LA CULPA BUSCA LA PENA, 
Y EL AGRAVIO LA VENGANZA

Atribuido a Juan Ruiz de Alarcón

Texto basado en la edición príncipe que se encuentra en una edición suelta encuadernada en un tomo facticio en la Biblioteca Nacional en Madrid. Esta suelta fue editada por Juan Eugenio Hartzenbusch para el tomo 20 de la BAE. Este texto fue preparado por Vern Williamsen y luego pasado a su forma electrónica en 1999.


Personas que hablan en ella:


ACTO PRIMERO


Salen doña LUCRECIA y JUANA, con mantos; doña ANA e INÉS, de casa
ANA: Pues que tus plantas hermosas honran, Lucrecia, esta casa, o gran desdicha te mueve, o gran ventura me aguarda. Si esto supiera mi hermano, para abreviar las jornadas, alas fueran las espuelas, y pensamientos las alas. LUCRECIA: ¡Ojalá, doña Ana mía, que de esto fuese la causa o ya tu ventura sola, o ya sola mi desgracia! Disgustos dan ocasión a mi forzosa demanda, que son en mí ejecuciones, y que en sí son amenazas. ANA: Declárate, si no quieres que me mate en la tardanza, tu pena y mi confusión. LUCRECIA: Escucha, y preven, doña Ana, perdon a mis sentimientos, si no piedad a mis ansias; que para romper la nema de los secretos del alma, Da mi peligro disculpa, y tu valor confïanza. Tres veces la sierra el mayo ha calzado de esmeraldas, y tres veces el enero la ha coronado de plata después que de mis favores sediento don Juan de Lara, bebiendo su llanto mismo, ha mitigado sus llamas, hasta que al fin su cuidado vigilante, su constancia invencible y su asistencia ocasión ya de mi infamia, merecieron mi piedad; que una breve gota de agua, repitiendo el golpe leve, la más dura peña labra. Llegaron a obligaciones mis favores... de palabras, digo; que nunca a las obras se arrojó mi confïanza; que no admite galanteo la que tiene sangre hidalga, sino para dar la mano a quien su favor alcanza; y así, como a ser su esposa mi pensamiento aspiraba, obligarle quise amante, no recatarle liviana. Es verdad que aunque las prendaa que puse en su amor más caras fueron honestos favores y lícitas esperanzas, mis cuidados y los suyos las hicieron de importancia; que de hablar a su albedrío dieron motivo a la fama. De este venturoso estado seguro el amor gozaba, cuando entre sombras obscuras y entre conjeturas claras, en su tibieza empecé a conocer su mudanza; y viendo que yo no había dado a su rigor la causa, pues le obligaba constante cuando él mudable me agravia, imaginé que la luz de otra beldad le cegaba; que nacen los celos cuando nacen las desconfïanzas. Y así con esta sospecha, pretendiendo averiguarla, centinelas puse ocultas a sus ojos y a sus plantas. Supe que ellas te seguían, supe que ellos te miraban, que tus balcones contempla, que tus puertas idolatra. ¡Ay de mí! No sé si diga que supe también, doña Ana, que merece tus oídos, y tus favores alcanza... No lo digo, no lo creo; que fuera ofender a entrambas. A mí, porque si viviera creyéndolo, fuera infamia, y a ti por haber tan poco que aumentó a las lusitanas corrientes del Tejo el llanto de verte ausente las aguas. Que cuando apenas los nombres de las calles cortesanas puedes saber, cuanto más las noblezas de sus casas, te ofendiera si creyese que tan fácil confïabas, a crédito de los ojos, obligaciones del alma. Mas porque haber yo estimado su pensamiento es probanza de sus méritos contigo, el veneno y la triaca te doy juntos, pues te enseño, porque pises recatada, entre las flores el áspid de su condición ingrata. Y así por lo que te toca, te estará mejor, doña Ana, escarmentar advertida, que advertir escarmentada. Por lo que toca a don Juan, será en ti más digna hazaña dar castigo a sus engaños que premio a sus esperanzas; y por lo que toca a mí, te mostrarás más humana que en hacerle venturoso, en no hacerme desdichada. Tres años ha que me obliga, dos meses ha que me agravia, dos meses ha que te sirve, tres años ha que me infama. Piensa, pues