballero de Olmedo. REY: ¡Buenas suertes, condestable! CONDESTABLE: No sé en él cuál es mayor, la ventura o el valor, aunque es el valor notable. REY: Cualquiera cosa hace bien. CONDESTABLE: Con razón le favorece vuestra alteza. REY: Él lo merece y que vos le honréis también.
Vanse. Salen don ALONSO y TELLO, de noche
TELLO: Mucho habemos esperado, ya no puedes caminar. ALONSO: Deseo, Tello, excusar a mis padres el cuidado. A cualquier hora es forzoso partirme. TELLO: Si hablas a Inés, ¿qué importa, señor, que estés de tus padres cuidadoso? Porque os ha de hallar el día en esas rejas. ALONSO: No hará; que el alma me avisará como si no fuera mía. TELLO: Parece que hablan en ellas, y que es en la voz Leonor. ALONSO: Y lo dice el resplandor que da el sol a las estrellas.
LEONOR en la reja
LEONOR: ¿Es don Alonso? ALONSO: Yo soy. LEONOR: Luego mi hermana saldrá, porque con mi padre está hablando en las fiestas de hoy. Tello puede entrar; que quiere daros un regalo Inés.
Quítase de la reja
ALONSO: Entra, Tello. TELLO: Si después cerraren y no saliere, bien puedes partir sin mí; que yo te sabré alcanzar.
Ábrese la puerta de casa de don PEDRO, entra TELLO, y vuelve doña LEONOR a la reja
ALONSO: ¿Cuándo, Leonor, podré entrar con tal libertad aquí? LEONOR: Pienso que ha de ser muy presto, porque mi padre de suerte te encarece, que a quererte tiene el corazón dispuesto. Y porque se case Inés, en sabiendo vuestro amor, sabrá escoger lo mejor, como estimarlo después.
Sale doña INÉS a la reja
INÉS: ¿Con quién hablas? LEONOR: Con Rodrigo. INÉS: Mientes, que mi dueño es. ALONSO: Que soy esclavo de Inés, al cielo doy por testigo. INÉS: No sois sino mi señor. LEONOR: Ahora bien, quiéroos dejar; que es necedad estorbar sin celos quien tiene amor.
Retírase
INÉS: ¿Cómo estáis? ALONSO: Como sin vida. Por vivir os vengo a ver. INÉS: Bien había menester la pena de esta partida para templar el contento que hoy he tenido de veros, ejemplo de caballeros, y de las damas tormento. De todas estoy celosa; que os alabasen quería, y después me arrepentía, de perderos temerosa. ¡Qué de varios pareceres! ¡Qué de títulos y nombres os dio la envidia en los hombres, y el amor en las mujeres! Mi padre os ha codiciado por yerno para Leonor, y agradecióle mi amor, aunque celosa, el cuidado; que habéis de ser para mí y así se lo dije yo, aunque con la lengua no, pero con el alma sí. Mas, ¡ay! ¿Cómo estoy contenta si os partís? ALONSO: Mis padres son la causa. INÉS: Tenéis razón; mas dejadme que lo sienta. ALONSO: Yo lo siento, y voy a Olmedo, dejando el alma en Medina. No sé cómo parto y quedo. Amor la ausencia imagina, los celos, señora, el miedo. Así parto muerto y vivo, que vida y muerte recibo. Mas, ¿qué te puedo decir, cuando estoy para partir, puesto ya el pie en el estribo? Ando, señoras, estos días, entre tantas asperezas de imaginaciones mías, consolado en mis tristezas y triste en mis alegrías. Tengo, pensando perderte, imaginación tan fuerte, y así en ella vengo y voy, que me parece que estoy con las ansias de la muerte. La envida de mis contrarios temo tanto, que