JORNADA SEGUNDA


Traen dos MOROS atado a MADRIGAL, las manos atrás, y sale con ellos el gran CADÍ, que es el juez obispo de los turcos
MORO 1: Como te habemos contado, por aviso que tuvimos, en fragante le cogimos cometiendo el gran pecado. La alárabe queda presa, y, como se ve con culpa que car[e]ce de disculpa, toda su maldad confiesa. CADÍ: Dad con ellos en la mar, de pies y manos atados, y de peso acomodados, que no los dejen nadar; pero si moro se vuelve, casaldos, y libres queden. MADRIGAL: Hermanos, atarme pueden. CADÍ: ¿En qué el perro se resuelve: en casarse, o en morir? MADRIGAL: Todo es muerte, y todo es pena; ninguna cosa hallo buena en casarme ni en vivir. Como la ley no dejara en la cual pienso salvarme, la vida, con el casarme, aunque es muerte, dilatara; pero casarme y ser moro son dos muertes, de tal suerte, que atado corro a la muerte y suelto mi ley adoro. Mas yo sé que desta vez no he de morir, señor bueno. CADÍ: ¿Cómo, si yo te condeno, y soy supremo jüez? De las sentencias que doy no hay apelación alguna. MADRIGAL: Con todo, de mi fortuna, aunque mala, alegre estoy. La piedra tendré ya puesta al cuello, y has de pensar que no me pienso anegar; y desto haré buena puesta. Y, porque no estés suspenso, haz salir estos dos fuera: diréte de la manera que ha de ser, según yo pienso. CADÍ: Idos, y dejalde atado, que quiero ver de la suerte cómo escapa de la muerte, a quien está condenado.
Vanse los dos MOROS
MADRIGAL: Si de bien tendrás memoria, porque no es posible menos, de aquel sabio cuyo nombre fue Apolonio Tianeo, el cual, según que lo sabes, o fuese favor del cielo, o fuese ciencia adquirida con el trabajo y el tiempo, supo entender de las aves el canto tan por estremo, que en oyéndolas decía: "Esto dicen." Y esto es cierto. Ora cantase el canario, ora trinase el jilguero, ora gimiese la tórtola, ora graznasen los cuervos, desde el pardal malicioso hasta el águila de imperio, de sus cantos entendía los escondidos secretos. éste fue, según es fama, abuelo de mis abuelos, a quien dejó de su gracia por únicos herederos. Uno la supo de todos los que en aquel tiempo fueron, y no la hereda más de uno de sus más cercanos deudos. De deudo a deudo ha venido, con el valor de los tiempos, a encerrarse esta ventura en mi desdichado pecho. A esta mañana, que iba al pecado, porque vengo a tener cercada el alma de esperanzas y de miedos, oí en casa de un judío a un ruiseñor pequeñuelo, que, con divina armonía, aquesto estaba diciendo: "¿Adónde vas, miserable? Tuerce el paso, y hurta el cuerpo a la ocasión que te llama y lleva a tu fin postrero. Cogeránte en el garlito, ya cumplido tu deseo; morirás, sin duda alguna, si te falta este remedio. Dile al jüez de tu causa que han decretado los cielos que muera de aquí a seis días y baje al estigio reino; pero que si hiciere emienda de tres grandes desafueros que a dos moros y una viuda no ha muchos años que ha hecho; y si hiciere la zalá, lavando el cuerpo primero con tal agua (y dijo el agua, que yo decirte no quiero), tendrá salud en el alma, tendrá salud en el cuerpo, y será del Gran Señor favorecido en extremo." Con esta gracia admirable, otra más subida tengo: que hago hablar a las bestias dentro de muy poco tiempo. Y aquel valiente elefante del Gran Señor, yo me ofrezco de hacerle hablar en diez años distintamente turquesco; y cuando desto faltare, que me empalen, que en el fuego me abrasen, que desmenucen brizna a brizna estos mis miembros. CADÍ: El agua me has de decir, que importa. MADRIGAL: Su tiempo espero, porque ha de ser distilada de ciertas yerbas y yezgos. Tú no la conocerás; yo sí, y al cielo sereno se han de coger en tres noches.