eres discreta, mira, pues naciste honrada, de mi opinión el peligro, de mi razón la ventaja, el despecho de mi agravio, el exceso de mis ansias, la locura de mi amor, y de mis celos la rabia. ANA: (Si dice verdad Lucrecia, Aparte la razón que tiene es clara, y de que dice verdad este exceso es la probanza; y no es bien, pues yo no estoy de don Juan enamorada sino solo agradecida, que marchite la esperanza de quien se abrasa por él, por quien a mi no me abrasa, ni que mi amante se nombre el que otra mujer engaña.) En cuanto a amarme don Juan, no mienten tus asechanzas, Lucrecia; en cuanto a que yo le favorezco, te engañan. Y aunque lo pudiera hacer y con disculpa, en venganza de que a mi hermano desdeñas, esto imagino que basta a que de mí te asegures; que no es tan poca arrogancia la de los méritos míos, que a un amante en quien se hallan achaques de amor ajeno, condiciones de mudanza y olvido de obligaciones, le dé lugar en el alma. LUCRECIA: Deja que por tal merced besen mis labios tus plantas. ANA: Deja tú excesos; que hacer yo lo que estoy obligada, ni es merced para contigo, ni es para conmigo hazaña. LUCRECIA: Por hazaña y por merced la estimo yo. Solo falta suplicarte que le calles, amiga, a don Juan de Lara esta diligencia mía; que si con desdén le tratas, y sospecha que soy yo de su desdicha la causa, mal obligaré ofendido al que obligado me agravia. ANA: Mi presunción desconoces, pues el silencio me encargas. Para que le calle yo tu diligencia, ¿no basta temer, si se la dijera, que don Juan imaginara que lo que es desdén son celos, y lo que es rigor venganza, y juzgándome celosa, me juzgase enamorada? No, Lucrecia, no; que somos las portuguesas muy vanas; y, ¡ojalá que las mujeres todas en esto pecaran! Pues cuanto más vanas fueran, tanto fueran más honradas.
Doña LUCRECIA habla aparte a INÉS
LUCRECIA: ¿Entiendes que cumplirá lo que promete doña Ana? INÉS: O tendrá un fiscal en mí; que no puedo ser ingrata a la afición de Lucrecia y al pan que comí en su casa.
Sale un CRIADO
CRIADO: Don Fernando mi señor ha llegado.
Vase el CRIADO
LUCRECIA: ¡Ay desdichada! Por dónde, sin que me vea, podré salir? ANA: En las casas de mujeres como yo, Lucrecia, no hay puerta falsa; mas ¿qué importa que te vea mi hermano? ¿Qué te recatas? LUCRECIA: ¿Para qué es bueno ponerme, si mis desdenes le agravian, a lance de acrecentar mis rigores y sus ansias? Y, ¿qué puedo parecer, viniendo a pie y disfrazada donde vive quien amante de mis prendas se declara? ANA: Dices bien. Tapao las dos; que yo haré cómo te vayas sin conocerte, si acaso la nube del manto basta a eclipsar el resplandor de los rayos de tu cara.
Salen don SEBASTIÁN y don FERNANDO de camino
FERNANDO: Dame, doña Ana querida, los brazos. ANA: Pues que te veo, no pide ya mi deseo más términos a la vida. FERNANDO: Otro hermano tienes más --pues es otro yo mi amigo-- en el señor don Rodrigo de Ribera. ANA: Pues le das nombre de amigo y hermano, esa recomendación le dice mi obligación, y me enseña lo que gano. SEBASTIÁN: Nombre de esclavo me dad; que es deuda en mí conocida, si a quien se debe la vida se rinde la libertad. Y yo al señor don Fernando no solo debo el tenella, mas el merecer con ella la dicha que estoy gozando. (Si es dicha acaso que vea Aparte beldad cuya perfección atormenta el corazón, si los ojos lisonjea.) JUANA: ¿Qué aguardas, señora, aquí? Vámonos. LUCRECIA: Adiós, doña Ana. ANA: Id con Dios.
Vanse doña LUCRECIA y JUANA
FERNANDO: ¿Quién es, hermana? ANA: Una dama que de ti, para cierta diligencia que en Sevilla le importaba, pretendió, porque pensaba que durara más tu ausencia, valerse, y desengañada se parte. FERNANDO: ¡Qué airosa es! El viento huellan sus pies. SEBASTIÁN: Flechas despide tapada, que descubierta serán Rayos. ANA: (¡Estando yo aquí Aparte Habla este grosero así! Menos tiene de galán en el alma que en el talle.)