aunque puedo poner medios necesarios, estoy entre amor y miedo haciendo discursos varios. Ya para siempre me privo de verte, y de suerte vivo, que mi muerte presumiendo, parece que estoy diciendo, "Señora, aquésta te escribo." Tener de tu esposo el nombre amor y favor ha sido; pero es justo que me asombre, que amado y favorecido tenga tal tristeza un hombre. Parto a morir, y te escribo mi muerte, si ausente vivo, porque tengo, Inés, por cierto que si vuelvo será muerto, pues partir no puedo vivo. Bien sé que tristeza es; pero puede tanto en mí, que me dice, hermosa Inés; "Si partes muerto de aquí, ¿cómo volverás después? Yo parto, y parto a la muerte, aunque morir no es perderte; que si el alma no se parte, ¿cómo es posible dejarte, cuanto más volver a verte? INÉS: Pena me has dado y temor con tus miedos y recelos; si tus tristezas son celos, ingrato ha sido tu amor. Bien entiendo tus razones; pero tú no has entendido mi amor. ALONSO: Ni tú, que han sido estas imaginaciones sólo un ejercicio triste del alma, que me atormenta, no celos; que fuera afrenta del hombre, Inés, que me diste. De sueños y fantasías, si bien falsas ilusiones, han nacido estas razones, que no de sospechas mías. INÉS: Leonor vuelve.
LEONOR sale a la reja
¿Hay algo? LEONOR: Sí... ALONSO: ¿Es partirme?
A doña INÉS
LEONOR: Claro está. Mi padre se acuesta ya, y me preguntó por ti. INÉS: Vete, Alonso, vete. Adiós. No te quejes, fuerza es. ALONSO: ¿Cuándo querrá Dios, Inés, que estemos juntos los dos?
Retíranse doña INÉS [y doña LEONOR]
Aquí se acabó mi vida, que es lo mismo que partirme. Tello no sale, o no puede acabar de despedirse. Voyme; que él me alcanzará.
Al entrar don ALONSO, una SOMBRA con una máscara negra y sombrero, y puesta la mano en el puño de la espada, se le ponga delante
ALONSO: ¿Qué es esto? ¿Quién va? De oírme no hace caso. ¿Quién es? Hable. ¡Que un hombre me atemorice no habiendo temido a tantos! ¿Es don Rodrigo? ¿No dice quién es? SOMBRA: Don Alonso. ALONSO: ¿Cómo? SOMBRA: Don Alonso. ALONSO: No es posible. Mas otro será, que yo soy don Alonso Manrique. Si es invención, meta mano. Volvió la espalda.
Vase la SOMBRA
Seguirle desatino me parece. ¡Oh, imaginación terrible! Mi sombra debió de ser, mas no; que en forma visible dijo que era don Alonso. Todas son cosas que finge la fuera de la tristeza, la imaginación de un triste. ¿Qué me quieres, pensamiento, que con mi sombra me afliges? Mira que temer sin causa es de sujetos humildes. O embustes de Fabia son, que pretende persuadirme porque no me vaya a Olmedo, sabiendo que es imposible. Siempre dice que me guarde, y siempre que no camine de noche, sin más razón de que la envidia me sigue. Pero ya no puede ser que don Rodrigo me envidie, pues hoy la vida me debe; que esta deuda no permite que un caballero tan noble en ningún tiempo la olvida. Antes pienso que ha de ser para que amistad confirme desde hoy conmigo en Medina; que la ingratitud no vive en buena sangre, que siempre entre villanos reside. En fin, es la quinta esencia de cuantas acciones viles tiene la bajeza humana pagar mal quien bien recibe.
