LAS MANOS BLANCAS NO OFENDEN

Pedro Calderón de la Barca

Texto basado en la edición de Juan Jorge Keil en su COMEDIAS DE D. PEDRO CALDERON (Leipzig, 1830). Fue editado en forma electrónica en 1997 por David Hildner y luego pasado al HTML para presentación en esta colección por Vern G. Williamsen. 



Personas que hablan en ella:



PRIMERA JORNADA




Salen LISARDA y NISE con mantos, y PATACÓN, vestido de camino
LISARDA: ¿Cuándo parte tu señor? PATACÓN: Dentro de un hora se irá. LISARDA: ¿No sabré yo dónde va? PATACÓN: Aunque arriesgara el temor de su enojo, lo dijera, a saberlo, te prometo, o por no guardar secreto o por temer de manera tu condición siempre altiva que estoy temiendo, y no en vano, cuando aquesta blanca mano, por blanca que es, me derriba dos o tres muelas siquiera, como si tuviera yo culpa en que se vaya o no. LISARDA: ¿Tras el ausencia primera, de que aun hoy quejosa vivo, segunda ausencia previene? PATACÓN: ¿Qué le hemos de hacer, si tiene espíritu ambulativo? El no puede estar parado. NISE: Para reloj era bueno. PATACÓN: Y aunque más se lo condeno, es a ver tan inclinado que, solamente por ver, de una en otra tierra pasa, siempre fuera de su casa. NISE: Malo era para mujer. PATACÓN: Pues nada a ti te pregunto, calla, Nise; que es en vano querer de mi canto llano echarle tú el contrapunto. NISE: Pues yo ¿qué digo? LISARDA: Dejad los dos tan necia porfía, como veros cada día opuestos; que es necedad insufrible; y dime (¡ay cielo!) ¿dónde Federico está ahora? PATACÓN: Mientras que va disponiendo mi desvelo maletas y postas, él salió; no sé dónde ha ido. LISARDA: Pues ya que a verle he venido donde mi pena crüel, si algún alivio me deja, a vista de olvido tanto, sin que yo sepa qué es llanto, llegue él a saber qué es queja. Búscale y dile que aquí estoy. PATACÓN: Yo lo buscaré, bien que dónde está no sé. Mas Fabio, que viene allí, quizá lo dirá. LISARDA: Aunque Fabio no importara que me viera, y vengar en él pudiera con un agravio otro agravio, con todo, en la galería que cae sobre el Po, le espero retirada; que no quiero dar a la desdicha mía otro testigo. PATACÓN: ¡Detente! LISARDA: ¿Por qué? PATACÓN: Porque en esta parte esconderte hoy o taparte tiene un grande inconveniente. LISARDA: ¿Y qué es? PATACÓN: Que algún entendido que está de puntillas puesto no murmure que entra presto lo tapado y lo escondido; y, antes de ver en qué para, diga, de sí satisfecho, que este paso está ya hecho. LISARDA: En que entra Fabio repara, y no quiero que me vea. NISE: Tápate, y vente a esconder.--
A PATACÓN
Y tú puedes responder, pues que yo no sé quién sea, que si tapada y cubierta es fácil haga otro tanto, que yo le daré este manto, y aquí se queda esta puerta.
Escóndense las dos
PATACÓN: Aunque a estorbaros me aplico, no puede mi condición conseguirlo.
Sale FABIO
FABIO: Patacón, ¿adónde está Federico? PATACÓN: A buscarle voy; aguarda aquí. (¡Quiera Dios le halle, Aparte para que pueda avisalle adónde queda Lisarda!) FABIO: (Loco pensamiento mío, Aparte no te quejarás de mí, porque no fíe de ti el mal que de mí no fío; pues cuando pedir pudiera albricias de que hoy se va quien tantos celos me da con la más hermosa fiera destos montes y estos mares, no permite mi esperanza que tome tan vil venganza, a costa de los pesares de la ausencia de un amigo, a quien ofendió el deseo. Y pues a callar me veo obligado, ni aun conmigo lo he de hablar; séllese el labio, y quien alivio no espera sufra, calle, gima y muera.)
Sale FEDERICO con un papel
FEDERICO: Pues ¿no me avisarais, Fabio, que estabais aquí? FABIO: Ya fue a buscaros Patacón. FEDERICO: Ociosa es su pretensión, si va a otra parte, porqué en esa cuadra escribiendo a Lisarda este papel estaba, diciendo en él cómo ausentarme pretendo, por decirla algo . . . LISARDA: (¡Ay de mí!) FEDERICO: . . . a un negocio que ha importado para el pleito de mi estado. LISARDA: (¿Haslo oído, Nise?) NISE: (Sí. Por decirte algo, te escribe no más.) LISARDA: (¡Ah, tirano!) FABIO: Pues, ¿esa la causa no es de la ausencia? FEDERICO: No; que hoy vive tan muerta la pretensión como viva otra esperanza, cuya vana confïanza es imán del corazón. Tras ella voy, sin saber si la he de perder o hallar. Tened lástima a un pesar, que el buscarle es su placer. FABIO: No me atrevo a preguntaros nada; que no he de inquirir lo que no queráis decir. Sólo he venido a buscaros para saber en qué puedo en esta ausencia serviros, y dónde podré escribiros. FEDERICO: De queja tan cuerda quedo advertido; y porque no se agravie nuestra amistad de mi silencio, notad la causa que me obligó a volver; veréis si es mucha. LISARDA: (Escucha con atención.) NISE: (Bueno es que él la relación haga y digas tú el "escucha.") FEDERICO: Ya sabéis que yo de Ursino había nacido heredero, si el cielo no me quitara lo que me había dado el cielo; pues siendo así que Alejandro, de Ursino príncipe y dueño, siendo hermano de mi padre y habiendo sin hijo muerto, me tocaba, por varón, de aquel estado el gobierno, o mi desdicha o mi estrella o mi fortuna ha dispuesto que Teodosio, emperador de Alemania, a quien por feudo toca la elección, por ser colonia del sacro imperio, a mi prima Serafina, que en infantes años tiernos quedó, por muerte del padre, en posesión haya puesto, como inmediata heredera, bien que a salvo mi derecho del último poseedor. Mas ¿para qué ahora os cuento lo que sabéis? Pues sabéis que nos hallamos a un tiempo, ella princesa de Ursino y yo el más pobre escudero de su casa; cuya instancia ocasión fue de no habernos visto los dos desde entonces; que aquel hidalgo proverbio de "pleitear y comer juntos" sólo para dicho es bueno; porque no sé cómo pueden avenirse dos afectos conformes al trato, estando a la voluntad opuestos. Con este pesar, por no decir, con este despecho, que a un ánimo generoso nada ha de quitarle el serlo, viví ocioso cortesano de Milán, adonde, expuesto a los desaires de pobre, anduve siempre, os prometo, vergonzoso, siempre triste, melancólico y suspenso; que no hay estado en el mundo (perdonen cuantos nacieron atareados a su afán) peor que el de pobre soberbio; hasta que, pensando un día