Sale MOTÍN, de camino
SEBASTIÁN: ¿Que hay, Motín? MOTÍN: Que hallé posada, y la dejo concertada. SEBASTIÁN: ¿Dónde? MOTÍN: En esta misma calle; tan cerca, que una pared de esta casa la divide. SEBASTIÁN: (Albricias al alma pide.) Aparte FERNANDO: Mucho me huelgo, y creed que el aposento os hiciera en mi casa, confïado, si de doña Ana el estado, Rodrigo, lo permitiera. SEBASTIÁN: No me deis satisfaciones, cuando ya de esta verdad me ha dado vuestra amistad mayores demostraciones. FERNANDO: Vamos pues. SEBASTIÁN: ¿Adónde vais? FERNANDO: Quiero ver si es la posada para vos acomodada. SEBASTIÁN: De mil modos me obligáis.
Míranse mucho don SEBASTIÁN y doña ANA
Hermosa doña Ana, adiós. ANA: Él os guarde. MOTÍN: (¡Pese a tal! O yo lo he mirado mal, o se miran bien los dos.)
Vanse don SEBASTIÁN, don FERNANDO y MOTÍN
INÉS: Cierto, señora, que temo tu salud. ANA: ¿Por qué ocasión? INÉS: Con tan curiosa atención y tan cuidadoso extremo te ha mirado el forastero, que si no quedas aojada, tienes la sangre pesada. ANA: Antes, Inés, considero que, pues no me ha hecho mal, no le he parecido bien. INÉS: No es tan atento el desdén, Que con suspensión igual se mire lo que no agrada. ANA: Pues ¿qué quieres? ¿Que de mí esté enamorado? INÉS: Sí. ANA: ¡Tan presto! INÉS: Cuando mirada la hermosura ha de matar, muy fácil es de inferir que no tardará en herir más que se tarda en mirar. ANA: ¿Que en efecto me ha mirado tan cuidadoso y suspenso? INÉS: Mucho lo preguntas. Pienso que de ello no te ha pesado. ANA: Pues dime tú, ¿a quién le pesa de que la quieran? INÉS: A quien inclina tanto al desdén la arrogancia portuguesa. ANA: Dices verdad; pero, Ines, si de arrogante le infaman, advertid que también llaman derretido al portugués. Dame que el dorado arpón de Amor hiera al pensamiento y verás que es rendimiento, cuanto ha sido presunción. INÉS: ¿Ves, señora, cómo tienes principio de amor? ANA: ¡De amor! INÉS: Sí; que temes el error pues la disculpa previenes. ANA: Y yo tambien lo presumo. Centellas del nino ciego tengo en el alma, si el fuego se conoce por el humo. INÉS: Dime, ¿por qué lo sospechas? ANA: Cuando a Lucrecia decía que descubierta daría rayos, y tapada flechas, un invidioso dolor en el corazón, Inés, me causó, y la invidia es humo del fuego de amor. Y si la verdad te digo, la inclinación me ha llevado; pero como no me ha dado hasta agora don Rodrigo de sí más información de la que la vista ofrece, dudando si me merece, reprimo la inclinación. INÉS: Si de lo que has visto estás contenta, dudas en vano, pues abona el ser tu hermano tan su amigo lo demás. ANA: Bien dices. INÉS: Si digo bien, ¿Qué falta ya? ANA: Que conmigo se declare don Rodrigo. INÉS: Yo lo trataré tan bien, que puedas tú declararte. ANA: Harélo si me merece. Mas ¿sabes que me parece que estás mucho de su parte? INÉS: Que estoy muy contra don Juan dirás; que como desprecia tan sin razón a Lucrecia, pena sus penas me dan; que me pone en tanto empeño, demás de que la he servido, porque mi tercera ha sido para tenerte por dueño; y me holgaré de que él halle en tu rigor su castigo. ANA: Yo pienso que don Rodrigo ha venido a castigalle.