Vase. Salen don RODRIGO, don FERNANDO, MENDO y LAÍN
RODRIGO: Hoy tendrán fin mis celos y su vida. FERNANDO: Finalmente, ¿venís determinado? RODRIGO: No habrá consejo que su muerte impida, después que la palabra me han quebrado. Ya se entendió la devoción fingida, ya supe que era Tello, su crïado, quien le enseñaba aquel latín que ha sido en cartas de romance traducido. ¡Qué honrada dueña recibió en su casa don Pedro en Fabia! ¡Oh, mísera doncella! Disculpo tu inocencia, si te abrasa fuego infernal de los hechizos de ella. No sabe, aunque es discreta, lo que pasa y así el honor de entrambos atropella. ¡Cuántas casas de nobles caballeros han infamado hechizos y terceros! Fabia, que puede transponer un monte; Fabia, que puede detener un río, y en los negros ministros de Aqueronte tiene, como en vasallos, señorío; Fabia, que de este mar, de este horizonte, al abrasado clima, al norte frío puede llevar a un hombre por el aire, le da liciones. ¿Hay mayor donaire? FERNANDO: Por la misma razón yo no tratara de más venganza. RODRIGO: ¡Vive Dios, Fernando, que fuera de los dos bajeza clara! FERNANDO: No la hay mayor que despreciar amando. RODRIGO: Si vos podéis, yo no. MENDO: Señor, repara en que vienen los ecos avisando de que a caballo alguna gente viene. RODRIGO: Si viene acompañado, miedo tiene. FERNANDO: No lo creas, que es mozo temerario. RODRIGO: Todo hombre con silencio esté escondido. Tú, Mendo, el arcabuz, si es necesario, tendrás detrás de un árbol prevenido. FERNANDO: ¡Qué inconstante es el bien, qué loco y vario! Hoy a vista de un rey salió lucido, admirado de todos a la plaza, y, ¡ya tan fiera muerte le amenaza!
Escóndense y salga don ALONSO
ALONSO: Lo que jamás he tenido, que es algún recelo o miedo, llevo caminando a Olmedo. Pero tristezas han sido. Del agua el manso rüido y el ligero movimiento de estas ramas con el viento, mi tristeza aumentan más. Yo camino, y vuelve atrás mi confuso pensamiento. De mis padres el amor y la obediencia me lleva, aunque ésta es pequeña prueba del alma de mi valor. Conozco que fue rigor el dejar tan presto a Inés... ¡Qué escuridad! Todo es horror, hasta que el aurora en las alfombras de Flora ponga los dorados pies. Allí cantan. ¿Quién será? Mas será algún labrador que camina a su labor. Lejos parece que está. Pero acercándose va. Pues, ¡cómo! ¡Lleva instrumento, y no es rústico el acento, sino sonoro y süave! ¡Qué mal la música sabe, si está triste el pensamiento!
Canten desde lejos en el vestuario y véngase acercando la voz como que camina
VOZ: "Que de noche le mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo." ALONSO: ¡Cielos! ¿Qué estoy escuchando? Si es que avisos vuestros son, ya que estoy en la ocasión, ¿de qué me estás informando? Volver atrás, ¿cómo puedo? Invención de Fabia es, que quiere, a ruego de Inés, hacer que no vaya a Olmedo. VOZ: "Sombras le avisaron que no saliese, y le aconsejaron que no se fuese el caballero la gala de Medina, la flor de Olmedo."
Sale un LABRADOR
ALONSO: ¡Hola, buen hombre, el que canta! LABRADOR: ¿Quién me llama? ALONSO: Un hombre soy que va perdido. LABRADOR: Ya voy. ALONSO: ([Agora] todo me espanta.) Aparte ¿Dónde vas? LABRADOR: A mi labor. ALONSO: ¿Quién esa canción te ha dado, que tristemente has cantado? LABRADOR: Allá en Medina, señor. ALONSO: A mí me suelen llamar el caballero de Olmedo, y yo estoy vivo. LABRADOR: No puedo deciros de este cantar más historia ni ocasión, de que a una Fabia la oí. Si os importa, ya cumplí con deciros la canción. Volved atrás. No paséis de este arroyo. ALONSO: En mi nobleza, fuera ese temor bajeza. LABRADOR: Muy necio valor tenéis. Volved, volved a Medina. ALONSO: Ven tú conmigo. LABRADOR: No puedo.