en qué pudiera ser medio a mis tristezas, que fuera lícito divertimiento, vine a dar (fuese locura o inclinación, que no quiero poner en razón ideas de un ocioso pensamiento, que doméstico enemigo alimentaba yo mesmo) en que el vivir ignorado sería el mejor acuerdo, llevando mis vanidades engañadas por diversos rumbos; que necesidad a solas tiene consuelo, pero con testigos no. Mas ¡qué recibido yerro, no sentir verla y sentir ver que vean que la tengo! Esta, pues, locura, dije antes y a decirlo vuelvo ahora, a ausentarme, Fabio, me persuadió; a cuyo efecto pedí licencia al cariño que tuve a Lisarda un tiempo, bien que a pesar del rencor de su padre; porque siendo en estos bandos de Italia yo Gebelino y él Güelfo, declarados enemigos fuimos siempre. ¿Quién vio, cielos, en la familia de una alma vivir de puertas adentro en un lecho y a una mesa amor y aborrecimiento? Deste, pues, ceño heredado, en el litigado pleito se vengó de mí, no como debió un noble; pues habiendo dejado en Milán su hija al abrigo de unos deudos que en esta ausencia han faltado, por gozar no sé qué sueldos del César, pasó a Alemania, donde, a Serafina afecto más que a mí, favoreció su partido. Pero esto no es del caso; y así vamos a que, a ausentarme resuelto, pedí licencia al cariño que tuve. Advertid, os ruego, pues hablo con vos, y no puede Lisarda saberlo, que deciros que le tuve no es deciros que le tengo, sin que por esto tampoco penséis que el mudar de afecto nace de aquella ojeriza. Y así aquí la hoja doblemos; que, para acudir a todo, yo la desdoblaré presto. Salí, Fabio, de Milán solamente con intento de complacer el capricho de mis locos devaneos; pero apenas vi las cuatro cortes de nuestro emisferio, a quien parece que miran afables cuatro elementos (pues Nápoles, toda halagos, e[s] blanda región del viento; toda montes Roma, es de la tierra fértil centro; toda mar Venecia, de agua población; y toda fuego Sicilia, abrasada esfera) cuando los ojos volviendo a mis sentimientos, vi no enmendar mis sentimientos la vaguedad de mi vida; pues antes iban creciendo con la hermosa variedad de tanto glorioso objeto; y así traté de volverme, que nunca duran más que esto veletas que sólo están contemporizando al viento; si bien otro intento, Fabio, fue causa, pues fue el intento, rematando con las ruinas de mi poca hacienda, expuesto a hacerme yo mi fortuna, irme a la guerra que veo que los alemanes rompen con los esgüízaros. Pero ¿qué más guerra que un cuidado, más asalto que un deseo, más campaña que un amor, ni más arma que unos celos? Celos dije, y amor dije; pues para que veáis si es cierto, aquí haced punto, que aquí os he menester atento. Volviendo, pues, a Milán, hube de tocar en pueblos del principato de Ursino, y hallélos todos envueltos en públicas alegrías, bailes, músicas y juegos. Pregunté la causa y supe que era haber cumplido el tiempo de su pupilar edad Serafina, y que el consejo, que había hasta allí gobernado en forma de parlamento, a otro día la ponía en posesión del gobierno, con calidad que en un año hubiese de elegir dueño que los rigiese, por no estar a mujer sujetos. A este efecto hacía el estado regocijos y a este efecto cuantos príncipes Italia tiene, a su hermosura atentos más que a su estado (¿qué mucho, si la hermosura es imperio que se compone de tantos vasallos como deseos?), procuraban festejarla, siendo de todos primero acreedor de tanta dicha don Carlos Colona, excelso príncipe de Bisiniano, que en los comunes festejos tiene el primero lugar. Aténgome a su derecho, porque está muy adelante el que por casamentero tiene al vulgo, y muy atrás quien tiene de un vulgo celos. Añadióse a esta noticia que Carlos, fino y atento, un torneo de a caballo mantenía, defendiendo que ninguno merecía ser de Serafina dueño. Quien defiende una verdad muy poco le debe al riesgo. Yo no sé con qué ocasión, pues antes debiera cuerdo hüir, Fabio, sus aplausos para huir mis sentimientos, entré en deseo de ver la novedad del torneo, y fui a la corte de Ursino; mas ¡qué sin vista, qué ciego sigue el dictamen del hado un infeliz, no advirtiendo dónde está el daño ni dónde está el favor! Porque el cielo, que con letras de oro tiene en campo azul sus decretos ya iluminados, no hace caso del discurso nuestro; y así el mal y el bien se vienen sucedidos ellos mesmos. Dígolo porque, llegando disfrazado y encubierto de noche, hallé la ciudad hecha humano firmamento. Los horrores de las sombras con las máquinas del fuego desdén hicieron del día. Perdone el sol, si me atrevo a decir que, si duraran los materiales reflejos de tanto esplendor, la aurora misma no le echara menos; pues naciendo no podía darla más luz que muriendo. De una en otra calle, pues, con vista vagueando a tiento, al palacio llegué, adonde también informado advierto que hacía un público sarao las vísperas del torneo, que había de ser a otro día. Aquí, entre la gente envuelto más común, llegué al salón, donde vi en un trono excelso a Serafina. Esta vez el nombre trajo el concepto, no yo; y así permitidme decir, o vulgar o necio, que era cielo y Serafina el serafín de su cielo. Ya os dije que no la había visto desde sus primeros años; y así la objeción no será de fundamento, si dijere que fue ésta la primera vez que atento vi tan cara a cara al sol, que desalumbrado y ciego quedé a sus rayos. No sé, (si a las mejoras atiendo que hallé en su hermoso semblante) que dos manos tiene el tiempo, que una va perficionando cuando otra va destruyendo; mas bien sé (si en las acciones de un diestro pintor lo advierto, pues cuando labra estudioso alguna imagen, al lienzo arrima el tiento y descansa luego la mano en el tiento), cuando no le sale a gusto el rasgo que deja hecho, lo que la derecha pinta borra la izquierda. Esto mesmo al tiempo sucede, pues, cuando en breves años tiernos va ilustrando perfecciones, va la hermosura en aumento; pero, cuando no le sale tan a su gusto el objeto, le quita con una mano el matiz que otra le ha puesto; siendo la edad de una dama tabla en que dibuja diestro hasta cierto punto, en que, de la imagen mal contento, él mismo vuelve a ir borrando lo que