Vanse las dos. Salen don SEBASTIÁN, don diego, MOTÍN y CRIADOS
SEBASTIÁN: Señor don Diego de Mendoza, a solas quedemos; que en secreto importa hablaros. DIEGO: Despejad.
Vanse los CRIADOS
SEBASTIÁN: Cesen ya las altas olas, y muéstrense de luz menos avaros los cielos a la noche tenebrosa de confusión tan larga y tan penosa que ciego y triste contraopuestos polos me obligó a discurrir. DIEGO: Ya estamos solos. SEBASTIÁN: Yo, señor, soy don Sebastián de Sosa. Don Antonio de Sosa, vuestro amigo, me dio el ser y la sangre generosa de cuya calidad sois vos testigo. DIEGO: Bien venido seáis. Dadme los brazos antes que prosigáis. SEBASTIÁN: Estos abrazos son el primer alivio que he tenido en cuanto mar y tierra he discurrido. DIEGO: ¡Gracias a Dios que con salud os veo! Decid ya lo demás; yo lo deseo. SEBASTIÁN: Quince veces la hermosa primavera ha dado alfombras fértiles a Flora después, señor, que yo de la ribera del lusitano piélago, en la aurora de mi edad, a las indias orientales partí a buscar el rostro a la Fortuna, llevando para asilo de mis males al que del sol de España iba a ser luna en aquella región; que fui en mi casa hijo tercero, y la porción escasa que de los bienes libres paternales esperaba heredar, no me podía sustentar con el lustre que pedía la presuncion de pechos principales. Allí pues en tres lustros de mi vida me dieron, ya la paz y ya la guerra, tan claro nombre, hacienda tan lucida que en la ajena olvidé mi propia tierra, cuando una carta de mi padre--¡ay cielos!-- cubrió tan clara luz de obscuros velos. Mándame que al momento me parta a España, y que venir procura desconocido, para que asegure la honrosa ejecución de cierto intento y que él me aguarda oculto en esta corte, donde vos solo habéis de ser el norte por quien he de buscar, de vos fïado, el lugar donde vive retirado. Éstas fueron, en suma, las preñadas razones que su pluma, para causarme tenebrosa calma, pintó a los ojos y esculpió en el alma. Al fin, o la obediencia del preceto, o la curiosidad de este secreto, me sacó de las playas orientales, y en una de dos máquinas navales, movibles promontorios, que de Goa los tesoros conducen a Lisboa, del mar penetro climas dilatados para ponerles fin a mis cuidados. Y un día, al correr su pabellon la aurora, que alegra a luces cuando a perlas llora, desde el tope, que sube a barrenar la más distante nube, un marinero experto, "¡Tierra, tierra!" en alegres voces dice; y a poco espacio el lusitano puerto felice vio quien le buscó felice; que yo, fletando un barco que ligero a recibirnos se engolfó primero, solo me arrojo en el, y el horizonte de Portugal discurro hasta Ayamonte, donde ya libre de que me pudiera ninguno conocer, mi nombre dejo por el de don Diego de Ribera, y parto a la ciudad a quien da espejo el Bétis de cristal, y allí en diez días para Madrid dispuse mi jornada, donde ya en vos las desventuras mías gran parte ven de mi intención lograda, puesto que vivo y con salud os veo, y agora solo resta a mi deseo saber, si ya la tierra no sepulta ami padre, el lugar en que se oculta, para que tenga fin este cuidado que tan largas fatigas me ha costado. DIEGO: Quietad el pecho. Vuestro padre vive, y aunque en Madrid ha estado, lugar por su grandeza acomodado para que en él se oculte quien recibe de la Fortuna injurias. Dos meses solamente habrá, don Sebastián, que un accidente le obligó a retirarse a las Asturias, donde, mudado el nombre, de este día la luz dichosa espera. Vos no hagáis novedad; que mensajera será una carta mía, más breve y más segura, de la llegada vuestra y su ventura. SEBASTIÁN: ¿No es más razón que yo a buscarle parta? DIEGO: Que en Madrid le esperéis, y yo po carta Le avise, el órden fue, si ha de cumplirse, que me dio vuestro padre al despedirse. SEBASTIÁN: Fuerza es que le obedezca; mas vos, don Diego, porque no padezca mi pecho confusión tan congojosa si la sabéis acaso, de su intento la causa me decid. DIEGO: Su pensamiento ignoro; pero siendo tan penosa la ocasión y tan grave que a don Antonio a lo que veis obliga, fuera de él no es razón que otro os la diga, pues que será deciros que la sabe; porque ni aun vuestro padre, si pudiera excusallo, era bien que la dijera.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: ¡Válgame Dios! Cuando entendí que había llegado al puerto la desdicha mía, la tempestad parece que comienza. ¡Don Diego de Mendoza se avergüenza de referirme la ocasión! ¿Qué dudo? Con no decirla dijo cuanto pudo. ¡Mi padre vive oculto y desterrado de su patria, con nombre disfrazado! Infame es la ocasión, la causa es fea. Mas, ¿qué me aflijo? Lo que fuere sea; que pues para el remedio me ha llamado, posible lo imagina, y ya he llegado, y yo de cualquier modo tengo valor para salir con todo.