Desátale
CADÍ: En tu libertad te vuelvo. Pero una cosa me tiene confuso, amigo, y perplejo: que no sé cuál viuda sea, ni cuáles moros sean éstos a quien he de hacer la enmienda: que veo que son sin cuento los moros de mí ofendidos, y viudas pasan de ciento. MADRIGAL: Iré a oír al ruiseñor otra vez, y yo sé cierto que él me dirá en su cántico quién son los que no sabemos. CADÍ: A estos moros les diré la causa por que te suelto, que será que al elefante has de hacer hablar turquesco. Pero dime: ¿acaso sabes hablar turco? MADRIGAL: ¡Ni por pienso! CADÍ: Pues, ¿cómo de lo que ignoras quieres mostrarte maestro? MADRIGAL: Aprenderé cada día lo que mostrarle pretendo, pues habrá tiempo en diez años de aprender el turco y griego. CADÍ: Dices verdad. Mira, amigo, que mi vida te encomiendo: que será desto la paga tu libertad, por lo menos. MADRIGAL: ¡Penitencia, gran cadí; penitencia y buen deseo de no hacer de aquí adelante tantos tuertos a derechos! CADÍ: No se te olviden las yerbas, que es la importancia del hecho memorable que me has dicho, y sin duda alguna creo: que ya sé que fue en el mundo Apolonio Tianeo, que entendía de las aves el canto, y también entiendo que hay arte que hace hablar a los mudos. MADRIGAL: ¡Bueno es eso! Al elefante os aguardo, y las yerbas os espero.
[Vanse]. Parece el Gran TURCO detrás de unas cortinas de tafetán verde; salen cuatro BAJAES ancianos; siéntanse sobre alfombras y almohadas; entra el EMBAJADOR de Persia, y al entrar le echan encima una ropa de brocado; llévanle dos TURCOS de brazo, habiéndole mirado primero si trae armas encubiertas; llévanle a asentar en una almohada de terciopelo; descúbrese la cortina; parece el Gran TURCO. (Mientras esto se hace puede[n] sonar chirimías). Sentados todos, dice el EMBAJADOR
EMBAJADOR: Prospere Alá tu poderoso Estado, señor universal casi del suelo; sea por luengos siglos dilatado, por suerte amiga y por querer del cielo. La embajada de aquél que me ha enviado, con preámbulos cortos, como suelo, diré, si es que me das de hablar licencia; que sin ella enmudezco en tu presencia. BAJÁ 1: Di con la brevedad que has prometido, que si es con la que sueles, será parte a darte el Gran Señor atento oído, puesto que le forzamos a escucharte. Por muchas persuasiones ha venido a darte audiencia y a respuesta darte; que pocas veces oye al enemigo. Di, pues; que ya eres largo. EMBAJADOR: Pues ya digo. Dice el Soldán, señor, que, si tú gustas de paz, que él te la pide, y que se haga con leyes tan honestas y tan justas, que el tiempo o el rencor no las deshaga; si a la suya, que es buena, tu alma ajustas, dar el cielo a los dos será la paga. BAJÁ 2: No aconsejes; propón, di tu emb[a]jada. EMBAJADOR: Toda en pedir la paz está cifrada. BAJÁ 1: Ese cabeza roja, ese maldito, que de las ceremonias de Mahoma, con depravado y bárbaro apetito, unas cosas despide y otras toma, bien debe de pensar que el infinito poder, que al mundo espanta, estrecha y doma, del Gran Señor, el cielo tal le tenga, que hacer paces infames le convenga. Su mendiguez sabemos y sus mañas, por quien con él de nuevo me enemisto, viendo que el grande rey de las Españas muchos persianos en su Corte ha visto. éstas son de tu dueño las hazañas; pedir favor a quien adora en Cristo; y como ve que el ayudarle niega, por paz cobarde en ruego humilde ruega. EMBAJADOR: Aquella majestad que tiene al mundo admirado y suspenso; el verdadero retrato de Filipo, aquel Segundo, que sólo pudo darse a sí tercero; aquel cuyo valor alto y profundo no es posible alabarle como quiero; aquel, en fin, que el sol, en su camino, mirando va sus reinos de contino; llevado en vuelo de la buena fama su nombre y su virtud a los oídos del Soldán, mi señor, así le inflama el deseo de verle los sentidos, que a mí me insiste, solicita y llama y manda que por pasos no entendidos, por mares y por reinos diferentes, vaya a ver al gran rey. BAJÁ 1: ¿Esto consientes? Echadle fuera. Adulador, camina; embajador cristiano. Echadle fuera; que, de los que profesan su dotrina, algún buen fruto por jamás se espera. El cuerpo dobla; la cabeza inclina. Echadle, digo. BAJÁ 2: ¿No es mejor que muera? BAJÁ 1: Goce de embajador la preeminencia, que es la que no ejecuta esa sentencia.