él mismo fue puliendo. En toda mi vida, Fabio, vi prodigio, vi portento, vi asombro, vi admiración de igual hermosura. Pero ¿qué mucho, si en cuatro lustros no ha tenido tiempo el tiempo para que desagradado cualquier rasgo no sea acierto? No me quiero detener en pintar los lucimientos, bordados, joyas y galas de damas y caballeros; porque me está dando priesa el más extraño suceso que oísteis jamás. Y así baste decir que, como entre sueños pasó el festín y la noche quedó en su común silencio, yo, que saqué dél conmigo, sin saberlo yo, en mi pecho... un cuidado iba a decir, y no es cuidado; un deseo, y no es deseo tampoco; un afecto, y no es afecto; un agrado, y no es agrado; un tormento, y no es tormento; un no sé qué... ahora lo dije; pues no sé lo que es, supuesto que miento, si digo gusto, y si digo pesar, miento; tan nuevo huésped del alma que, aposentándole dentro della, aun ella no sabía si era tristeza o contento. Con este enigma, que aun hoy ni le descifro ni entiendo, a las puertas del palacio me quedé absorto y suspenso, sin saber adónde irme (mas ¿qué mucho, si violento estuviera en otra parte, pues ya era aquélla mi centro?), cuando a no pequeño espacio escucho decir al eco en desacordadas voces de mal formados acentos: "¡Fuego!" No hube menester segundo informe, supuesto que, para saber adónde, fue oírle y verle tan a un tiempo que llegó a mí tan veloz la llama como el estruendo. El cuarto de Serafina era el que en breve momento de alcázar pasó a volcán, de palacio a Mongibelo. Toda su fábrica hermosa, ruina del voraz incendio, pirámide era de humo, tan alta que los reflejos de sus erradas centellas, con presunción de luceros, a pesar del viento, ardían de esotra parte del viento. Mal hubiese el aparato, mal hubiese el lucimiento de tanta encendida antorcha como le adornó primero; pues, descuidada pavesa del abrasado festejo el asunto dio al acaso y a mí el asunto y el riesgo. Pues, como más desvelado o más cercano, creyendo que en otro incendio llevaba perdido a cualquiera el miedo, me arrojé a entrar y, pasando del hidrópico elemento las ya destroncadas ruinas, con que voraz y sediento hacía iguales desperdicios de lo precioso y lo bello, sin que aquí al oro, allí al jaspe tuviese su [s]ed respeto, sin que respeto tuviese su hambre aquí al pulido aseo ni allí al precioso menaje, abrasando y consumiendo desde el dorado artesón al chapeado pavimiento, aquí estudios del telar y allí del pincel desvelos, "¡Cielos, piedad!" una voz en desmayado lamento dijo, cuyo boreal norte me dio en una cuadra puerto, donde Serafina hermosa, casi en el último aliento de su vida, sin sentido, duraba con sentimiento. Ni bien desnuda, ni bien vestida estaba; que a medio traje debió de cogerla el sobresalto y, queriendo escapar, fue de la fuga rémora el desmayo. ¡Ah, cielos, y quién supiera pintarla! Pero aun contado no quiero, cuando ella se está abrasando, estarme yo discurriendo. Con ella cargué en los brazos y, Eneas de amor, rompiendo canceles de fuego y humo, salí al primer patio, a tiempo que ya la lloraban muerta los que, así como la vieron, quitándola de mis brazos, cuidaron de su remedio, albergándola en la casa de un anciano caballero, sin que de mí ni mi acción hiciese ninguno dellos caso. Mas ¿qué acción de pobre se ha agradecido más que esto? ¿Quién creerá que a quien me quita estado, lustre y aumento diese la vida? Mas ¿quién no lo creerá, si, acudiendo ahora a desdoblar la hoja que dejé, a confesar llego que es la causa su hermosura y no el aborrecimiento del padre, para que echase a Lisarda de mi pecho? Diga del primer amor lo que quisiere el más cuerdo; que, en llegando a ver segundo, siempre al segundo me atengo. Quien me acuse de mudable meta la mano en su pecho, y verá cuántos cariños de ayer son hoy cumplimientos. En demanda, pues, de tanta dicha como me prometo o de la locura mía o de su agradecimiento, ya que dilató este acaso saraos, justas y torneos, prevenido, como pude, de créditos y dineros, galas, armas y caballos, declarado amante vuelvo a festejarla y servirla, no sin esperanza, puesto que, para que me conozca dueño de su vida, llevo una seña en esta joya que, al quitármela del pecho, la quité del pecho yo para testigo y acuerdo de mi acción. Fundado en ella y en mi sangre, que en efecto si arde sin fuego, quizá arderá mejor con fuego, he de obligarla.
Salen LISARDA, y quítale la joya, y NISE
LISARDA: No harás, ingrato. FEDERICO: ¿Qué es lo que veo? LISARDA: Que si no hay otro testigo de la deuda en que la has puesto, sino esta joya, esta joya no lo será ya.
Hace que la arroja
FEDERICO: ¿Qué has hecho, tirana? LISARDA: Arrojar al Po ese traidor instrumento de mi agravio; que, si a ti favoreció un elemento, a mí otro: llévese el agua lo que a ti te trajo el fuego. FEDERICO: ¡Oh, mal haya la atención de obligaciones que han puesto lazos al noble en las manos para no vengar despechos de mujer! Que ¡vive Dios! que, a no mirar que me ofendo más a mí que a ti, no sé lo que hiciera, al ver que pierdo la mejor prenda del alma! Mas yo amaré tan atento, yo idolatraré tan fino, yo serviré tan sujeto que no me haga falta. Y pues oíste lo que pretendo en este papel dorarte, más que de fino, de cuerdo, toma el papel a pedazos;
Rómpele
que más disculpa no quiero ya contigo; y pues el agua hoy te ha vengado del fuego, busca también quien te vengue de los átomos del viento. -- ¡Patacón!
Sale PATACÓN
PATACÓN: Bien podría hallarte yo allá, estando tú acá dentro. FEDERICO: ¿Está ya dispuesto todo? PATACÓN: Todo está, señor, dispuesto. FEDERICO: Pues llega la posta, y vamos. -- Adiós, Fabio. -- Y tú, áspid fiero, quédate; que, a no más ver de tu hermosura me ausento.
Vase FEDERICO
PATACÓN: Nise, adiós. Y en esta ausencia una cosa te encomiendo, aforrada della. NISE: ¿Qué es? PATACÓN: Casta, no casta. NISE: Ya entiendo.
Vase PATACÓN
FABIO: Bien pudiera yo vengarme, Lisarda, de tus desprecios con tus desprecios; mas es noble mi amor y no quiero que tus sentimientos sean despique a mis sentimientos; y así llóralos sin mí; porque al verte llorar, temo que a alguna ruindad me obliguen o mis celos o tus celos.