Vase
Salen don FERNANDO, encontrándose con don SEBASTIÁN
FERNANDO: Don Rodrigo. SEBASTIÁN: ¿Qué hay, amigo? FERNANDO: Apenas llegado habéis a Madrid, cuando ya hacéis visitas que son conmigo por dos partes ocasión de celos. SEBASTIÁN: Mucho sintiera que mi amistad no os cumpliera en todo su obligación. Decid, pues, cómo os he dado los celos que habéis tenido para que enmiende advertido lo que ignorante he pecado. FERNANDO: Bien decís; que no es razón que os recate, don Rodrigo, siendo mi mayor amigo, la llave del corazón. De don Diego de Mendoza es esta casa de donde salís, que es nube que esconde el rayo o cielo que goza en su bija, una deidad, vida y muerte de mi amor, pues me mata su rigor, y me anima su beldad. Celos me dais por amigo, si a don Diego visitastes, pues lo que con él hablastes no habéis tratado conmigo; y si a Lucrecia, ignorante de mi aficián, visitáis, aunque mi amigo seáis, me dais celos por amante. SEBASTIÁN: Fernando, ni en la amistad ni en el amor os ofendo; que ni a Lucrecia pretendo, ni tuve de su beldad jamás otra relación que la que me dais aquí; mas aunque a su padre vi sin daros cuenta, no son vuestras quejas bien fundadas, que no obligó el comenzar vuestra amistad a acabar correspondencias pasadas.
Vase don FERNANDO
SEBASTIÁN: ¡Ah cielos! ¡Si yo la mano de doña Ana mereciese en premio de que la diese doña Lucrecia a su hermano! Mas, ¿cómo en el triste estado de mi opinión recelosa, tu beldad, doña Ana hermosa, lisonjea mi cuidado? ¡Ay de mí! Que en la memoria de las deudas de mi honor, huye la dicha de amor, y desvanece la gloria; como el pintado pavón, que por más que haciendo en torno con la pompa de su adorno arrogante ostentación, de hermoso y galán presuma, pierde marchito después, en la fealdad de los pies, la vanidad de la pluma.
Vase. Salen doñ ANA e INÉS a una reja baja, después MOTÍN
ANA: Pues Motín está en la calle, háblale agora. INÉS: Detrás de la ventana podrás, sin que él lo entienda, escuchalle. ANA: Infórmate con cautela de todo. INÉS: Pierde cuidado.