échanle a empujones al EMBAJADOR
No es mucho, Gran Señor, que me desmande a alzar la voz, de cólera encendido: que no ha sido pequeña, sino grande, la desvergüenza deste fementido. Vea tu majestad ahora, y mande la respuesta que más fuere servido que se le dé a este can. TURCO: Comunicadme y, cual el caso pide, aconsejadme. Mirad bien si la paz es conveniente y honrosa. BAJÁ 2: A lo que yo descubro y veo, que sosegar las armas del Oriente, no te puede pedir más el deseo, con tanto que el persiano no alce frente contra ti. Triste historia es la que leo; que a nosotros la Persia así nos daña, que es lo mismo que Flandes para España. Conviene hacer la paz, por las razones que en este pergamino van escritas. TURCO: Presto a la paz ociosa te dispones; presto el regalo blando solicitas. Tú, Braín valeroso, ¿no te opones a Mustafá? ¿Por dicha, solicitas también la paz? BAJÁ 1: La guerra facilito, y daré las razones por escrito. TURCO: Veréla y veré lo que contiene, y de mi parecer os daré parte. BAJÁ 1: Alá, que el mundo entre los dedos tiene, te entregue dél la rica y mayor parte. BAJÁ 2: Mahoma así la paz dichosa ordene, que se oiga el son del belicoso Marte, no en Persia, sino en Roma, y tus galeras corran del mar de España las riberas.
[Vanse]. Sale[n] la SULTANA y RUSTÁN
RUSTÁN: Como de su alhaja, puede gozar de ti a su contento. SULTANA: La viva fe de mi intento a toda su fuerza excede: resuelta estoy de morir, primero que darle gusto. RUSTÁN: Contra intento que es tan justo no tengo qué te decir; pero mira que una fuerza tal puede mucho, señora; y mira bien que a ser mora no te induce ni te fuerza. SULTANA: ¿No es grandísimo pecado el juntarme a un infïel? RUSTÁN: Si pudieras hüir dél, te lo hubiera aconsejado; mas cuando la fuerza va contra razón y derecho, no está el pecado en el hecho, si en la voluntad no está; condénanos la intención o nos salva en cuanto hacemos. SULTANA: Eso es andar por extremos. RUSTÁN: Sí; mas puestos en razón: que el alma no es bien peligre cuando por fuerza de brazos echan a su cuerpo lazos que rendirán a una tigre. Desta verdad se recibe la que no habrá quien la tuerza: que peca el que hace la fuerza, pero no quien la recibe. SULTANA: Mártir seré si consiento antes morir que pecar. RUSTÁN: Ser mártir se ha de causar por más alto fundamento, que es por el perder la vida por confesión de la fe. SULTANA: Esa ocasión tomaré. RUSTÁN: ¿Quién a ella te convida? Sultán te quiere cristiana, y a fuerza, si no de grado, sin darle muerte al ganado podrá gozar de la lana. Muchos santos desearon ser mártires, y pusieron los medios que convinieron para serlo, y no bastaron: que al ser mártir se requiere virtud sobresingular, y es merced particular que Dios hace a quien él quiere. SULTANA: Al cielo le pediré, ya que no merezco tanto, que a mi propósito santo de su firmeza le dé; haré lo que fuere en mí, y en silencio, en mis recelos, daré voces a los cielos. RUSTÁN: Calla, que viene Mamí.
Entra MAMÍ
MAMÍ: El Gran Señor viene a verte. SULTANA: ¡Vista para mí mortal! MAMÍ: Hablas, señora, muy mal. SULTANA: Siempre hablaré desta suerte; y no quieras tú mostrarte prudente en aconsejarme. MAMÍ: Sé que vendrás a mandarme, y no es bien descontentarte.