Vase FABIO
LISARDA: ¿Quién en el mundo se vio en igual desaire? Pero ¿cómo cobarde me aflijo y no animosa me vengo? NISE: ¿Qué venganza has de tener de hombre tan ruin y grosero como ha andado? ¿Éste era el fino? ¿Éste el rendido, el atento? ¡Ah, fuego de Dios en todos! LISARDA: No sé; mas sí sé, pues tengo esta joya en que fundar mis engaños. NISE: ¿Cómo es eso? Pues ¿no la arrojaste al río? LISARDA: No; porque el fin previniendo de que me podía servir, otra que tenía en el pecho arrojé, con que sus señas pudo desmentir el viento. Y pues lo que en un instante previne sucede, ¡ea, ingenio! a nueva fábula sea mi vida asunto; que, puesto que de celosas locuras están tantos libros llenos, no hará escándalo una más. NISE: ¿Qué intentas? LISARDA: ¿Desde el primero oriente mío no fui víbora, pues que naciendo la vida costé a mi madre? ¿Mi padre entre los estruendos de Marte no me crïó, por no dejarme a los riesgos de los bandos gebelinos, siendo él campeón de los güelfos? ¿Segunda naturaleza la costumbre no me ha hecho tan varonil que la espada rijo y el bridón manejo? ¿Hoy, apagados los bandos, por ir al César sirviendo, en Milán no me dejó encargada a Filiberto, su hermano? ¿Él en esta ausencia también (¡ay de mí!) no ha muerto, con que estoy libre? ¿Mi primo, el príncipe de Orbitelo, a quien su madre ha criado, sin que le haya visto el pueblo, entre sus damas, no es un hermoso joven bello, en cuyo labio la edad aun no dio el perfil primero de la juventud? ¿No van a Ursino amantes diversos de Serafina? NISE: Sí. LISARDA: Pues haz de todo esto un compuesto, y sígueme, sin que pongas objeción a mis intentos; que, si no hubiera extrañeza en los humanos afectos, la admiración se quedara inútil al mundo; puesto que no hubiera que admirar maravillas y portentos de un hombre con desengaños y de una mujer con celos.
Vanse
Salen dos damas con instrumentos, y TEODORO, viejo
TEODORO: ¿Traéis instrumentos? DAMA 1: Sí. TEODORO: Pues para aliviar su triste pena, en tanto que se viste, podéis cantar desde aquí, ya que experiencia tenemos que nada pasión tan fuerte, sino el canto, le divierte. DAMA 1: ¿Qué tono, Flora, diremos? DAMA 2: El de Aquiles, cuando está sirviendo a Deidamia; pues su letra otras veces es la que más gusto le da. TEODORO: Cantad, y sea el que fuere, pues a música inclinado, el cielo en ella le ha dado tanta gracia que prefiere a las aves; y podría ser que, como os escuchase, cantando él también, templase tan grave melancolía.
Cantan
DAMAS: "De Deidamia enamorado, hermosísimo imposible, en infantes años tiernos estaba el valiente Aquiles."
Sale CÉSAR vistiéndose
CÉSAR: ¿De Deidamia enamorado, hermosísimo imposible, en infantes años tiernos estaba el valiente Aquiles?
Canta
"¡Ay de mí, triste, que mi vida estas voces me repiten!" DAMAS: "Tan rendido a sus pasiones, felices ya, ya infelices, que a gusto del pesar muere, y a pesar del gusto vive." CÉSAR: ¿Tan rendido a sus pasiones, felices ya, ya infelices, que a gusto del pesar muere, y a pesar del gusto vive?
Canta
"¡Ay de mí, triste, que mi vida estas voces me repiten!" DAMAS: "Tetis, su madre, temiendo que entre dos muertes peligre, la guerra que la amenaza y la pasión que le aflige, porque una no sepa dél y otra su dolor alivie, para que sirva a Deidamia traje de mujer le viste." CÉSAR: ¿Para que sirva a Deidamia traje de mujer le viste?
Canta
"¡Ay de mí, triste, que mi vida estas voces me repiten!" Callad, callad; que parece que el tono y letra que oí, no por Aquiles, por mí se hizo; pues en él me ofrece no sé qué sombras la idea que presumo que soy yo quien en mujer transformó su madre; pues que desea que, entre mujeres crïado, de Marte el furor ignore, y melancólico llore las amenazas del hado, sin que a mi dolor penoso alivie el daño; pues dél sólo me da lo crüel y me niega lo piadoso. Pues ya que como mujer, contra mi ambición altiva, quiere que encerrado viva, pudiera también hacer que como mujer sirviera a otra más bella, más rara Deidamia, de quien gozara sólo la vista siquiera. Y puesto que mis tormentos tanto me ahogan, callad, y para siempre arrojad o romped los instrumentos; que no quiero, cuando yo lloro un oculto pesar, oír cantar, por no cantar. TEODORO: ¿Esto no te agrada? CÉSAR: No. TEODORO: Pues ¿de cuándo acá, si el cielo de tal gracia te ha dotado que a tus voces se han parado los pájaros en su vuelo, la aborreces, siendo así que sólo el canto solía templar la melancolía? CÉSAR: Desde que reconocí que él la templaba, no quiero, Teodoro, usar dél; que es tal mi mal que sólo en mi mal me alivia el ver que dél muero. Y así dejadme morir, sentir, padecer, penar. ¿Qué tono como llorar? ¿Qué letra como gemir? TEODORO: ¿Es posible que de mí no te fiarás, pues he sido yo el que solo te ha servido, criado y enseñado? CÉSAR: Sí. De ti me quiero fïar. --
A las damas
Salíos las dos allá fuera.