Ocúltase doña ANA, y sale MOTÍN
MOTÍN: (¡Que haya de ser un crïado, Aparte por su dueño, centinela de su dama noche y día! ¡Y que una escasa ración incluya en su obligación tambien la alcahuetería!) INÉS: Motín... MOTÍN: ¿Quién llama? INÉS: Yo soy. MOTÍN: ¿Cómo, Inés, soy tan dichoso, que me llamas? INÉS: Vite ocioso, y porque también lo estoy, quise entretener así a los dos. MOTÍN: Merced me has hecho; que me fastidian el pecho algunas cosas que vi, como soy recién venido a Madrid, que si no hallara con quien de ellas murmurara, me muriera de podrido. INÉS: Di pues, descansa. MOTÍN: Un mozuelo, büido de pies, que andando va cada momento dando de puntillazos al suelo, ¿qué significa? INÉS: Que como es puntiagudo el zapato, no entra bien. MOTÍN: Pues ¿más barato no fuera calzarle romo? Y algunos que braceando con la mano acucharada, la manga desabrochada y sin puños, le va dando en los dedos el aforro. ¿Es gala o hipocresía? ¿Es aliño o porquería? ¿Es descuido o es ahorro? ¿O presumen por ventura de manos, y hacen con esto que junto al color opuesto parezca más la blancura? Y el que levanta igualmente por los dos lados el ala del sombrero, y por gran gala lleva un candil en la frente, dime, ¿en qué puede fundarse? ¿Y en qué se funda un galán, que vistiendo tafetán en julio, por no abrasarse, embute de estofa vana jubón y calzón? Querría saber si la seda enfría más que calienta la lana. Y el escolar que camina con un matachín meneo, y hecho un rollo del manteo, se le encaja en la pretina. ¿A quién no le causa risa? ¿Y un paje que, si reparas, Mide las ligas a varas, y a pulgadas la camisa? INÉS: Y tú, pues en eso tocas, ¿cuántas tienes? MOTÍN: Tengo, Inés, Si verdad te digo, tres. INÉS: Pues ¿cómo tiene tan pocas quien de las Indias llegó un mes ha? MOTÍN: Engañada estás; qué no he fïado jamás al agua la vida yo. INÉS: Pues, ¿cuándo entraste a servir a don Rodrigo? MOTÍN: Después que señalaron sus pies la orilla a Guadalquivir. INÉS: Segun eso, no sabrás su calidad. MOTÍN: Solo sé que en sus acciones se ve que ninguno tiene más. INÉS: Y di, ¿qué finezas fueron, las que hicieron tan amigo de Fernando a don Rodrigo? MOTÍN: En Sevilla concurrieron en una posada un día los dos, y en viéndose en ella, halló en cada cual su estrella lo que llaman simpatía. INÉS: ¿Simpa... qué? MOTÍN: Conformidad, rabiando a lo castellano. Pues como abrasa el verano el sol aquella ciudad, fuimos una noche al río los tres; siendo el primero en desnudarse ligero mi señor, al cristal frío, sin prevenir los azares de su hondura, se arrojó; que sin duda imaginó que se echaba en Manzanares. Despojábase espacioso la ropilla don Fernando por no acatarrarse, cuando a mi dueño, congojoso, en un mal formado acento, que gorgoritas hacía, escuchamos que decía, "¡Que me ahogo!" Y al momento al peligro se arrojó animoso don Fernando, medio vestido, y nadando, a la orilla le sacó. INÉS: Y tú, ¿no le socorriste? ¿No sabes nadar? MOTÍN: Sí, sé, mas del refrán me acordé. INÉS: ¿De qué refrán? MOTÍN: ¿Nunca oiste decir que el buen nadador guarda la ropa? INÉS: Si oí. MOTÍN: Pues yo, que lo soy, allí la guardaba a mi señor. Demás que era desatino entregarme al agua, á quien jamás he querido bien. Si el Bétis fuera de vino, don Rodrigo paseara seguro su centro frío. INÉS: ¿Cómo? MOTÍN: Sorbiérame el río, y él en seco se quedara. En esta hazaña se funda, pues, la amistad que nació en los dos, a que añadió nuevos lazos la segunda. A la posada venía una noche don Rodrigo muy tarde, solo conmigo; y cuando llamar quería a la puerta, acometieron a matarnos con montantes cuatro feroces gigantes. INÉS: ¡Tan grandes te parecieron? MOTÍN: Pues piensa que me limito, que en ellos fuera una espada hasta el recazo envainada picadura de mosquito. Y así, valiéndome, como en la ventajosa lid del gigante hizo David, de otras armas, quité el pomo a mi espada, y de una liga hice una honda, y tiré al uno, y le reventé un ojo; y con la fatiga cayó el Polifemo, dando Tal golpe, que estremeció la ciudad, y despertó el estruendo a don Fernando, que asomándose a un balcón, y viendo que don Rodrigo, su camarada y amigo, estaba en tal aflicción, a la calle se arrojó con una espada, en camisa, y a los gigantes tal prisa de cuchilladas les dio, que todos en un momento se desparecieron como humo al viento. INÉS: ¿Y el del pomo? MOTÍN: Huyó también tan sin tiento, como en lo tuerto no estaba ducho, que la calle errando y en las casas tropezando, como bolas las birlaba. INÉS: ¡Gran ventura! Mas querría saber de dónde contigo esa noche don Rodrigo tan a deshora venía; porque de esto y de intentar darle muerte esa cuadrilla, colijo yo que en Sevilla se debió de enamorar.