[Sale] el Gran TURCO
TURCO: ¡Catalina! SULTANA: Ése es mi nombre. TURCO: Catalina la Otomana te llamarán. SULTANA: Soy cristiana, y no admito el sobrenombre, porque es el mío de Oviedo, hidalgo, ilustre y cristiano. TURCO: No es humilde el otomano. SULTANA: Esa verdad te concedo: que en altivo y arrogante ninguno igualarte puede. TURCO: Pues el tuyo al mío excede y en todo le va adelante, pues que desprecias por él al mayor que el suelo tiene. SULTANA: Sé yo que en él se contiene lo que es de estimar en él, que es el darme a conocer por cristiana si me nombran. TURCO: Tus libertades me asombran, que son más que de mujer; pero bien puedes tenellas con quien solamente puede aquello que le concede el valor que vive en ellas. Dél conozco que te estimas en todo aquello que vales, y con arrogancias tales me alegras y me lastimas. Muéstrate más soberana, haz que te tenga respeto el mundo, porque, en efeto, has de ser la Gran Sultana. Y doyte la preeminencia desde luego: ya lo eres. SULTANA: ¿Dar a una tu esclava quieres de tu esposa la excelencia? Míralo bien, porque temo que has de arrepentirte presto. TURCO: Ya lo he mirado, y en esto no hago ningún extremo, si ya no fuese el de hacer que con la sangre otomana mezcle la tuya cristiana para darle mayor ser. Si el fruto que de ti espero llega a colmo, verá el mundo que no ha de tener segundo el que me dieres primero. No habrá descubierto el sol, en cuanto ciñe y rodea, no, quien pase, que igual sea a un otomano español. Mira a lo que te dispones, que ya mi alma adivina que has de parir, Catalina, hermosísimos leones. SULTANA: Antes tomara engendrar águilas. TURCO: A tu fortuna no hay dificultad alguna que la pueda contrastar. En la cumbre de la rueda estás, y, aunque varïable, contigo ha de ser estable, estando en tu gloria queda. Daréte la posesión de mi alma aquesta tarde, y la de mi cuerpo, que arde en llamas de tu afición; afición, de amor interno, que, con poderoso brío, de mi alma y mi albedrío tiene el mando y el gobierno. SULTANA: He de ser cristiana. TURCO: Sélo; que a tu cuerpo, por agora, es el que mi alma adora como si fuese su cielo. ¿Tengo yo a cargo tu alma, o soy Dios para inclinalla, o ya de hecho llevalla donde alcance eterna palma? Vive tú a tu parecer, como no vivas sin mí. RUSTÁN: ¿Qué te parece, Mamí? MAMÍ: ¡Mucho puede una mujer! SULTANA: No me has de quitar, señor, que con cristianos no tr[a]te. MAMÍ: Éste es grande disparate, y el concederle, mayor. TURCO: Tal te veo y tal me veo, que con grave imperio y firme puedes, Sultana, pedirme cuanto te pida el deseo. De mi voluntad te he dado entera juridición; tus deseos míos son: mira si estoy obligado a cumplillos. MAMÍ: Caso grave, y entre turcos jamás visto, andar por aquí tu Cristo, Rustán. RUSTÁN: Él mismo lo sabe. Él suele, Mamí, sacar de mucho mal mucho bien. TURCO: Tus aranceles me den el modo que he de guardar para no salir un punto de tu gusto; que el sabelle y el entendelle y hacelle estará en mi alma junto. Saca de aquesta humildad, bellísima Catalina, que se guía y se encamina a rendir su voluntad. No quiero gustos por fuerza de gran poder conquistados: que nunca son bien logrados los que se toman por fuerza. Como a mi esclava, en un punto pudiera gozarte agora; mas quiero hacerte señora, por subir el bien de punto; y, aunque del cercado ajeno es la fruta más sabrosa que del propio, ¡estraña cosa!, por la que es tan mía peno. Entre las manos la tengo, y entre la boca y las manos desparece. ¡Oh, miedos vanos, y a cuántas bajezas vengo! Puedo cumplir mi des[e]o, y estoy en comedimientos. RUSTÁN: Humilla tus pensamientos, porque muy airado veo al Gran Señor; no fabriques tu tristeza en su pesar, y a quien ya puedes mandar, no será bien que supliques. SULTANA: Dio el temor con mi buen celo en tierra. ¡Oh pequeña edad! ¡Con cuánta facilidad te rinde cualquier recelo! Gran Señor, veisme aquí; postro las rodillas ante ti; tu esclava soy. TURCO: ¿Cómo así? Alza, señora, ese rostro, y en esos sus soles dos, que tanto le hermosean, harás que mis ojos vean el grande poder de Dios, o de la naturaleza, a quien Alá dio poder para que pudiese hacer milagros en su belleza. SULTANA: Advierte que soy cristiana, y que lo he de ser contino. MAMÍ: ¡Caso extraño y peregrino: cristiana una Gran Sultana! TURCO: Puedes dar leyes al mundo, y guardar la que quisieres: no eres mía, tuya eres, y a tu valor sin segundo se le debe adoración, no sólo humano respeto; y así, de guardar prometo las sombras de tu intención. Mamí, tráeme, ¡así tú vivas!, a que den en mi presencia a Sultana la obediencia del serrallo las cautivas.
[Vase] MAMÍ
Reveréncienla, no sólo los que obediencia me dan, sino las gentes que están desde éste al contrario polo. SULTANA: ¡Mira, señor, que ya pasan tus deseos de lo justo! TURCO: Las cosas que me dan gusto no se miden ni se tasan; todas llegan al extremo mayor que pueden llegar, y para las alcanzar siempre espero, nunca temo.