Vanse las damas
CÉSAR: Oye la piedad primera que me debe mi pesar: Heredero de mi padre quedé, Teodoro, en infancia tan tierna que no sentía, hasta otro tiempo, su falta. Mi madre, guardando noble la viudedad de romana antigua, como matrona de su lustre y de su fama, dejó a Milán y a Orbitelo y, reduciendo su casa a moderada familia, la trajo entre estas montañas donde Miraflor del Po es tan abreviado alcázar que apenas sus poblaciones de cuatro villanos pasan. Cubrió de funestos lutos su vivienda, con tan rara austeridad que aun al campo apenas dejó ventana. En esta soledad y este retiro fue mi crïanza del delito del nacer una prisión voluntaria. En ella (que, aunque lo sepas, no importa el decirlo nada, puesto que un triste, aunque diga lo que se sabe, descansa) con tan grande, con tan ciega terneza me mira y ama que el aire, que apenas pase junto a mí, la sobresalta. Si alguna tarde la pido licencia para ir a caza, aun los conejos presume que son fieras que me matan; y lo más que me concede es, cuando más se adelanta, chucherías de las aves, varetas, ligas y jaulas. Si a las orillas del río salgo a pescar con la caña, desvanecido en sus ondas temiendo queda que caiga. Verme arcabuz en las manos es llorar que se dispara o se revienta. Si ve que algún caballo me agrada, por manso que sea, presume que se desboca y me arrastra. Espada no me permite traer, siendo así que la espada a los hombres como yo se ha de ceñir con la faja. La familia que me asiste sólo es de dueñas y damas y sólo lo que de mí la gusta es tocar un arpa, a cuyo compás tal vez, porque buscando esta gracia a otra, quizá dio conmigo, llora mi voz lo que canta. A ti solo, por no hallar mujer en el mundo sabia, que si la hubiera en el mundo, sin duda es que la buscara, me dio por maestro, de quien he aprendido lo que llaman buenas letras; de manera que hijo de viuda es tanta la atención con que me cría, el temor con que me guarda, que presumo que la misma naturaleza se agravia, quejosa de que el cabello crecido y trenzado traiga, y por eso no ha querido brotar, Teodoro, en mi cara aquella primera seña que a la juventud esmalta. Dejemos en este estado la desdicha de que haya crecido un hombre a no más que a crecer, sin que le haga pasaje la edad a que a ver sus iguales salga; y vamos a otro suceso, cuya novedad extraña, criándola como me crían, nunca ha salido del alma. Serafina, que hoy de Ursino es princesa propietaria, vencido el pleito, de que tú fuiste parte contraria, pues de Federico amigo, ayudaste sus instancias, cuya ojeriza te tiene sin tu familia y tu casa, y confiscada tu hacienda, desterrado de tu patria, a besar la mano al César, que en esta ocasión se hallaba en Milán, porque viniendo, llamado de la arrogancia del esgüízaro rebelde, dar quiso una vuelta a Italia, pasó a vista de Belflor, adonde mi madre trata, por deudo o por amistad, aquella noche hospedarla. Vila, Teodoro, y vi en ella la beldad más soberana que pudo en su fantasía, lámina haciendo del aura, del pensamiento colores, jamás dibujar la varia imaginación de quien piensa en lo que a ver no alcanza; si ya no es que, como era mi pecho una lisa tabla en quien amor no había escrito ningún mote de sus ansias, sin ser menester borrar líneas de primera estampa, pudo escribir fácilmente, y escribió: "Muera quien ama." Apenas besé su mano cuando mi madre me manda retirar, por dar lugar a que descanse en la cama. Tan breve fue la visita que pienso que, si tornara a verme, no era posible que me conociese. ¡Oh cuánta debe, Teodoro, de ser la no medida distancia que hay desde el ver al mirar! Dígalo el que viendo pasa o el que mirando se queda; pues siendo una cosa entrambas, uno esculpe en bronce duro y otro imprime en cera blanda. Tan triste salí y tan ciego de haberla visto y dejarla que, curiosamente osado, dando la vuelta a una cuadra que a su hospedaje salía, a la breve luz escasa de la llave de la puerta falseó mi vista las guardas. De sus prendidos adornos fue despojando bizarra el cabello y, viendo yo que a cada flor que quitaba iba quedando más bella, dije: "Sin duda es avara la hermosura allá en el mundo, pues sobre perfección tanta, pidiendo ayuda al aliño, pide lo que no le falta." Apenas él se vio libre de trenzas y de lazadas, cuando empezó a desmandarse por el cuello y por la espalda. Perdone esta vez Ofir, peinado monte de Arabia, porque esta vez no han de hilarse sus hebras en sus entrañas. De negro azabache era ondeado golfo, y con tanta oposición por la nieve o se encoge o se dilata que, cuando la blanca mano en crencha al lado le aparta, jugando siempre el dibujo de la frente a la garganta, de ébano y marfil hacía taracea negra y blanca. A fácil prisión reduce una cinta la arrogancia de aquel desmandado vulgo, tras cuya acción se levanta con tal gala que no era para quedarse sin gala. Lo que dijera no sé de una pollera que a gayas, siendo primeravera de oro, brotaba flores de plata. No sé (¡ay Dios!) lo que dijera de un guardapié que guardaba no sé qué cendal azul, no sé qué rasgo de nácar, de cuyos jazmines era botón un átomo de ámbar, si no fueras tú (¡ay de mí!) Teodoro, el que me escucharas. Que canas y dignidad de maestro me acobardan, y no suenan bien verdores, donde hay dignidad y canas. Y así diré solamente que, apenas se vio acostada, cuando sirviendo la cena de mi madre las crïadas, dejándome con la noche, ella se fue con el alba. Cómo quedé no te digo; tú que lo imagines basta; pues eres testigo fiel de mis repetidas ansias. Muriérame de tristeza si en un acaso no hallara, para engañar al dolor, tan pequeña circunstancia como fue que, hablando della mi madre, dijo una dama: "No era mala la princesa para hija." A que recatada respondió con falsa risa: "¡Quién con la piedra encontrara filosofal del amor! ¡Que a fe que no fuera falsa!" ¡Qué bien contento es un triste! Pues, cuando de darle tratan algún alivio a su pena, cualquiera cosa le basta. Dígolo porque sobró, dicha sola una palabra, para que yo no muriese, a cuenta desta esperanza. Pero aun este breve alivio ya de entre manos me falta, pues ya sé (la culpa tuvo leer tú en público la carta) que a Serafina pretenden cuantos príncipes Italia tiene, a cuyo efecto es toda su corte saraos y danzas, máscaras, justas, torneos, en que todos se señalan, porque, celoso de todos, muera en mi desconfianza. Mil veces me hubiera huido desta prisión que me guarda, si presumiera de mí que yo pudiera agradarla. Mas ¿dónde he de ir si, criado entre meninas y damas, sé de tocados y flores más que de caballos y armas? ¡Mal haya, no el amor digo de mi madre, mas mal haya, dejando en salvo su amor, de su amor la circunstancia! Pues ella, para que tema verme en público, me ata las manos. Ésta es mi pena, éste mi dolor, mi ansia, mi tristeza, mi desdicha, mi mal, mi muerte y mi rabia. TEODORO: De todo cuanto me has dicho no he de responderte a nada, sino a aquel punto no más que