Doña ANA aparte al paño
ANA: (Sutilmente ha rodeado Aparte la plática a mi intención.) MOTÍN: Yo pienso que la ocasión, Inés, de haberle intentado matar, fue para quitarle un diamante que traía en el dedo, que podía el mismo sol cudiciarle; que allí no galanteaba; antes, según lo que agora a tu hermoso dueño adora, y a Madrid apresuraba, logrando instantes del día, su jornada, he sospechado que estaba allá enamorado de doña Ana en profecía. ANA: (¡Vitoria, amor!) Aparte MOTÍN: (De un chapín Aparte tras de la ventana brilla, o me engaño, una virilla. ¿Si escucha doña Ana?) INÉS: Al fin, ¿la tiene amor?
Habla doña ANA aparte a INÉS
ANA: Tiempo es de declararte. MOTÍN: (¿Qué he visto? Aparte del pie le ha dado. ¡Por Cristo que juega con ganso Inés.) Toda la noche se queja, y suspira tan sentido, que el huésped le ha despedido porque dormir no le deja. INÉS: Pues pide para los dos albricias a don Rodrigo; que su amor--yo soy testigo-- de que es pagado; y adiós.
Retíranse las dos
MOTÍN: ¡Hay tal dicha! Cierto es que doña Ana lo ha escuchado, y fue entre los dos tratado cuanto aquí me ha dicho Inés.
Sale don SEBASTIÁN
SEBASTIÁN: Motín... MOTÍN: Señor, mi deseo, Te llamó; que en este instante me ha dicho Inés que es tu amante doña Ana. SEBASTIÁN: ¡Oh cielos! No creo tanta ventura. MOTÍN: Yo sí; que lo que a Inés escuché, orden de doña Ana fue. SEBASTIÁN: Pues, ¿cómo? MOTÍN: Hablando de ti desde la reja a la calle, donde yo estaba en espía, después que gastado había gran prosa en exageralle tu ciego amor, vi que Inés un poco se suspendió, y que la atención pasó de los ojos a los pies. Penetré la celosía, aplicando un poco más la vista, y vi que detrás de la ventana lucía una virilla, chismosa de su dueño y de su intento, que dijo a mi pensamiento que era de doña Ana hermosa. Disimulé, y luego vi que despidió la virilla una breve zapatilla, así flamante y así ajustada, que pensé, viendo que nada injuriaba su primer facción, que estaba en la horma, y no en el pie. Mas desengañóme luego una rosa o una estrella, que después que llegó a vella el Amor le pintan ciego, que en puntillas tan brillantes y cándidas se remata, que si no es globo de plata, es erizo de diamantes. Salió pues, señor, el pie, si recatado, lascivo, que tiene más de atractivo cuando se ve y no se ve; y tocó á Ines. Yo creí que tocaba a retirar, y no fue sino tocar a declararse; y así me dijo, "Para los dos pide albricias a Rodrigo; que su amor, yo soy testigo, de que es pagado; y adiós." SEBASTIÁN: ¿Es posible que ha tenido tan dichoso fin mi pena? Dale a Ines esta cadena,
Dale una
Y tú, ponte aquel vestido que estrené cuando partí de Guadalquivir. MOTÍN: (Dió fuego.) Aparte SEBASTIÁN: ¿Que a ser tan dichoso llego? ¿Que tanto bien merecí? Pues que doña Ana me adora vengan penas, vengan males; que si antes eran mortales, serán medianas agora. MOTÍN: Pues, ¿podrás estar quejoso de las nuevas que te he dado? SEBASTIÁN: Mas que cuerdo desdichado, quiero ser loco dichoso.