Vuelve MAMÍ, y con él Clara, llamada ZAIDA, y ZELINDA, que es Lamberto, el que busca ROBERTO
MAMÍ: Todas vienen. TURCO: Éstas dos den la obediencia por todas. ZAIDA: Hagan dichosas tus bodas las bendiciones de Dios; fecundo tu seno sea, y, con parto sazonado, del Gran Señor el Estado con mayorazgo se vea; logres la intención que tienes, que ya de Rustán la sé, y en varios modos te dé el mundo mil parabienes. ZELINDA: Hermosísima española, corona de su nación, única en la discreción, y en buenos intentos sola; traiga a colmo tu deseo el Cielo, que le conoce, y en estas bodas se goce el dulce y santo Himeneo; por tu parecer se rija el imperio que posees; ninguna cosa desees que el no alcanzalla te aflija; de ensalzarte es cosa llana que Mahoma el cargo toma. TURCO: No le nombréis a Mahoma, que la Sultana es cristiana. Doña Catalina es su nombre, y el sobrenombre de Oviedo, para mí, nombre de riquísimo interés; porque, a tenerle de mora, nunca a mi poder llegara, ni del tesoro gozara que en su hermosura mora. Ya como a cosa divina, sin que lo encubra el silencio, el gran nombre reverencio de mi hermosa Catalina. Para celebrar las bodas, que han de dar asombro al suelo, déme de su gloria el cielo y acudan mis gentes todas; concédame el mar profundo, de sus senos temerosos, los pescados más sabrosos; sus riquezas me dé el mundo; denme la tierra y el viento aves y caza, de modo que esté en cada una el todo del más gustoso alimento. SULTANA: Mira, señor, que me agravia el bien que de mí pregonas. TURCO: Denme para tus coronas perlas el Sur, oro Arabia, púrpura Tiro y olores la Sabea, y, finalmente, denme para ornar tu frente abril y mayo sus flores; y si os parece que el modo de pedir ha dado indicio de tener poco juïcio, venid y veréislo todo.
[Vase] todos, si no es ZAIDA: y ZELINDA
ZELINDA: ¡Oh Clara! ¡Cuán turbias van nuestras cosas! ¿Qué haremos? Que ya están en los extremos del más sin remedio afán. ¿Yo varón, y en el serrallo del Gran Turco? No imagino traza, remedio o camino a este mal. ZAIDA: Ni yo le hallo. ¡Grande fue tu atrevimiento! ZELINDA: Llegó do llegó el Amor, que no repara en temor cuando mira a su contento. Entre una y otra muerte, por entre puntas de espadas contra mí desenvainadas, entrara, mi bien, a verte. Ya te he visto y te he gozado, y a este bien no llega el mal que suceda, aunque mortal. ZAIDA: Hablas como enamorado: todo eres brío, eres todo valor y todo esperanza; pero nuestro mal no alcanza remedio por ningún modo: que desta triste morada, por nuestro mal conocida, es la muerte la salida y desventura la entrada. De aquí no hay pensar hüir a más seguro lugar: que sólo se ha de escapar con las alas del morir. Ningún cohecho es bastante que a las guardas enternezca, ni remedio que se ofrezca que el morir no esté delante. ¿Yo preñada, y tú varón, y en este serrallo? Mira adónde pone la mira nuestra cierta perdición. ZELINDA: ¡Alto! Pues se ha de acabar en muerte nuestra fortuna, no esperar salida alguna es lo que se ha de esperar; pero estad, Clara, advertida que hemos de morir de suerte que nos granjee la muerte nueva y perdurable vida. Quiero decir que muramos cristianos en todo caso. ZAIDA: De la vida no hago caso, como a tal muerte corramos.
[Vanse]. Sale MADRIGAL, el maestro del elefante, con una trompetilla de hoja de lata, y sale con él ANDREA, la espía
ANDREA: ¡Bien te dije, Madrigal, que la alárabe algún día a la muerte te traería! MADRIGAL: Más bien me hizo que mal. ANDREA: Maestro de un elefante te hizo. MADRIGAL: ¿Ya es barro, Andrea? Podrá ser que no se vea jamás caso semejante. ANDREA: Al cabo, ¿no has de morir cuando caigan en el caso de la burla? MADRIGAL: No hace al caso. Déjame agora vivir, que, en término de diez años, o morirá el elefante, o yo, o el Turco, bastante causa a reparar mi[s] daño[s]. ¿No fuera peor dejarme arrojar en un costal, por lo menos en la mar, donde pudiera ahogarme, sin que pudiera valerme de ser grande nadador? ¿No estoy agora mejor? ¿No podéis vos socorrerme agora con más provecho vuestro y mío? ANDREA: Así es verdad. MADRIGAL: Andrea, considerad que este hecho es un gran hecho, y aun salir con él entiendo cuando menos os pensáis. ANDREA: Gracias, Madrigal, tenéis, que al diablo las encomiendo. ¿El elefante ha de hablar? MADRIGAL: No quedará por maestro; y él es animal tan diestro, que me hace imaginar que tiene algún no sé qué de discurso racional. ANDREA: Vos sí sois el animal sin razón, como se ve, pues en disparates dais en que no da quien la tiene. MADRIGAL: Darlo a entender me conviene así al Cadí. ANDREA: Bien andáis; pero no os cortéis conmigo las uñas, que no es razón. MADRIGAL: Es mi propria condición burlarme del más amigo. ANDREA: ¿Esa trompeta es de plata? MADRIGAL: De plata la pedí yo; mas dijo quien me la dio que bastaba ser de lata. Al elefante con ella he de hablar en el oído. ANDREA: ¡Trabajo y tiempo perdido! MADRIGAL: ¡Traza ilustre y burla bella! Cien ásperos cada día me dan por acostamiento. ANDREA: ¿Dos escudos? ¡Gentil cuento! ¡Buena va la burlería! MADRIGAL: El cadí es éste. A más ver, que me convïene hablalle. ANDREA: ¿Querrás de nuevo engañalle? MADRIGAL: Podrá ser que pueda ser.