tocaste, en que yo, a causa de amigo de Federico, ausente estoy de mi patria. CÉSAR: Pues ¿qué me importa a mí eso? TEODORO: El todo de tu esperanza. CÉSAR: ¿Cómo? TEODORO: Como interesado soy en que tú a Ursino vayas; pues si por dicha lograses tú el fin de dicha tan alta, templará tu casamiento de Serafina la saña, y yo volveré a vivir con mi familia y mi casa. CÉSAR: Supongo que tú me ayudes a que desta prisión salga; ¿qué he de hacer yo en el concurso de tantos como la aman, si apenas los nombres sé de lo que es tela o es valla? Y si la verdad confieso, sólo el pensarlo me espanta; que no en vano a la costumbre todos en el mundo llaman segunda naturaleza. TEODORO: Mira, amor vuela con alas ocultamente; y así nadie ve por dónde anda. Esto es decirnos que siempre, con sus elecciones varias, tal vez le agrada lo fiero, tal vez lo hermoso le agrada, tal le complace lo altivo, y tal lo altivo le cansa. Siendo así, no desconfíes, que tu hermosura y tu gracia y más, si es que alguna vez donde ella lo escuche cantas, podrá ser que la enamores más por las delicias blandas que esotros por los estruendos. Angélica lo declara; hermoso quiso a Medoro más que a Orlando altivo. Trata de enamorarla tú el gusto, podrá ser que, si es que alcanza más lo bello en los festines que lo fiero en las campañas, lo que una Angélica hizo una Serafina haga. Vente conmigo, que yo te pondré en Ursino casa. Tu madre, viéndote allá, es preciso que te valga de todos los lucimientos. Y pues que la edad te salva de torneos y de justas, apela para las galas, el ingenio y la belleza; y cuando no logres nada ¿en qué peor estado entonces te hallarás que el que hoy te hallas? CÉSAR: Dices bien, y las acciones que tocan en temerarias no se han de pensar; y así ¿cuándo quieres que me vaya? TEODORO: Esta noche; y pues yo tengo llave que a tu cuarto pasa, abierto estará; teniendo puesta en la sirga una barca que el Po abajo nos conduzca a la quinta en que hoy se halla Serafina, en tanto que la ruina del cuarto labran. CÉSAR: Sola una dificultad resta ahora, para que salga. TEODORO: ¿Qué es? CÉSAR: Que es preciso que pase por delante de la cama de mi madre; y si me ve salir, es fuerza la haga novedad. TEODORO: ¿No habrá un disfraz con que, a aquella luz escasa que la queda, no conozca que tú seas el que pasa? CÉSAR: Sí; y el disfraz ha de ser... TEODORO: ¿Qué? CÉSAR: Que a la dama de guarda que duerme allí, quitaré...
Dentro
VOZ: ¡César! CÉSAR: Mi madre me llama. TEODORO: Responde, porque no entienda de nuestro secreto nada. CÉSAR: Pues adiós. TEODORO: ¿En qué quedamos? CÉSAR: En que saldré, aunque me haga injuria el disfraz que pienso. TEODORO: Antes viene bien la traza, para que no te conozcan, aunque en tus alcances vayan. CÉSAR: Pues espérame; y adiós. TEODORO: En vela mi amor te aguarda. CÉSAR: ¡Oh quiera el cielo que logre mi amor por ti esta esperanza! TEODORO: ¡Oh quiera el cielo que vuelva por ti yo a gozar mi patria!
Vanse. Salen SERAFINA, LAURA y CLORI
LAURA: Ya que tus melancolías te traen al campo, señora, no llores con el aurora, pues hay alba con quien rías. SERAFINA: Mal de las tristezas mías el pesar podrá aliviar risa o llanto. CLORI: Eso es mostrar que no hay ni puede haber a quien dé vida el placer, si a ti te mata el pesar. SERAFINA: ¿Por qué? CLORI: Porque, si tu estrella, señora, a verte ha llegado tan ilustre por tu estado, por tu perfección tan bella, y tú formas queja della, ¿quién con la suya estará contenta? SERAFINA: Más que me da mi estrella, Clori, me quita quien hacerme solicita certamen de amor; y ya que apuras mi sentimiento, ¿qué importa que celebrada viva en mi estado, adorada de uno y otro pensamiento, si al interés sólo atento vino a servirme el más fino, siendo el estado de Ursino la dama que adora fiel, pues cuando estaba sin él ninguno a mis ojos vino? ¿Por qué ha de pensar, me di, el que hoy miras más postrado que valgo yo por mi estado lo que no valgo por mí? ¿Quieres ver si esto es así? El día que se abrasó mi palacio, ¿cuál llegó desos amantes a darme vida? ¿Cuál, para librarme, a las llamas se arrojó? ¡Bueno es que, estando servida de tantos príncipes, fuese un hombre vil quien me diese a vista de todos vida! Y ser vil, es conocida cosa, pues se contentó con la joya que llevó, como si yo no le hubiera de pagar de otra manera el socorro. LAURA: En eso no puedes tu queja fundar; que a tus umbrales primero estaría. SERAFINA: Ahora quiero a nueva queja pasar. ¿Por qué otro había de estar a mis umbrales? Mal sales con la razón que los vales; que eso antes es ofendellos; porque yo pensaba que ellos dormían a mis umbrales. Con que de todos quejosa y de ninguno agradada, me huelgo ver dilatada aquella lid amorosa, por si en tanto que reposa en quietud el ardimiento, tregua hace mi sentimiento al ver que en su competencia ha de hacer la conveniencia, y no el gusto, el casamiento.
Sale CARLOS
CARLOS: Sabiendo que esta mañana salías al campo, porqué lo dijo alegre la rosa, lo dijo ufano el clavel, esperando cada uno la dicha de florecer más que al halago del sol, al contacto de tu pie, previne, por si querías del río la pesca ver, tres góndolas que veloces parecen, sulcando en él, tal vez dejando la orilla, y cobrándola tal vez, que un Aquilón africano las engendró a todas tres. Para música las dos son, la otra para ti, en quien brillar, a pesar del agua, una ascua de oro se ve; bien que la tienda desdice el concepto; porque, aunqué son de oro los masteleros, de tela la tienda es, con cuyo verde color se corresponden después gallardetes y casacas, todo haciendo, al parecer, un verde islote, si ya no un escollo, como el que hurta un poco sitio al mar, y mucho agradable en él. Pero aunque mi prevención atenta a tu gusto esté, con la música en el aire y el agua con la red, te suplico que no admitas hoy el festejo, porqué colérico el Po ha salido de sus límites. No sé si ha sido envidia del mar que, llegando a conocer que por huésped te esperaba, se ha incorporado con él, con cuya avenida es tal de su furor el desdén que, abrigándose a la orilla, al más lejano bajel, si no le da el temor alas, de pluma calza los pies. SERAFINA: La prevención agradezco, Carlos, y el aviso; y pues se ve el Po tan esplayado, que lo que era campo ayer hoy es golfo, y en su margen sólo descollarse ven cuatro o seis desnudos hombros de dos escollos o tres, y que vuestra prevención no deja lograrse, haced que la góndola en la arena varada aguarde, hasta que de la cólera del Po templada la saña esté. CARLOS: Así templara su saña... SERAFINA: Basta; no me digas quién. CARLOS: ¿Qué importa que yo lo calle, si la que lo ha de saber lo sabe ya? SERAFINA: Y aun por eso es justo el callarlo; pues, para no saber, oír retórica ociosa es. --
A CLORI y NISE
Venid conmigo las dos por esta orilla. CARLOS: Ya, pues que me obliguéis a callar, no me obliguéis a no ver; y permitidme que siga el divino rosicler, mudo girasol de amor.