Vanse. Salen don JUAN Y doña ANA
ANA: Señor don Juan, por mi vida que os vais. JUAN: Señora, ¿qué es esto? ¿Vos me despedís tan presto? A darle la bienvenida vengo, por nuestra amistad, a vuestro hermano; y así, ni le hará el hallarme aquí sospecha ni novedad, si vos conmigo la hacéis por eso. ANA: De porfïado estáis ya, don Juan, cansado. JUAN: ¡Ay de mí! ¡Ya os ofendéis de verme! Ya vuestros ojos, de quien luces merecí de favores, contra mí fulminan rayos de enojos! ¿En que os ofendi, señora? ANA: En nada. JUAN: Pues, ¿qué mudanza es ésta que mi esperanza condena sin culpa agora? ANA: Mudanza. JUAN: ¿Puédela hacer sin causa quien su favor ha empeñado? ANA: Es loco Amor. JUAN: ¿No sois noble? ANA: Soy mujer.
Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN, que se quedan acechando a doña ANA y don JUAN, hablan los dos aparte
SEBASTIÁN: ¿Qué estoy viendo? MOTÍN: El galán es que te da cuidado. SEBASTIÁN: ¡Ah, cielos! Ya son agravios mis celos. MOTÍN: ¿Doyle la cadena a Inés? SEBASTIÁN: Necio estás. JUAN: Solo de vos saber la ocasión querría de mi mal, doña Ana mía. MOTÍN: ¡Mía dijo, vive Dios! SEBASTIÁN: Oye. ANA: Don Juan, idos ya; que no os la quiero decir. JUAN: Ni yo de aquí he de salir. ANA: Entraréme yo. JUAN: Será
Quiere irse, y tiénela
obligarme a ser grosero. ANA: Soltad. ¿Qué es esto, atrevido? SEBASTIÁN: (Sin darme por entendido Aparte del caso, estorbarle quiero.)
Adelántase
¿Está el señor don Fernando en casa? JUAN: (¿Hay licencia igual?) Aparte ANA: (¡Que sucedió al fin el mal Aparte que yo estaba recelando!) JUAN: ¿Quién es? ¿Quién de esta manera, donde yo en visita estoy, Sin avisar entra? SEBASTIÁN: Soy don Rodrigo de Ribera, y soy, porque soy su amigo, don Fernando Vasconcelos. Pero vos, ¿quién sois? ANA: (De celos Aparte da sospechas don Rodrigo, y antes que se empeñe, quiero estorbarle.) Si le halláis conmigo, ¿qué preguntáis? Amigo es tan verdadero el señor don Juan de Lara como vos de don Fernando; que si no lo fuera, estando él ausente no pisara de esta casa los umbrales. JUAN: (¿Satisfaciones le da? Aparte Yo he reconocido ya el principio de mis males.) SEBASTIÁN: (Disimular me conviene.) Aparte Preguntéle por saber, señora, lo que he de hacer de la obligación que tiene al señor don Juan mi amigo Fernando; y así, pensad que es una vuestra amistad con él, don Juan, y conmigo. JUAN: (Bien disimula.) Aparte ANA: (Prudente, Aparte cuerdo y cortés se mostró. JUAN: Lo mismo os ofrezco yo. (¡Ah celos! la boca miente; que no es ésta la ocasión que declararos podéis; pero a solas le diréis lo que siente el corazón.) A doña Ana, don Rodrigo, os quedad acompáñando mientras viene don Fernando, puesto que sois tan su amigo.
Vase
ANA: (Ya le entiendo. De celoso Aparte da señales.) No os quedéis, don Rodrigo; no le deis causa de estar sospechoso. SEBASTIÁN: Satisfación a don Juan queréis dar? ANA: Y vos, ¿por qué de eso queréis que os la dé? SEBASTIÁN: ¿Que haya quien, siendo galán, tenga licencia, en ausencia de vuestro hermano, de veros? ANA: ¿Tenéisla vos de ofenderos reñirme esa licencia? SEBASTIÁN: ¿No la tiene el que os adora? ANA: ¿Vos me adoráis? SEBASTIÁN: Pues mis ojos, ¿no os han dicho mis enojos. ANA: No entendí tal; mas ajora que claramente a decirme vuestro amor llegáis, Rodrigo, que tenéis licencia, digo, de ofenderos y reñirme.
Vase
SEBASTIÁN: Y yo digo, pues pagás con tal favor mi afición, que no me deis la ocasión, pues la licencia me dais. MOTÍN: Y yo que, pues ha tenido tan dichoso fin tu pena, le doy a Inés la cadena, y me tomo yo el vestido

FIN DEL ACTO PRIMERO

La culpa busca la pena y el agravio la venganza, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 24 Jun 2002