Vase
ALONSO: ¡Qué de sombras finge el miedo! ¡Qué de engaños imagina! Oye, escucha. ¿Dónde fue, que apenas sus pasos siento? ¡Ah, labrador! Oye, aguarda. "Aguarda," responde el eco. ¡Muerto yo! Pero es canción que por algún hombre hicieron de Olmedo, y los de Medina en este camino han muerto. A la mitad dél estoy. ¿Qué han de decir si me vuelvo? Gente viene... No me pesa; si allá van, iré con ellos.
Salgan don RODRIGO y don FERNANDO y su gente
RODRIGO: ¿Quién va? ALONSO: Un hombre. ¿No me ves? FERNANDO: Deténgase. ALONSO: Caballeros, si acaso necesidad los fuerza a pasos como éstos, desde aquí a mi casa hay poco; no habré menester dineros que de día y en la calle se los doy a cuantos veo que me hacen honra en pedirlos. RODRIGO: Quítase las armas luego. ALONSO: ¿Para qué? RODRIGO: Para rendillas. ALONSO: ¿Saben quién soy? FERNANDO: El de Olmedo, el matador de los toros, que viene arrogante y necio a afrentar los de Medina, el que deshonra a don Pedro con alcahuetes infames. ALONSO: Si fuérades a lo menos nobles vosotros, allá, pues tuvistes tanto tiempo, me hablárades, y no agora, que solo a mi casa vuelvo. Allá en las rejas adonde dejastes la capa huyendo, fuera bien, y no en cuadrilla a media noche, soberbios. Pero confieso, villanos, que la estimación os debo, que aun siendo tantos, sois pocos.
Riñan
RODRIGO: Yo vengo a matar, no vengo a desafíos; que entonces te matara cuerpo a cuerpo.
A MENDO
Tírale.
Disparen dentro
ALONSO: Traidores sois; pero sin armas de fuego no pudiérades matarme. ¡Jesús!
Cae
FERNANDO: ¡Bien lo has hecho, Mendo!
Vanse don RODRIGO, don FERNANDO y su gente
ALONSO: ¡Qué poco crédito di a los avisos del cielo! Valor propio me ha engañado, y muerto envidias y celos. ¡Ay de mí! ¿Qué haré en un campo tan solo?
Sale TELLO
TELLO: Pena me dieron estos hombres que a caballo van hacia Medina huyendo. Si a don Alonso habían visto pregunté; no respondieron. ¡Mala señal! Voy temblando. ALONSO: ¡Dios mío, piedad! ¡Yo muero! Vos sabéis que fue mi amor dirigido a casamiento. ¡Ay, Inés! TELLO: De lastimosas quejas siento tristes ecos. Hacia aquella parte suenan. No está del camino lejos quien las da. No me ha quedado sangre. Pienso que el sombrero puede tenerse en el aire solo en cualquiera cabello. ¡Ah, hidalgo! ALONSO: ¿Quién es? TELLO: ¡Ay, Dios! ¿Por qué dudo lo que veo? Es mi señor. ¡Don Alonso! ALONSO: Seas bien venido, Tello. TELLO: ¿Cómo, señor, si he tardado? ¿Cómo, si a mirarte llego hecho una fiera de sangre? ¡Traidores, villanos, perros; volved, volved a matarme; pues habéis, infames, muerto el más noble, el más valiente, el más galán caballero que ciñó espada en Castilla! ALONSO: Tello, Tello, ya no es tiempo más que de tratar del alma. Ponme en tu caballo presto y llévame a ver mis padres. TELLO: ¡Qué buenas nuevas les llevo de las fiestas de Medina! ¿Qué dirá aquel noble viejo? ¿Qué hará tu madre y tu patria? ¡Venganza, piadosos cielos!