Salen FEDERICO y PATACÓN
FEDERICO: No pases de aquí. PATACÓN: ¿Por qué? FEDERICO: Porque está aquí Serafina. PATACÓN: Pues antes por eso es bien que pase y repase a verla; que estoy muriendo por ver si es tan bella como dices. FEDERICO: El paso, loco, detén; que, si no miente el temor o el corazón, que es mal fiel, es Carlos de Bisiniano el que está allí. ¡Ansia cruel! PATACÓN: ¿Al primer encuentro azar? Mas ¿cuánto va que a perder echamos el galanteo al primer lance? FEDERICO: ¿Por qué? PATACÓN: Porque, si celos te da, reñirás luego con él. FEDERICO: No haré; que el que a competir viene en público, ya sé que ha de sentir y callar, si desea merecer. PATACÓN: ¡Cuánto me huelgo de verte, señor, dese parecer! FEDERICO: ¿Por qué? PATACÓN: Porque hay quien murmure que luego la espada esté a cada paso en la mano. FEDERICO: Cobarde debe de ser; que, si a cualquier paso hay causa, el no parecerle bien que otro riña es argumento de que no riñera él. LAURA: ¿Dónde, caballero, vais? Atrás el paso volved; que está la princesa aquí. FEDERICO: Pues hacedme vos merced de saber si da licencia a un forastero de que bese su mano. LAURA: Esperad aquí. Mas ¿quién la diré que sois? FEDERICO: Federico Ursino. LAURA: Perdonad no conocer vuestra persona. FEDERICO: No hay culpa en vos. (Pues que ya la ves, no es hermosa?) PATACÓN: (No, por cierto, sino así, un sí es, no es). LAURA: Federico Ursino dice, señora, licencia des para que bese tu mano. SERAFINA: Vuelve, Laura, a decir quién. LAURA: Federico Ursino. SERAFINA: ¿A mí mi primo? LAURA: Sí. SERAFINA: Sólo fue éste el necio que faltaba para cansarme también. LAURA: ¿Qué quieres que le responda? SERAFINA: Di que llegue.
A FEDERICO
LAURA: Ya tenéis licencia. FEDERICO: (Turbado llego). CARLOS: (Sólo ahora faltaba ser competidor Federico. Mas no se atreverá él, pobre y deslucido, a serlo.) FEDERICO: Pues no puedo merecer besar, señora, tu mano, merezca besar tus pies. SERAFINA: Del suelo alzad. FEDERICO: Extrañado el atrevimiento habréis de llegar a vuestros ojos; pues porque no lo extrañéis y sepáis con qué ocasión, que sólo vengo sabed del gobierno del estado a daros el parabién. Porque nadie más que yo interesado se ve en vuestro aumento; pues sólo sentí la instancia perder porque fuese otro y no yo quien su posesión os dé. Gocéisle la edad del Fénix que, hijo y padre de su ser, o nace para morir o muere para nacer. SERAFINA: Yo, Federico, os estimo cumplimiento tan cortés. FEDERICO: No es cumplimiento, señora, y porque lleguéis a ver cuán de veras mi verdad desea satisfacer la obligación de escudero, vengo a pediros me deis, por ser yo a quien más le toca, licencia de deshacer en vuestro nombre un agravio que os hacen en un cartel. CARLOS: ¿Qué agravio? FEDERICO: Decir que nadie la merece. CARLOS: Pues ¿hay quién? FEDERICO: Sí; quien la vida la da, cuando en peligro la ve, merece gozar la vida que desde allí es suya, pues nadie da lo que no es suyo; y si entonces suya fue la vida que dio ¿quién duda que ahora lo sea también? CARLOS: Aunque ésa es sofistería, ¿quién fue quien se la dio? FEDERICO: Quien (bien entrara aquí la joya; ¡mal haya Lisarda, amén!), cuando otros de reposar trataba de padecer, y está tan desvanecido de aquella acción que de fiel se encubre, porque no quiere más premio, más interés, que el haberla conseguido. Y así vengo a defender que quien da una vida y calla merece premio de ser dueño de su vida antes, y de su favor después. CARLOS: Eso dirá la campaña. FEDERICO: ¿Quién dice que no? SERAFINA: Está bien. Y pues tiene apelación la porfía, suspended los argumentos; que aquí sólo se he de oír y ver.
Dentro LISARDA y CÉSAR
LISARDA: ¡Cielos, favor! CÉSAR: ¡Piedad, cielos! SERAFINA: ¿Qué dos veces escuché en el monte y en el río? FED. Y CARLOS: A lo que se deja ver... FEDERICO: desbocado un caballo... CARLOS: zozobrado allí un batel... FEDERICO: por el monte a despeñarse... CARLOS: por el río a perecer... FEDERICO: con un generoso joven... CARLOS: con una hermosa mujer... FEDERICO: vaga de uno en otro risco. CARLOS: va de uno en otro vaivén.
Dentro CÉSAR y LISARDA
CÉSAR: ¡Cielos, piedad! LISARDA: ¡Favor, cielos! SERAFINA: ¡Qué desdicha tan crüel! ¡Quién sus dos vidas pudiera piadosa favorecer! FEDERICO: Si tú lo deseas, yo ofrezco la una.
Vase FEDERICO
CARLOS: Yo la otra también.
Vase CARLOS
SERAFINA: ¿Cómo, hidalgo, vos no vais uno ni otro a socorrer? PATACÓN: No me tocan los socorros; que soy toreador de a pie. LIS. Y CÉSAR: ¡Cielos, piedad! ¡Piedad, cielos! CLORI: Ya Federico se ve... LAURA: Ya Carlos allí se mira... CLORI: que con gallarda altivez... LAURA: que con osado denuedo... CLORI: saliendo al bruto al través... LAURA: los remos tomando a un barco... CLORI: la capa enreda a los pies... LAURA: dando cabo al leño frágil... CLORI: y con la espada después... LAURA: trayéndole de remolque... CLORI: le ha podido detener... LAURA: pudo a la orilla sacarle... CLORI: y viendo al joven caer... LAURA: y desmayada la dama... CLORI: carga en los brazos con él... LAURA: con ella carga en los brazos... LAS DOS: y ambos llegan a tus pies.