Vase ANDREA, y entra el CADÍ
CADÍ: Español, ¿has comenzado a enseñar al elefante? MADRIGAL: Sí; y está muy adelante: cuatro liciones le he dado. CADÍ: ¿En qué lengua? MADRIGAL: En vizcaína, que es lengua que se averigua que lleva el lauro de antigua a la etiopía y abisina. CADÍ: Paréceme lengua extraña. ¿Dónde se usa? MADRIGAL: En Vizcaya. CADÍ: ¿Y es Vizcaya...? MADRIGAL: Allá en la raya de Navarra, junto a España. CADÍ: Esta lengua de valor por su antigüedad es sola; enséñale la española, que la entendemos mejor. MADRIGAL: De aquéllas que son más graves, le diré las que supiere, y él tome la que quisiere. CADÍ: ¿Y cuáles son las que sabes? MADRIGAL: La jerigonza de ciegos, la bergamasca de Italia, la gascona de la Galia y la antigua de los griegos; con letras como de estampa una materia le haré, adonde a entender le dé la famosa de la hampa; y si de aquéstas le pesa, porque son algo escabrosas, mostraréle las melosas valenciana y portuguesa. CADÍ: A gran peligro se arrisca tu vida si el elefante no sale grande estudiante en la turquesca o morisca o en la española, a lo menos. MADRIGAL: En todas saldrá perito, si le place al infinito sustentador de los buenos, y aun de los malos, pues hace que a todos alumbre el sol. CADÍ: Hazme un placer, español. MADRIGAL: Por cierto que a mí me place. Declara tu voluntad, que luego será cumplida. CADÍ: Será el mayor que en mi vida pueda hacerme tu amistad. Dime: ¿qué iban hablando, con acento bronco y triste, aquellos cuervos que hoy viste ir por el aire volando? Que por entonces no pude preguntártelo. MADRIGAL: Sabrás (y de aquesto que me oirás no es bien que tu ingenio dude), sabrás, digo, que trataban que al campo de Alcudia irían, lugar donde hartar podían la gran hambre que llevaban: que nunca falta res muerta en aquellos campos anchos, donde podrían sus panchos de su hartura hallar la puerta. CADÍ: Y esos campos, ¿dónde están? MADRIGAL: En España. CADÍ: ¡Gran vïaje! MADRIGAL: Son los cuervos de volaje tan ligeros, que se van dos mil leguas en un tris: que vuelan con tal instancia, que hoy amanecen en Francia, y anochecen en París. CADÍ: Dime: ¿qué estaba diciendo aquel colorín ayer? MADRIGAL: Nunca le pude entender; es húngaro: no le entiendo. CADÍ: Y aquella calandria bella, ¿supiste lo que decía? MADRIGAL: Una cierta niñería que no te importa sabella. CADÍ: Yo sé que me lo dirás. MADRIGAL: Ella dijo, en conclusión, que andabas tras un garzón, y aun otras cosillas más. CADÍ: Pues, ¡válgala Lucifer!, ¿a qué se mete conmigo? MADRIGAL: Si hay algo de lo que digo, verás que la sé entender. CADÍ: No va muy descaminada; pero no ha llegado el juego a que me abrase en tal fuego. No digas a nadie nada, que el crédito quedaría granjeado a buenas noches. MADRIGAL: Para hablar en tus reproches, es muda la lengua mía. Bien puedes a sueño suelto dormir en mi confïanza, pues de hablar en tu alabanza para siempre estoy resuelto. Puesto que los tordos sean de tu ruindad pregoneros, y la digan los silgueros que en los pimpollos gorjean; ora los asnos roznando digan tus males protervos, ora graznando los cuervos, o los canarios cantando: que, pues yo soy aquel solo que los entiende, seré aquel que los callaré desde el uno al otro polo. CADÍ: ¿No habrá pájaro que cante alguna virtud de mí? MADRIGAL: Respetaránte, ¡oh cadí!, si puedo, de aquí adelante: que, apenas veré en sus labios dar indicios de tus menguas, cuando les corte las lenguas, en pena de tus agravios.