Llévase a don ALONSO. Salen don PEDRO, doña INÉS, doña LEONOR, y FABIA
INÉS: ¿Tantas mercedes ha hecho? PEDRO: Hoy mostró con su real mano, heroica y liberal, la grandeza de su pecho. Medina está agradecida, y por la que he recibido a besarla os he traído. LEONOR: ¿Previene ya su partida? PEDRO: Sí, Leonor, por el infante, que aguarda al rey en Toledo. En fin, obligado quedo; que por merced semejante más por vosotras lo estoy, pues ha de ser vuestro aumento. LEONOR: Con razón estás contento. PEDRO: Alcaide de Burgos soy. Besad la mano a su alteza.
Aparte a FABIA
INÉS: (¡Ha de haber ausencia, Fabia! FABIA: Más la Fortuna te agravia. INÉS: No en vano tanta tristeza he tenido desde ayer. FABIA: Yo pienso que mayor daño te espera, si no me engaño, como suele suceder; que en las cosas por venir no puede haber cierta ciencia. INÉS: ¿Qué mayor mal que la ausencia, pues es mayor que morir?) PEDRO: Ya, Inés, ¿qué mayores bienes pudiera yo desear, si tú quisieras dejar el propósito que tienes? No porque yo le hago fuerza; pero quisiera casarte. INÉS: Pues tu obediencia no es parte que mi propósito tuerza. Me admiro de que no entiendas la ocasión. PEDRO: Yo no la sé. LEONOR: Pues yo por ti la diré, Inés, como no te ofendas. No la casas a su gusto. ¡Mira qué presto! PEDRO: Mi amor se queja de tu rigor, porque, a saber tu disgusto, no la hubiera imaginado. LEONOR: Tiene inclinación Inés a un caballero, después que el rey de una cruz le ha honrado; que esto es deseo de honor, y no poca honestidad. PEDRO: Pues si él tiene calidad y tú le tienes amor, ¿quién ha de haber que replique? Cásate en buen hora, Inés. Pero, ¿no sabré quién es? LEONOR: Es don Alonso Manrique. PEDRO: Albricias hubiera dado. ¿El de Olmedo? LEONOR: Sí, señor. PEDRO: Es hombre de gran valor y desde agora me agrado de tan discreta elección; que si el hábito rehusaba, era porque imaginaba diferente vocación. Habla, Inés, no estés ansí. INÉS: Señor, Leonor se adelanta; que la inclinación no es tanta como ella te ha dicho aquí. PEDRO: Yo no quiero examinarte, sino estar con mucho gusto de pensamiento tan justo y de que quieras casarte. Desde agora es tu marido; que me tendré por honrado de un yerno tan estimado, tan rico y tan bien nacido. INÉS: Beso mil veces tus pies. Loca de contento estoy. Fabia. FABIA: (El parabién te doy, Aparte si no es pésame después.)
Salen el REY, el CONDESTABLE y gente, don RODRIGO, y don FERNANDO
LEONOR: ¡El rey! PEDRO: Llegad a besar su mano. INÉS: ¡Qué alegre llego! PEDRO: Dé vuestra alteza los pies, por la merced que me ha hecho del alcaidía de Burgos, a mí y a mis hijas. REY: Tengo bastante satisfacción de vuestro valor, don Pedro, y de que me habéis servido. PEDRO: Por lo menos lo deseo. REY: ¿Sois casadas? INÉS: No, señor. REY: ¿Vuestro nombre? INÉS: Inés. REY: ¿Y el vuestro? LEONOR: Leonor. CONDESTABLE: Don Pedro merece tener dos gallardos yernos, que están presentes, señor, y que yo os pido por ellos los caséis de vuestra mano. REY: ¿Quién son? RODRIGO: Yo, señor, pretendo con vuestra licencia, a Inés. FERNANDO: Y yo a su hermana le ofrezco la mano y la voluntad. REY: En gallardos caballeros emplearéis vuestras dos hijas, don Pedro. PEDRO: Señor, no puedo dar a Inés a don Rodrigo, porque casada la tengo con don Alonso Manrique, el caballero de Olmedo, a quien hicistes merced de un hábito. REY: Yo os prometo que la primera encomienda sea suya.