Saca FEDERICO a LISARDA en los brazos, vestida de hombre, y CARLOS a CÉSAR, vestido de mujer
FEDERICO: Ya la parte que me cupo deste peligro excusé. CARLOS: Y en la que me cupo a mí estás servida también. SERAFINA: ¡No vi más gallardo joven; no vi más bella mujer! LISARDA: ¡Cielos, aliento me dad! CÉSAR: ¡Vida, hados, me conceded! LISARDA: Para saber a quién debo la vida... CÉSAR: Para saber dónde estoy... LISARDA: (Pero ¿qué miro?) CÉSAR: (Mas ¿qué es lo que llego a ver?) LISARDA: (¿Federico no es aquéste?) CÉSAR: (¿Ésta Serafina no es?) FEDERICO: (¡Patacón!) PATACÓN: (Nada me digas; ya todas tus dudas sé.) FEDERICO: (¿No es ésta Lisarda?) PATACÓN: (Así lo fuera yo.) SERAFINA: En tanto que vos, bella dama, cobráis los colores que a la tez robó el susto, decid vos ¿quién sois? LISARDA: En sabiendo a quién; que no es justo una ignorancia me acuse de descortés. SERAFINA: Serafina soy. LISARDA: Ahora que, rendido a vuestros pies, no puedo errar el estilo, que soy, señora, sabed el príncipe de Orbitelo, César... CÉSAR: (¿Qué es lo que escuché? Mi nombre ha dicho y mi estado.) PATACÓN: ¡Vive Dios... FEDERICO: (La voz detén.) PATACÓN: (que es el enredo mayor!) FEDERICO: (Oye y calla.) PATACÓN: (Mal podré.) LISARDA: ...que, habiendo oído a la fama el certamen de un cartel, a ser vuestro aventurero vengo, confiado en que no mereceros ninguno es asunto suyo, pues no es grosero quien ya sabe que viene a no merecer. Por llegar a vuestros ojos tan veloz pretendí ser que, con ansias de volar, tuve a pereza el correr; con que, apurado el caballo, al freno rompió la ley, si ya no fue de mi dicha diligencia su altivez; porque volar hacia el sol lo acreditase el caer.
Sale NISE de lacayuelo
NISE: Y yo, Gandalín Menique, ragazzo suyo, doy fe que es verdad cuanto él ha dicho, fecha a tantos de tal mes, día de San Orbitelo, supuesto que cae en él. LISARDA: ¡Quita, necio! PATACÓN: (¡Vive Dios, que Nise el lacayo es!) FEDERICO: (¡Calla!) PATACÓN: (¿Quién ha de callar?) FEDERICO: (Quien ve que no le está bien.) SERAFINA: Vos seáis muy bien venido; que a mí me pesa de haber dado al peligro ocasión. (Aunque le he visto otra vez, no le conociera ahora; pero tan de paso fue que no percibí sus señas.) A mi primo agradeced el socorro. LISARDA: Caballero, yo os estimo la merced. FEDERICO: Guárdeos el cielo. (¡Ah, tirana!) SERAFINA: Si acaso cobrado habéis,
A CÉSAR
hermosa dama, el aliento, decidme, ¿quién sois? CÉSAR: (¿Qué hare? Que decir quién soy, en este traje, en público, no es bien, ni que se sepa de mí que yo he podido usar dél; pues dejar que otro mi nombre tome y pretenda con él tampoco es justo.) SERAFINA: Pues ¿no habláis? CÉSAR: (Qué decir no sé.) Yo, señora... SERAFINA: Proseguid. CÉSAR: ...hija soy de un mercader (forzoso es disimular y fingir hasta después) que a embarcarse al puerto iba, cuando, empezando a romper sus márgenes el Po, hizo que zozobrase el bajel. Queriendo salir a tierra, (esto solo verdad es) para darme a mí la mano, la tomó primero él, a cuyo tiempo, rompiendo la sirga (¡ay de mí!) el cordel, con un embate, me hizo volver al golfo otra vez, sin que él, en la orilla ya, me pudiese socorrer. Echóse al agua el barquero, procurando defender su vida, con que yo (¡ay triste!) sola en el barco quedé, expuesta a las inclemencias del hado, ya no crüel para mí, sino piadoso, pues he llegado a tus pies. (¡Mal haya el infame acaso que acción tal me obliga a hacer!) SERAFINA: A Carlos de Bisiniano lo podéis agradecer. -- Y ya que de dos fortunas teatro esta playa fue, por cuenta mía las dos desde hoy han de correr. Id, César, a descansar. -- ¡Lidoro!
Sale LIDORO viejo
LIDORO: ¿Qué mandas? SERAFINA: Que en vuestro cuarto esa dama se albergue, porque no es bien introducirla en el mío, sin saber mejor quién es. -- En él podrás repararte desta fortuna, hasta que sepa tu padre de ti. CÉSAR: ¡Vida los cielos te den! SERAFINA: Ven, Laura. (¡Ay de mí!) Ven, Clori. LAURA Y CLORI: ¿Qué es lo que llevas? SERAFINA: No sé. (No vi más gallardo joven, no vi más bella mujer, ni vi tampoco deseo como el que llevo, de que haya sido Federico el que la vida me dé.)
Vanse SERAFINA, LAURA y CLORI
LIDORO: Venid, señora, conmigo adonde servida estéis.
Vase LIDORO
CÉSAR: (Aquí no hay más que sufrir de mi fortuna el desdén.)
Vase CÉSAR
CARLOS: (Aquí no hay más que pensar nuevos contrarios vencer.)
Vase CARLOS
FEDERICO: ¡Fiera, enemiga, tirana, falsa, alevosa y cruel, que has venido a dar la muerte a quien la vida te dé! ¿Qué es tu intento? LISARDA: Caballero, ni sé qué decís ni sé quién sois. Tratad vos de amar, mientras yo de aborrecer.
Vase LISARDA
PATACÓN: Y tú, aspidillo casero, ¿a qué has venido acá? NISE: A que, mientras yo de bufonear, trate de callar usted.
Vase NISE
FEDERICO: ¿Quién vio igual locura? PATACÓN: A mí poco me estorbara, pues esto no puede durar más que hasta decir quién es. FEDERICO: Pues a nadie se lo digas; que no le está a mi amor bien galantear una beldad, cargado de una mujer. PATACÓN: Pues ¿qué hemos de hacer? FEDERICO: Callando dejar el lance correr, mientras él no se declare, diciendo una y otra vez, entre un olvidado amor y un acordado desdén: "Arded, corazón, arded; que yo no os puedo valer."

FIN DE LA PRIMERA JORNADA

 

Las manos blancas no ofenden, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 27 Dec 2002