Entra RUSTÁN, el eunuco, y tras él un cautivo anciano [CRISTIANO], que se pone a escuchar lo que hablan
CADÍ: Buen Rustán, ¿adónde vais? RUSTÁN: A buscar un tarasí español. MADRIGAL: ¿No es sastre? RUSTÁN: Sí. MADRIGAL: Sin duda que me buscáis, pues soy sastre y español, y de tan grande tijera que no la tiene en su esfera el gran tarasí del sol. ¿Qué hemos de cortar? RUSTÁN: Vestidos ricos para la Sultana, que se viste a la cristiana. CADÍ: ¿Dónde tenéis los sentidos? Rustán, ¿qué es lo que decís? ¿Ya hay Sultana, y que se viste a la cristiana? RUSTÁN: No es chiste; verdades son las que oís. Doña Catalina ha nombre con sobrenombre de Oviedo. CADÍ: Vos diréis algún enredo con que me enoje y asombre. RUSTÁN: Con una hermosa cautiva se ha casado el Gran Señor, y consiéntele su amor que en su ley cristiana viva, y que se vista y se trate como cristiana, a su gusto. CRISTIANO: ¡Cielo pïadoso y justo! CADÍ: ¿Hay tan grande disparate? Moriré si no voy luego a reñirle.
Vase el CADÍ
RUSTÁN: En vano irás, pues del amor [le] hallarás del todo encendido en fuego. Venid conmigo, y mirad que seáis buen sastre. MADRIGAL: Señor, yo sé que no le hay mejor en toda esta gran ciudad, cautivo ni renegado; y, para prueba de aquesto, séaos, señor, manifiesto que yo soy aquel nombrado maestro del elefante; y quien ha de hacer hablar a una bestia, en el cortar de vestir será elegante. RUSTÁN: Digo que tenéis razón; pero si otra no me dais, desde aquí conmigo estáis en contraria posesión. Mas, con todo, os llevaré. Venid. CRISTIANO: Señor, a esta parte, si quieres, quiero hablarte. RUSTÁN: Decid, que os escucharé. CRISTIANO: Para mí es averiguada cosa, por más de un indicio, que éste sabe del oficio de sastre muy poco o nada. Yo soy sastre de la Corte, y de España, por lo menos, y en ella de los más buenos, de mejor medida y corte; soy, en fin, de damas sastre, y he venido al cautiverio quizá no sin gran misterio, y sin quizá, por desastre. Llevadme: veréis quizá maravillas. RUSTÁN: Está bien. Venid vos, y vos también; quizá alguno acertará. MADRIGAL: Amigo, ¿sois sastre? CRISTIANO: Sí. MADRIGAL: Pues yo a Judas me encomiendo si sé coser un remiendo. CRISTIANO: ¡Ved qué gentil tarasí! Aunque pienso, con mi maña, antes que a fuerza de brazos, de sacar de aquí retazos que puedan llevarme a España.
[Vanse] todos. [Sale] la SULTANA con un rosario en la mano, y el Gran TURCO tras ella, escuchándola
SULTANA: ¡Virgen, que el sol más bella; Madre de Dios, que es toda tu alaban[z]a; del mar del mundo estrella, por quien el alma alcanza a ver de sus borrascas la bonanza! En mi aflicción te invoco; advierte, ¡oh gran Señora!, que me anego, pues ya en las sirtes toco del desvalido y ciego temor, a quien el alma ansiosa entrego. La voluntad, que es mía y la puedo guardar, ésa os ofrezco, Santísima María; mirad que desfallezco; dadme, Señora, el bien que no merezco. ¡Oh Gran Señor! ¿Aquí vienes? TURCO: Reza, reza, Catalina, que sin la ayuda divina duran poco humanos bienes; y llama, que no me espanta, antes me parece bien, a tu Lela Marïén, que entre nosotros es santa. SULTANA: No hay generación alguna que no te bendiga, ¡oh Esposa de tu Hijo!, ¡oh tan hermosa que es fea ante ti la luna! TURCO: Bien la pu[e]des alabar, que nosotros la alabamos, y de ser Virgen la damos la palma en primer lugar.