Aparte los dos
RODRIGO: (¡Extraño suceso! FERNANDO: Ten prudencia.) REY: Porque es hombre de grandes merecimientos.
Dentro
TELLO: Dejadme entrar. REY: ¿Quién da voces? CONDESTABLE: Con la guarda un escudero que quiere hablarte. REY: Dejadle. CONDESTABLE: Viene llorando y pidiendo justicia. REY: Hacerla es mi oficio. Eso significa el cetro.
Sale TELLO
TELLO: Invictísimo don Juan, que del castellano reino, a pesar de tanta envidia, gozas el dichoso imperio; con un caballero anciano vine a Medina, pidiendo justicia de dos traidores; pero el doloroso exceso en tus puertas le ha dejado, si no desmayado, muerto. Con esto yo, que le sirvo, rompí con atrevimiento tus guardas y tus oídos; oye, pues te puso el cielo la vara de la justicia en tu libre entendimiento, para castigar los malos y para premiar los buenos; la noche de aquellas fiestas que a la Cruz de Mayo hicieron caballeros de Medina, para que fuese tan cierto que donde hay cruz hay pasión, por dar a sus padres viejos contento de verle libre de los toros, menos fieros que fueron sus enemigos, partió de Medina a Olmedo, don Alonso, mi señor, aquel ilustre mancebo que mereció tu alabanza, que es raro encarecimiento. Quedéme en Medina yo, como a mi cargo estuvieron los jaeces y caballos, para tener cuenta de ellos. Ya la destocada noche, de los dos polos en medio, daba a la traición espada, mano al hurto, pies al miedo, cuando partí de Medina; y al pasar un arroyuelo, puente y señal del camino, veo seis hombres corriendo hacia Medina, turbados, y, aunque juntos, descompuestos. La luna, que salió tarde, menguado el rostro sangriento, me dio a conocer los dos; que tal vez alumbra el cielo con las hachas de sus luces el más oscuro silencio, para que vean los hombres, de las maldades los dueños, porque a los ojos divinos no hubiese humanos secretos. Paso adelante, ¡ay de mí!, y envuelto en su sangre veo a don Alonso expirando. Aquí, gran señor, no puedo ni hacer resistencia al llanto, ni decir el sentimiento. En el caballo le puse tan animoso, que creo que pensaban sus contrarios que no le dejaban muerto. A Olmedo llegó con vida cuanto fue bastante, ¡ay cielo!, para oír la bendición de dos miserables viejos, que enjugaban las heridas con lágrimas y con besos. Cubrió de luto su casa y su patria, cuyo entierro será el del fénix, señor; después de muerto viviendo en las lenguas de la fama, a quien conserven respeto la mudanza de los hombres y los olvidos del tiempo. REY: ¡Extraño caso! INÉS: ¡Ay de mí! PEDRO: Guarda lágrimas y extremos, Inés, para nuestra casa. . . . . . . . . . . . INES: Lo que de burlas te dije, señor, de veras te ruego. Y a vos, generoso rey, de esos viles caballeros os pido justicia.
A TELLO
REY: Dime, pues pudiste conocerlos, ¿quién son esos dos traidores? ¿Dónde están? ¡Que vive el cielo, de no me partir de aquí hasta que los deje presos! TELLO: Presentes están, señor; don Rodrigo es el primero, y don Fernando el segundo. CONDESTABLE: El delito es manifiesto, su turbación lo confiesa. RODRIGO: Señor, escucha... REY: ¡Prendedlos! Y en un teatro mañana cortad sus infames cuellos; fin de la trágica historia del caballero de Olmedo.

FIN DE LA COMEDIA


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002