[Salen] RUSTÁN, MADRIGAL y [CRISTIANO], el viejo cautivo y MAMÍ
RUSTÁN: Éstos son los tarasíes. MADRIGAL: Yo, señor, soy el que sabe cuanto en el oficio cabe; los demás son baladíes. SULTANA: Vestiréisme a la española. MADRIGAL: Eso haré de muy buen grado, como se le dé recado bastante a la chirinola. SULTANA: ¿Qué es chirinola? MADRIGAL: Un vestido trazado por tal compás que tan lindo por jamás ninguna reina ha vestido; trecientas varas de tela de oro y plata entran en él. SULTANA: Pues, ¿quién podrá andar con él, que no se agobie y se muela? MADRIGAL: Ha de ser, señora mía, la falda postiza. CRISTIANO: ¡Bueno! Éste está de seso ajeno, o se burla, o desvaría. Amigo, muy mal te burlas, y sabe, si no lo sabes, que con personas tan graves nunca salen bien las burlas. Yo os haré al modo de España un vestido tal, que os cuadre. SULTANA: Éste, sin duda, es mi padre, si no es que la voz me engaña. Tomadme vos la medida, buen hombre. CRISTIANO: ¡Fuera acertado que se la hubieran tomado ya los cielos a tu vida! SULTANA: Sin duda, es él. ¿Qué haré? ¡Puesta estoy en confusión! TURCO: Libertad por galardón, y gran riqueza os daré. Vestídmela a la española, con vestidos tan hermosos que admiren por lo costosos, como ella admira por sola; gastad las perlas de Oriente y los diamantes indianos, que hoy os colmaré las manos y el deseo fácilmente. Véase mi Catalina con el adorno que quiere, puesto que en el que trujere la tendré yo por divina. Es ídolo de mis ojos, y, en el proprio o estranjero adorno, adorarla quiero, y entregarle mis despojos. CRISTIANO: Venid acá, buena alhaja; tomaros he la medida, que fuera más bien medida a ser de vuestra mortaja. MADRIGAL: Por la cintura comienza, así es sastre como yo. TURCO: Cristiano amigo, eso no, que algo toca en desvergüenza; tanteadla desde fuera, y no lleguéis a tocalla. CRISTIANO: ¿Adónde, señor, se halla sastre que desa manera haga su oficio? ¿No ves que en el corte erraría si no llevase por guía la medida? TURCO: Ello así es; mas, a poder excusarse, tendríalo por mejor. CRISTIANO: De mis abrazos, señor, no hay para qué recelarse, que como de padre puede recebirlos la Sultana. SULTANA: Ya mi sospecha está llana; ya el miedo que tengo excede a todos los de hasta aquí. TURCO: Llegad, y haced vuestro oficio. SULTANA: No des, ¡oh buen padre!, indicio de ser sino tarasí.
Estándole tomando la medida, dice el padre, [CRISTIANO]
CRISTIANO: ¡Pluguiera a Dios que estos lazos que tus aseos preparan fueran los que te llevaran a la fuesa entre mis brazos! ¡Pluguiera a Dios que en tu tierra en humildad y bajeza se cambiara la grandeza que esta majestad encierra, y que estos ricos adornos en burieles se trocaran, y en España se gozaran detrás de redes y tornos! SULTANA: ¡No más, padre, que no puedo sufrir la reprehensión; que me falta el corazón y me desmayo de miedo!
Desmáyase la SULTANA
TURCO: ¿Qué es esto? ¿Qué desconcierto es éste? ¿Qué desespero? Di, encantador, embustero: ¿hasla hechizado?, ¿hasla muerto? Basilisco, di: ¿qué has hecho? Espíritu malo, habla. CRISTIANO: Ella volverá a su habla. Haz que la aflojen el pecho, báñenle con agua el rostro, y verás cómo en sí vuelve. TURCO: ¡La vida se le resuelve! ¡Empalad luego a ese monstro! ¡Empalad aquél también! ¡Quitádmelos de delante! MADRIGAL: ¡Primero que el elefante vengo a morir! MAMÍ: ¡Perro, ven! CRISTIANO: Yo soy el padre, sin duda, de la Sultana, que vive. MAMÍ: De mentiras se apercibe el que la verdad no ayuda. Venid, venid, embusteros, españoles y arrogantes. MADRIGAL: ¡Oh flor de los elefantes!, hoy hago estanco en el veros.
Llevan Mamí y RUSTÁN por fuerza al padre de la SULTANA: y a MADRIGAL; queda en el teatro el Gran TURCO y la SULTANA:, desmayada
TURCO: ¡Sobre mis hombros vendrás, cielo deste pobre Atlante, en males sin semejante, si vos en vos no volvéis!
Llévala

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA

La gran sultana, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002